Me
preocupaba Laura, aunque no exactamente Laura. Me preocupaba tener
que fingir que me preocupaba Laura; aquello que debería nacer
naturalmente en uno, en mí brotaba con la forma de su opuesto y con
el doble de fuerza: Laura me importaba tres pitos. El teatro era
agotador: tener que llevar las cosas a un extremo sabiendo que nunca
haría nada por ella: hacerme el interesante durante semanas respecto
a su regalo de cumpleaños, haciéndole creer que había preparado
algo especial, sabiendo que ni siquiera iría a su festejo bajo
la excusa de que me había quedado sin nafta en el auto o algo así.
Me quedaría durmiendo o viendo una película. Prometerle que la
llevaría
de vacaciones a lugares que yo ya conocía y no pensaba volver a
pisar, entusiasmarme con sus dibujos, sus ínfulas de
artista cuando todo lo que me mostraba me generaba una indiferencia
mordaz.
Lo
único que podía hacer para salirme de la farsa era extraerme
físicamente de la situación. Pero no de verdad; pensaba que la
llamaría y le diría:
-Laura,
decidí irme a China
O
quizás mejor:
-Laura,
debo irme a China
Y
me quedaría en casa, viendo la tele tranquilo, sin pensar en Laura.
Ya
no quería pensar en Laura, hacía como tres años que no la veía,
había logrado manifestarme como el peor y más desinteresado amigo:
era hora de que ella me dejara ir. Yo sabía que ella sabía lo que
yo estaba intentando hacer y no me dejaba espacio para maniobrar.
Jamás se enojó conmigo, ni siquiera frente a mis más feroces
muestras de desprecio, nunca me pidió favores, ni siquiera un
reclamo. Si hubiese decidido dejarla, me hubiese convertido en un
descorazonado; su amistad no me costaba absolutamente nada.
La
última vez que la había visto habíamos ido a tomar un café porque
ella me llamó llorando y yo, preso de mi debilidad, no
supe qué excusa inventar. Fue horrible: la escuché durante horas
llorar a causa de un terrible mal que era
inentendible para cualquier otro mortal y después sobre una nueva idea
que estaba teniendo:
-Hace
días que estoy pensando en escribir un cuento en el que me llueva la
cabeza, me
decía,
me bajen las gotas como arañas por el cuerpo, con esas tantas patas
malas y tramantes con sus cabezas feas como una bola negra. Las gotas
caerán lento, como los días, como los años y las pieles del
cuerpo. Tan imperceptible, ¿entendés? que no me alcanzarán ni a
tocar; como las cosas lentas, esas que casi no tocan, las cosas que
caen en silencio, así caen.
Un
día voy a pisar a una ¡te lo juro! voy a pisarle la punta de la pata ni bien
toque el piso, después la otra pata y la otra y la otra. No voy a
mentirte, a la tercera pata ya sabré yo que la estoy pisando y
voy a seguir con la cuarta y la quinta y a la sexta la dejaré un poco
para que sienta ese placer de estar aunque ya no va a estar más.
-¿Estás
drogada?
-No
¿por?
La
lleve hasta la guardia, algo no andaba bien. Laura parecía contenta
de que yo me preocupara y fingía más fuerte sus síntomas de
desvarío en la charla durante el camino:
-
Yo caí tarde, como una boluda. El francés es maravilloso; para
cuando yo me avivé, todas mis amigas ya hablaban francés, algunas
hasta habían ido a Francia, una iba a clases de canto a aprender
canciones de Edith Piaf y una había llegado a ser extra en una peli.
Nos
atendió un médico y en menos de un minuto ella y él se fueron a
hacer exámenes. Yo me vi libre de caer bajo juicio ajeno y, por
ende, de responsabilidad. Eché una mirada a mi alrededor, pegué
media vuelta y encaré para la gran puerta de salida.
A
pocos pasos del hospital encontré un barcito donde tomar algo y
refrescar las ideas. Me senté en una mesa junto a la ventana y me
puse a jugar con el resorte del servilletero. Cuando me quise dar
cuenta, estaba pensando en aquello de lo que hablaba Laura, el
francés y sus amigas ¿Cómo sería todo esto si estuviera
pasando en París? Un café
vidriado repleto de mesas de hierro forjado, azul por todos lados,
muchas morochas con pollera, alguien tocando el acordeón. También sería la
tarde, pero vos, Laura, serías hermosa y me hablarías en un
tremendo francés que me haría erizar la punta
de los dedos.
Pagué
el whisky con monedas y dejé al lado del vaso el blíster de
clonazepam para que el mozo se armara alguna historia en su cabeza y
la comentara con todos sus compañeros de trabajo. En la calle seguí
revisando aquella idea de París, de las tardes paseando por el Sena,
las luces de los faroles por la noche,
París
no me gusta, Laura.
Laura,
tu acento porteño, tus raíces echadas. Tu cotidianeidad y lo que sé
sobre vos. Laura, ¿cómo pude alejarme así de lo mío? Laura como si viajáramos por la vida sueltos como un
barrilete. Laura tan anclada en mí que creces cuando te riego, ay el
placer de cuidar de algo más que de uno mismo. Laura, distante Laura, vos tan redonda.
Ahora,
desde acá, no pienso tanto en Laura. Cada tanto me veo obligado a
escribirle; sólo entonces me quedo atento, abriendo el buzón a
diario, esperando sus novedades, teniendo que hacerme el preocupado
por ella. Cuando llegan sus cartas repito un tonto ritual: me preparo
un café, me encierro en la habitación con las ventanas abiertas,
elijo algún disco donde suene un lindo piano y me siento a leer
sobre la cama. Las letras redondas de Laura, las eles
altas
y las is
con el punto perdido por la hoja. Las letras redondas de Laura, y lo
que dice Laura, y la firma de Laura
No
me gusta París, Laura.
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