7 de abril de 2011

Las uñas

Eran las nueve de la mañana y Rita ya había hecho su cama, se había lavado el pelo y estaba por acabar de darse la segunda mano de pintura roja en las uñas. Yo la observaba desde la puerta de mi habitación; recién me levantaba y frente a mis ojos enlagañados me encontré con aquel cuerpo sentado en el zaguán. La iluminaba una cálida luz naranja que parecía seguirla adonde fuera y el pelo largo y todavía goteando por las puntas caía sobre su espalda. La voz de mi madre me despertó de aquel letargo: ¡Ni se te ocurra! Las chicas de tu edad no usan color rojo. Sentí la necesidad de preguntarle por el negro o el coral, algunos de los colores con los que Rita había pintado las uñas de mis pies en repetidas ocasiones, encerradas en el baño con la ducha caliente abierta para que nadie adivinara el olor a cigarrillo que ella fumaba a escondidas, aprovechando el clima de misterio que el secreto de las uñas generaba en el baño doméstico. Claro que no pregunté nada, por el bien de aquel pacto implícito entre Rita y yo. Sacudí la cabeza queriendo sacudir un poco aquellas ideas y me miré los pies. Sí, el invierno era nuestro cómplice: siempre usando medias, mamá nunca descubriría de qué color llevaba yo aquellas uñas. Las de la mano, por supuesto, iban siempre limpias y mostrando su carne. Sólo me quedaba admirar la belleza del arte que llevaba Rita en las suyas y alimentar aquel sentimiento sutil que apenas comenzaba a parecerse a la envidia. En la casa llegaron a referirse a nosotras como "las niñas". Era emocionante que los demás me identificaran con Rita; "las niñas" eramos básicamente ella y yo. Claro que nosotras teníamos nuestra propia logia, "Las nuñas" -había sido mi ocurrencia el unir aquel asunto de las uñas con nuestra categoría dentro de la casa-, donde yo oficiaba de segundona mientras Rita representaba, ciertamente, la pieza clave del asunto. Yo había aceptado aquel lugar sin peros. No tenía ansias de dominar aquel juego; si alguien me hubiera preguntado en aquel momento qué era lo que me imantaba a ella, hubiera respondido que el amor. Años más tarde, hubiera respondido que el deseo. Rita me sintió venir y sonrió, no para mí, sino para sí. Yo sabía entonces que no tenía efectos sobre ella. Lo sabía como se saben aquellas cosas que nunca podrán demostrarse, pero sobre cuya certeza construimos nuestra más profunda soledad. -¡Rita! ¡Teléfono!, aulló mi madre, rompiendo con violencia aquel delicado plato de porcelana en el que se habían convertido los primeros minutos de esa mañana. Ella, requerida, cruzó volando las puertas de la casa. Era su madre, o alguna amiga la que llamaba por teléfono. Rita era muy solicitada telefónicamente, y aquellas conversaciones contaban con todo el entusiasmo de la niña durante el comienzo, digamos algunos minutos, y con su más inevitable aburrimiento de allí en adelante. Éste era un brillante espejo de cómo se comportaba Rita frente a la vida misma. Era fascinante observarla iniciar espectaculares encuentros con nuevos recorridos día a día sólo para abandonarlos al tiempo con la apática mansedumbre de un animal domado.

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