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12 de diciembre de 2014

Querido

V

Llegué al aeropuerto y olvidé pedir mi número de asiento para el avión. Cuando quise volver a cambiarme del 18A al 1A, se había formado una cola de tres metros de largo desde el mostrador. Las personas se apilaban como monstruos intentando atravesar, todos a la vez, un pequeño agujero en la pared. No hice a tiempo de reclamar, debería correr el riego de viajar en la cola del avión. Atravesé todas las postas de manoseo antiterrorista, muplicadas camino a un país musulmán, para llegar a la puerta de embarque del vuelo. La iluminación gris de los pasillos y el olor a aeropuerto, el movimiento constante de las escaleras, las pantallas, las personas y las maletas, todas en perfecta inercia indetenible, la voz inhumana que se repartía por los parlantes de la enorme habitación, la sensación de no estar en ningún lado, todo me provocó un mareo que me obligó a doblarme de rodillas y vomitar sobre la alfombra incolora que cubría todo el edificio. Cuando terminé me alejé lo más posible, intentando desentenderme: el olor a vómito se esparcía sobre la alfombra como una plaga y llegaba hasta mí donde quiera que intentara escaparme de él. El avión se encontraba retrasado unas cuatro horas. Quise volver algunos pasos atrás:

 -Señorita, no puede cruzar esa línea
 -Es que quiero volver
 -Ya no puede, usted no se encuentra en su país
-¿Y quiere decirme en dónde estoy?
-Usted se encuentra en una especie de limbo.

 Volví a la sala de espera y dediqué un rato a observar la sala. La mayoría de las mujeres llevaban velos que cubrían sus rostros y cuerpos, los hombres eran morenos y bellos, de mirada profunda. Se veían tan diferentes. Me quede con las manos de la mujer sentada a mi lado. Descansaban como dos manchas blancas sobre la túnica de gasa negra que la cubría de pies a cabeza haciéndola parecer un cuervo. Los dedos eran como chorizos y se hacían más finitos hacia las puntas. Sus uñas no eran lisas, parecían hechas de remiendos de paneles de uñas viejas y las llevaba pintadas con un color marrón medio transparente y brilloso a la vez. Sostenía, con todos los dedos de ambas manos, un pasaje para mi mismo viaje. Le había tocado el asiento 3E, maldita mujer.
Volví a mirarla entera y su aspecto de cuervo me dio la sensación de estar dentro del montaje de un cuento, de Poe, quizás, mal dirigido, con las metáforas hechas a lo bruto, enormes. El cuervo negro que llama a la ventana en el medio de la noche. Solté una carcajada. Puedo jurar que la mujer me clavó la mirada a través del tul. No hacía falta que la viera, el cuervo enorme ahora me rondaba, amenazante. Me levanté rápida para ir al servicio a retocarme. Atravesé la puerta con un dibujo de una dama con sombrero e inmediatamente llegó a mí todo: el olor a jazmines de plástico del limpiador de pisos, la casa, mi marido, César. Abandonando ya todo tipo de cuidado, cedí ante la tentación de sentarme sobre el inodoro, con la puerta del baño trabada y reflexionar un poco. Hice pis tranquila, luego apoyé mis codos sobre mis rodillas desnudas, cerré los ojos y me dispuse a pensar.
 El beso de César había sido el beso más lindo que había recibido en mi vida ¿qué estaría haciendo ahora en la guerra?¿cuándo volveríamos a vernos? No dudaba de que pasaríamos el resto de nuestras vidas juntos, quedaban aun tantos besos por darnos.

Subí al avión y caminando por el pasillo hacia el fondo, visualicé mi propia muerte.
Al lado mío se sentaban dos hombres, uno marroquí y el otro catalán; El catalán interrumpió lo que le estaba diciendo al marroquí al verme tan nerviosa.

-Señora, ¿Quiere que llamemos a la azafata?
-      -No, no hace falta, gracias. Mentí.
-      -¿Puedo ofrecerle una pastilla, un sedante?
-      -Claro que sí

Sacó un pastillero del bolsillo de su saco, apartó una pastilla y la depositó con delicadeza sobre la palma de mi mano. Debí tomarla sin agua, mostrando valor.  Apoyé la cabeza sobre el asiento y seguí atendiendo a la conversación de mis compañeros de viaje. El catalán le contaba al marroquí que volvía a Barcelona tras un exilio de siete años, que en el transcurso de aquel mes se definiría el reconocimiento de la personalidad histórica, cultural y lingüística del Pais Vasco, Cataluña y Galicia, y que él viajaba a entrevistarse en persona con uno de los diputados protagonistas del proceso, Miguel Roca, para una revista Neoyorkina.

-¿Usted habla bien el inglés? Preguntó el marroquí.
-Ah, sí, sí.

Luego llegó el turno de hablar del marroquí y el catalán le preguntaba sobre la vida en su país, sobre su familia y, finalmente, sobre su trabajo. Yo iba cayendo en un lento y encantador sopor y el intercambio de voces me hacía de canción de cuna. El marroquí contaba que trabajaba fabricando puertas a mano, luego contó en detalle cómo se tallaba cada arabesco posible sobre la superficie de cada tipo de manera y más tarde ya no sé si le hablaba al catalán sin darse cuenta que aquel se había ido al baño o si me hablaba a mí, sin darse cuenta de que yo estaba allí, en ese avión, en calidad de  bulto. Entre el zumbido de las turbinas del avión, lo escuchaba articular con cuidado los nombres de todas las posibles piezas de una puerta:

-Pestillo, caracol, bibel, tejuelo, bisagra, rodaja, carretilla, pomo, quicio, etcétera.
Y los nombres me mecían con sus confusos sonidos. Dormí durante el resto del viaje y soñé interminablemente con el hombre del sobre y el del chaleco allí parados, en la esquina, fumando y fumando los dos de la misma mano.

28 de abril de 2014

birds of paradise

When the plane started descending, I opened the shutter and looked out for the first time. I expected to see a million yellow street bulbs shining in the night, the surprise of a city being even larger than one could imagine and the red lights of the cars travelling through highways like little fast ants through labyrinths. And then, as we got closer, maybe the layout of the city, the shape of the blocks, which areas were the fanciest, the houses with a backyard and maybe even a pool, and which ones were just landscapes of miserable existence, where people lived together like chicken, waiting to lay eggs, die and be eaten.
I saw none of that as our plane approached Kathmandu. Just darkness. I closed the window; you should never ask too many questions when it was yourself who chose to be put in a ridiculous situation. Floating in the middle of the sky in a tin box, that´s what I mean. There was not much to think about and a lot to accept as it came; reason does not really apply effectively every time.
I had slept during most of the flight. I had had a lot of help from whiskey, pills and three sleepless nights prior to the flight. I was thankful, most of it had occurred without me even noticing. The seat belt sign turned on and a lady´s voice spread through the plane. Had I been a native English speaker, I would have taken the microphone from her hands and delivered the message myself. One´s language can only take so much offence.
Anyway, it was only then that I noticed I had two seat companions. They most certainly weren´t there when I first got on the plane. A woman and a man. Their hair was straight and black as a horse´s. Did they know each other? The loud humming of the plane and the annoying voice from the speakers vanished as I tried hard to figure out my neighbors. Their eyes were facing to the front and every hand I could see was resting on its corresponding knee. There was no sign of physical closeness, yet their hair was so the same, it could all have been twisted into a single braid.
In my stomach I felt how the plane stopped descending and just flew into a void in time, a soft caressing of the clouds. Then it happened: the one on my right bent her head over the other one´s shoulder. The hands on the knees moved rapidly and scrambled into a hand holding frenesí.  They kissed, they were Chinese and married, I saw rings. My eyes were immediately drawn to her feet. They were as big as mine, bigger maybe; she was wearing short white socks with red ribbons in the front. I had recently gone to the doctor for a checkup and in the waiting room I had read an article in a magazine about Chinese women´s feet. Apparently, until a hundred years ago or so, it was almost impossible for Chinese women to find a husband if they had big feet. Small feet were seen as a symbol of beauty and sexual attraction. In order to get them, a young girl´s mother broke all her toes and wrapped them tightly in silk bandages.  They did this every day during all their lives. And when their mothers were dead and the girls became too old to do it themselves, their daughters in law would do it for them, maybe even their sons. When this tradition was banned, families kept doing it in secret and girls would hide their feet from police officers and politicians. I was amazed I could just stare at this woman´s feet with entire freedom, her socks looked really comfortable.
My hand was swollen from the plane. I followed the blue veins that led to my knuckles and my nervous bony fingers. My grandmother had a limited repertoire of stories about each of her grandchildren´s lives. She used to tell me the same one every time she held my hands:
-The day you were born and the nurse handed you to your father, the first thing he did was count all your fingers and toes.
Apparently, only when he saw I had all twenty digits, my father started breathing again. My grandmother found this hilarious for some reason; I always thought about what would have happened to me if I hadn´t been so lucky as to have all my body parts with me. Did this mean I wouldn´t have been as loved? Anyway, who cared about fingers? In my father´s place, I would have wished for better things for my daughter than twenty meaningless sticks poking out of her extremities. I would have wished for beauty, beauty and extreme insensitivity.
Anyway, I knew I was in Kathmandu because of my grandmother and there was extensive work to be done. The plane´s final descent was announced. I squeezed the seat with my hands. My heart was racing.
-When you get nervous, say before an exam, and your heart starts pumping like crazy and your hands sweat and your pulse shakes, this is your body getting ready to fight or run away fast. We live the way we do, yes, but don´t forget we are just animals: we are designed to hunt and look for shelter.


The international airport in Kathmandu was a two story wooden house on the outskirts of the city. It was only when I was waiting in line to go through immigration that I realized how different I was to everyone around me. Women in colorful dresses made of one piece of cloth, long hair tied in the back and dark lines under their eyes were walking around, carrying their babies while men pushed enormous old woolen suitcases, screaming children were running and holding hands and single ladies hid in the corners of the room. Signs all around me read Welcome to Nepal. Some of them were accompanied by curious facts for us visitors.  Did you know? In Kathmandu, horning is almost a language in itself.
The two men behind the counter were wearing long grey dresses. The desk was wooden and full of scars. It was roofed with small pieces of white paper, just like the one I was holding inside my passport. Where are you from, how old, are you a criminal and how many days are you spending in our country? All this information from countless strangers flew around in a hurricane around the top of the desk. I could barely see their eyes among all the little doves that went up and down and to the front and the back. The magnificence of the scene made it almost worth filling out the paperwork; so many facts, so much time and ink and paper invested in this beautiful piece of performing art.  

2 de noviembre de 2013

Ella se ocupa cosiendo


-¡Qué hermosa que es San Francisco! Dice. Llena el silencio de la habitación mientras mira por la ventana, lástima la lluvia.
Lastima la lluvia, me dice justo a mí, que odio a las ciudades por su falta de singularidad y que amo a la lluvia por todo lo contrario. Yo no entiendo cual es la diferencia entre una ciudad y otra y qué es lo que hace a una linda y a otra fea; feas son todas. La ciudad se agota en su propia definición y ahí encontramos, eso seguro, todo lo necesario para sobrevivir. Pero no hablemos de belleza si vamos a hablar de ciudades, hablemos de conveniencia, de comodidad. Reservémonos la belleza para las infinitas estrellas que se ven en el campo, para los árboles que crecen libres de canteros y para la lluvia. ¡Ah! La lluvia, única capaz de imprimirle un carácter a una ciudad cualquiera. En Buenos Aires llueve fuerte y la gente teme al granizo, en Londres llueve siempre y la vida se acompaña del suave susurro de las cosas golpeadas por agua.
Yo había ido a San Francisco a funeral de mi querido amigo Andrés. Habíamos sido amigos desde la infancia y, hace unos días, había recibido un llamado de su hermana avisándome Andrés que había muerto de un ataque al corazón. Siempre había sido más sensible de lo que le convenía. Yo viajé a San Francisco solo.
Frente a mi silencio, ella se ocupa cosiendo. Desde la cama no puedo ver su cara pero sí el recorte de su figura encorvada contra los rayos del sol. Temo que piense que mi silencio es rechazo. No lo es, tan solo me gusta tomarme el tiempo para reconocer la lluvia de una ciudad.
Cuando llegué a San Francisco, busqué un hotel. Subí a un taxi y le pedí que me llevara a uno bueno. Quería poder concentrarme en la despedida de mi amigo. Tenía un bolso con un solo traje para los tres días. Llevaba también un mundo de congoja. No podía dejar de pensar en cuánto menos me importaría esta muerte su no hubiera conocido tan bien a Andrés. Todo el tiempo muere gente, lo importante es quién la quiere.


11 de enero de 2013

Dicho del fruto


Pasaron cinco días desde la última tormenta.
El cielo hablaba con su lengua de colores. El negro era el que más nos había asustado.
Con el tiempo, sin embargo, fuimos acostumbrándonos a la sutil esclavitud en la que nos habíamos sumido distraídamente. Casi como si no hubiera sido nuestra culpa, como si el rumbo inevitable del tiempo nos hubiera estrechado los caminos y enceguecido los ojos.
Lo cierto es que habitábamos una terrible oscuridad que supo acomodársenos por dentro, enraizar y hacerse fuerte.
Existen, para algunos, retornos. Para mí el camino de vuelta era indeseado, la vida era un trabajo demasiado arduo.
Una tarde de aquellos días, mientras él sacudía las alfombras en la habitación, llenando el aire de polvo, yo encontré en la biblioteca una Flora compendiada. Él levantaba la alfombra con un brazo y con el otro le daba fuertes golpes que retumbaban por la casa. Y cuando abrí el libro, otro golpe, como si abrir también surtiera efecto. Pum: las palabras y el polvo marrón. El libro pesado entre mis manos me contaba de la vida de lo verde: Granar, nacer y formarse en árboles y plantas. Y el polvo recorría mis pulmones y los golpes me hacían creer que entonces, por dentro, iba granando una vida verde oscura y lenta, acompasada y radiante de espanto. 

6 de octubre de 2012

lo que estaba pasando

hizo falta que me escondiera detrás de una sonrisa y bien a un costado de lo que estaba por venir. sabía que algo me esperaba en la noche y, si bien apurada e inquieta, me hice presente donde debía. entonces no vi lo que sucedía o las trenzas que se tejían detrás de mis máscaras y todo lo que en esos días me ocupaba. ¿cuántas veces, sino siempre, habrá sido así el lento suceso de las cosas? otros quizás ya lo sabían.
 y yo, vendada y sosteniendo con ambas manos las paredes de los pasillos que transitaba, llevé a cabo con estricta disciplina mis diligencias. rendir los exámenes y pintar la casa. llorar el caos metódicamente, casi de memoria. beber cuando debía y mover las cosas de un lado a otro.
 supe tarde que había un refugio esperando y que hace rato lo alimentaba en silencio ¿tenía direcciones? no, claro. la noche mojada me llevaría sola por las calles de tranquilidad inusitada.
y entonces las trenzas invisibles de aquel tiempo se destejieron sobre una almohada suave y los sueños se llenaron del aroma tranquilizador de un pastizal que aun nadie había pisado. ni volverá a pisar. solo quizás.

18 de julio de 2012

Cesar



Hay algo que me gusta de mirarte y no tocarte. Imagino cómo siente el aire que te rodea, el que pasea entre tus pelos o debajo de tu brazo. El que te entra por la nariz y recorre todos tus órganos, ve cómo son tus pulmones y tu garganta, roza tus dedos constantemente, pasea por lugares adonde mis dedos no llegan.
El aire me tienta con su presencia circundante y llena de preguntas. Para no tocarte pienso que tengo las manos muertas, que son dos pedazos de carne crudos, como dos ratas viejas colgando de mis brazos. Se dedican a roer la madera de los bancos donde me siento y nunca suben la mirada a fijarse qué podré estar necesitando yo; tocarte quizás, pero nunca sucede. El placer de no tocarte y el diálogo con el aire se prolongan y crecen con las horas, no hay razones para detenerme en mi no tocarte.
Y a la vez, si te tocara ¿cómo sería? La consistencia de tu pelo, un nido de aves, la rugosidad de tu piel, el tamaño de tu mano. Todos sería nuevo por una sola vez y luego se repetiría y se haría costumbre. Te besaría todos los días y no podría pensar que se vive sin besarte. Besarte, como hacer las compras, pagar el gas y darse un baño. A veces con más ganas, a veces con menos.
Me gusta, por ahora, no tocarte y mirar, invadir tu espacio con el alcance de mis ojos, observarte el detalle, un lunar en la nariz, una arruga en la camiseta.

15 de junio de 2012


VIII
…era como si vos te encontraras con un gato sin las dos patas delanteras, te cuento, muy impresionante, uno no se imagina que se pueda vivir así ¿Entendés?
Tenía los ojos cerrados y lo iba imaginando para describirlo. Los abrí de un momento a otro, sin reflexionar, llevaba ya largo rato en mi ensañamiento. La mano izquierda me acariciaba el muslo y el gato ya no estaba sobre el sillón. Levanté la vista y lo vi observándome desde el medio del escritorio, apoyando el peso de su cuerpo sobre sus dos patas delanteras, como gozando al gato manco, y tomando aires de esfinge. No me quitaba los ojos de encima. No hay manera de que ese gato haya llegado hasta ahí sin que yo lo notara, estaba cada vez más segura de estar en presencia de un espíritu.
El gato maulló y corrió a los pies del de Marcelo que me observaba, de pie.
-Señora, hay un auto esperándola para llevarla con su marido. 

11 de junio de 2012

who do you love?


¿Quién era la chica que bailaba? No abría los ojos, solo los cerraba con más o menos fuerza. La danza era del cuerpo, sí, los brazos, las piernas, el torso para adelante y para atrás; pero también era del rostro y el pelo, como una mancha de tinta, tomaba distintas formas y recorría caminos al azar. Los hombros marcaban el ritmo de mis latidos: tum turutum tu tu turum, y los brazos eran palomas que la sobrevolaban, que la estaban por llevar a pasear. Los breteles de su remera se deslizaban entre su cuello y el brazo, a veces cayendo por sus hombros, dejándola un poco desnuda. Era el mismísimo vértigo, pensar si ya pararía, si podría seguir, cuál sería, entonces, el nuevo movimiento de esa máquina que no podía parar. Y nunca era otra cosa que la música traducida al cuerpo ¿cómo era tan capaz de hacerse una? Cada movimiento parecía peligrosamente libre y a la vez exacto, afilado, calculado. Si me hubiese tapado los oídos, aún hubiese escuchado a la música solo por verla a ella bailar. Doblaba la espalda hacia atrás, acercando su cabeza al suelo, mirando a los otros bailarines al revés, sacudiendo la mancha de tinta como una escoba negra y brillante y hasta su boca sonreía. La piel lisa y pálida pintaba el suelo negro con sus movimientos de ritual, de diosa del ritmo de algún más allá. 

29 de mayo de 2012

alguien está custodiando algo

-señor, por favor aléjese

No me dirigió la mirada. Se mantuvo un segundo en el lugar y luego continuó su ruta, tranquilo.
Giré lento sobre mi eje, observando el panorama.
Tres chicas con auriculares pasaron por mi izquierda. Eran zombies, ví la sangre asomárseles  por las comisuras. Ahí cayó una gota sobre el marmol blanco del suelo. Quise alcanzarlas, quitarles los auriculares, llegó a mi el olor a humo de tabaco.
-Señor, se encuentra prohibido fumar aquí

Nuevamente evitó que sus ojos me encontraran. El cigarrillo aplastado contra el marmol blanco simulaba la escena de un crimen. Encendieron la música y el sol se estableció en el punto más alto del cielo.
Iba a ser un dia largo.

-Disculpe, ¿por dónde accedo al ala oeste?

Marcó el fin de mi ensueño. Para cuando terminé de indicar ya no quedaban rastros de aquel humo, aún faltaban horas para que pudiera salir a fumar.
Las tres zombies volvian a escena caminando directamente hacia mi, sus miradas extrañadas ¿Podían verme? Parecían atravesarme. A mi lado, en un estante, una gran cantidad de auriculares. Pensé en calzarme un par y unirme a ellas en su desentendido vaivén.

-Señoritas, detrás de la línea, por favor

No me oyeron, no se si me vieron.
Dí media vuelta para quedar de frente a otra cosa; el hombre, nervioso, se revisaba los bolsillos.

-¿Ha visto mis anteojos?, me dijo.

Tenía el atado de cigarrillos en la mano. Sin decir una palabra, estiré mis largos dedos y quité del paquete uno que se asomaba.

-Quédese aquí, le ordené, voy a consultar en objetos perdidos

Me puse el cigarrillo en la boca. Desde afuera veía al hombre parado del lado incorrecto de la línea, acompañando la danza de las zombies que dibujaban sus figuras sobre el marmol.

15 de mayo de 2012

creí haber pisado al gato

"por suerte el viaje era largo" susurró y cerró los ojos. La habitación estaba ahora en silencio. Clara lo observaba aún en la oscuridad: alguna luz entraba por entre las rendijas de las persiana, iluminando apenas su perfil. El otro costado de su rostro se hundía en la almohada, deformándose la boca y la nariz. Cuando no podían vérsele los ojos era casi irreconocible, sus facciones se volvían más duras, sobre todo su frente que parecía crecer y crecer hacia atrás, hasta que aparecían tres finos y tristes pelos aislados que anticipaban una modesta cabellera. Sospechando que ya dormía, Clara se levantó de la cama y caminó rápido hasta la puerta sintiendo miedo a la oscuridad. Antes de tocar el picaporte, pisó al gato. Dio un salto atrás lleno de remordimiento, intentando no hacer ruido y esperando el lamento del animal. Se agachó y encontró un pantalón de hombre entre sus pies. Lo soltó sobre el sillón y abrió la puerta. En el baño descubrió que se habían quedado sin dentífrico. Tampoco encontró su cepillo de dientes. Sospechó que él se lo había llevado al viaje confundiendoselo con el propio. Sobre el respaldo de la silla encontró la remera que le había regalado la última navidad, con los colores de su equipo de futbol. A él le había encantado y, feliz, le había dicho: "es el mejor regalo que me hicieron". Con su memoria defectuosa, se le hacía imposible recordar que ante cada regalo decía lo mismo: "siempre soñé con tener una máquina de escribir" o "sacar fotos con esta cámara es mi nueva pasión". No mentía. La tele estaba de baja: ella hostigaba a la pantalla con el control remoto y esta sólo le devolvía una imagen en escala de grises y un zumbido enloquecedor. Seguía: chc chc chc. Volvió al baño y mientras hacía pis notó que algo había sucedido en el bidet. Restos de espuma de afeitar, perfume y crema era lo que intuía estar viendo. Pensó en despertiralo pero pronto se distrajo con la falta de papel higiénico. Le enojaba no tener con qué limpiarse. No quedaba más que salir.

8 de mayo de 2012

santa tristecita


-¡NO, POR AHÍ NO!
Carlos frenó a Bobi justo a tiempo. Bobi quedó seco, embalsamado, en medio de la selva amazónica, con los brazos a media asta, los codos flexionados y las manos extendidas como estrellas de mar.
Sin separar los dientes, masculló: ¿Qué pasa?
Pasaba que delante de Bobi, a pocos metros de él, echaba raíces el árbol donde bien se sabía, habitaba la santa tristecita.

25 de abril de 2012

alegría del hogar




El agua en la olla negra comenzaba a burbujear. Adentro, los fideos dibujaban misteriosos laberintos de pasta y sal. Sobre la mesada de inmaculado mármol blanco parecían dormir la siesta: tres morrones rojos una cabeza de ajo a la que le faltaban dos dientes y tres frasquitos de especias. Romero, enebro y azafrán. Un montoncito de sal se apilaba a un costado, rodeado de más sal, libre y desparramada. En el medio, la marca de un dedo como la punta de un volcán; ella se lo había llevado a la boca.
Un vapor claro sobrevolaba las hornallas y terminaba por cubrir las ventanas de la cocina, convirtiéndolas en pizarras improvisadas. Se veían ahora, como mensajes ocultos del pasado, huellas digitales, manchones y ralladuras.
Levantó el brazo y con el dedo salado marco la ventana: abu. Alrededor dibujó un corazón.
A través de los vidrios empañados asomaban los verdes de las plantas de lavadero; erguidas como mástiles, parecían vigilar los movimientos de la casa. La afelandra era la reina, la que casi tocaba el techo; por debajo, la ayudaban la begonia y la alocacia. El lazo de amor desplegaba sus brillos a un costado, demasiado alegre como para andar de guardia.
El ritmo de la casa lo marcaban: el sonido a caricia de las hojas movidas por el viento, la respiración fuerte de una mujer en la habitación y el segundero de un reloj de cocina destinado a sonar diez minutos más tarde, cuando la tarta del horno estuviera lista.

14 de abril de 2012

ahí fue

Esa tarde habíamos visto cinco veces seguidas la misma película. Es que en distintas partes nos íbamos quedando dormidos y volvíamos a pasar toda la cinta para ahora dormir en las partes que sí habíamos visto y prestar atención a las demás. Tardamos un largo rato en salir del letargo en el que nos dejaba todo aquello; después de unas horas en la cama, decidimos salir a comprar naranjas y pasar el resto de la tarde tomando jugo en el patio, yo con las piernas estiradas y los pies apoyados sobre las rodillas de él.
Si tuviera que contarte el comienzo de todo, diría que era un mes frío pero no tanto. Uno de aquellos que son como octubre o mayo. Fue de noche. Yo aquella tarde había tenido que pedir disculpas más de una vez por cosas que había hecho sin querer: no quise entrometerme en tu vida, dije.
No, me interesa lo que pensás.
Así y todo, después de trece años y a raíz de esa conversación, nunca más volvimos a hablar.
Es noche ya estaba cansada de escuchar y de ver cosas y quería apagarme por un buen rato. Pero fui,  porque sí, porque debía.
Si te tuviera que contar qué pasó sería: llegué, me quise ir. Nos encontramos, charlamos, nos reímos. Pasó en algún momento: miré para acá, miré para allá, y como si se pudiera señalar con el dedo: ahí, en ese segundo.
Ahí. 

25 de marzo de 2012

-vamos
-¿adónde, abuela?
-a donde podamos

18 de febrero de 2012

a mí

-Marcos, despertate y escuchame una cosa. Marcos. Marcos. Eu ¿estás despierto? Eu, Marcos.
- No vengas más a dormir a casa en pedo, boludo.
- Soy mujer ¿podés dejar de decirme boludo?
-Marcos ¡Marcos! Levantate, me embolo ¿para qué me hiciste venir?

Marcos cerró los ojos y no contestó más. Empezó a respirar hondo, pesado; intentaba pensar en algo, cualquier otra cosa: las notas de una canción, los platos sucios, cuándo había sido la última vez que había tomado mojito. Yo agarré mis cosas y me fui.  Estaba rota las pelotas de Marcos pero a la vez aún lo quería con locura.
Salí a la calle. Era inesperadamente temprano, la luz todavia alumbraba con pinceladas de azul. Siempre temí a esta hora grisácea y siniestra, temor que se manifiesta bajo la forma de un dolor de panza y un cierto mareo y molestia justo detrás de la campanilla, como vómito emocional.
Caminé, de todas maneras, bajo esta luz a paso rápido y sin tomarme la molestia de mirarme en los vidrios de los negocios. Ya sabía que nada bueno me esperaba.

Fui a casa y me bañé. Intenté no pensar más en el asunto: comí unas tostadas con queso y me metí en la cama. Antes encendí la radio: desde que había empezado a terminar la historia con Marcos, no podía dormir sin que algún sonido llenara la habitación simulando compañía.

Me recordaba a la niñez y aquellos fines de semana de visitas. Siempre me quedaba dormida en algún sillón, cerca de mis padres y mis tíos que charlaban cosas de grandes,  tomaban mates y fumaban cigarrillos. Recuerdo el olor y la tranquilidad de quedarme dormida rodeada, sabiendo que mi padre luego mi llevaría en brazos hasta el auto y, más tarde, hasta mi cama, donde encontraría el sueño más profundo.

5 de febrero de 2012

Cecilia Gitelman por Dani Trabuchi



En esta ocasión, Editorial Flora y Fauno presenta los “Cuadernos de Gitelman”, basados en los recuerdos plasmados por la argentina Cecilia Gitelman en un cuaderno regalado por su abuelo en su cumpleaños número 9. El cuaderno fue recientemente descubierto por su hijo, el diputado porteño Jerónimo Buarque de Holanda, en el altillo de su casa y consta de pequeñas entradas reflexivas de la autora desde sus 9 años hasta sus 35.
Se cree que Cecilia Gitelman nació en el barrio de Flores de la Plataforma 5, antes conocida como Ciudad de Buenos Aires. Hija de un matrimonio de musulmanes ortodoxos dedicados a la música religiosa, Cecilia aprendió a tocar de manera magistral la pandereta y la flauta traversa clásica.
Terminados sus estudios de Bachillerato ingresó en la Universidad de Buenos Aires, donde se dedicó durante 26 años a estudiar Filosofía y Letras. Allí se inició en la selecta secta de intelectuales activos conocida como “Charles Bardié”. Sus nuevos compañeros incentivaron su creatividad y la incitaron al trabajo; fue allí donde se enamoró por primera vez, generando como consecuencia la famosa formulación gitelmaniana del “crear a partir del desgarro”, según la cual el autor debe escribir siempre desde el límite de todos los sentidos y de la paciencia. Cuentan apócrifas anécdotas que la joven Cecilia escribía sólo cuando le rompían el corazón. Durante estos años, conocidos como su “Epoca Bardié”, compartió alojamiento con la reconocida tenista Daniela Trabuchi, cinco veces campeona del Mundial de Tenis. Su casa, conocida entre los sectarios como “Cariberá”, fue un antro de encuentro de escritores fracasados, viajeros alcohólicos y jóvenes enviciados.
Su figura se dio a conocer cuando abandonó la Plataforma 5 y se reinstaló en Brasil para acompañar a su marido el flamante ministro de cultura brasileña, Chico Buarque de Holanda, durante su gestión. Fue entonces que el olor salado del mar, los miles de marrones de la arena y los bichitos ocultos en el agua, el sonido impredecible del portugués y la deliciosa Skoll helada despertaron la sensibilidad extrema de Cecilia. Durante su “Epoca Carioca”, compuso los libros de poesía: “Los descalzos” (2025), “Lúcifer, ese gato de mierda” (2027) y “Oda a la birra” (2028), que la hizo merecedora del Premio Nobel de la literatura ese mismo año. También compuso sambas, cuentos y tangos que desgraciadamente desaparecieron con el gran incendio de 2040.
Durante una entrevista realizada en de año 2050, meses antes de su muerte, Gitelman confirmó que había sufrido toda la vida de una destructiva adicción al alcohol y que aún entonces atendía a las reuniones de aa. “Me da risa la gente que se cree que la tiene atada. Lo único que tenemos atado es la muerte” fueron sus últimas palabras públicas.
Murió un Sábado, que era su día preferido.
Barcelona, 2073

31 de enero de 2012

el pez

Había empezado el juego porque había encontrado un parecido muy grande entre Patricia y una actriz de la tele. Entonces empezaron a buscar parecidos por todos lados, a comprar revistas de chimentos y desempolvar viejos álbumes de fotos para comparar fisonomías, colores de pelo, tipos de mandíbulas.
No encontraron muchos parecidos: dos o tres más o menos acertados y el resto fue en picada, las similitudes cada vez más remotas y subjetivas.
Se había establecido de alguna manera que todo el tiempo debía estarse jugando a algo, lo que fuera. Los juegos nacían, uno detrás de otro, se desarrollaban hasta su punto de máxima tensión y luego morían, dando lugar a una nueva idea, que, casi siempre, surgía como una ola, consecuencia de la anterior.
Fue justo después del juego de las similitudes con los famosos que nació el de la similitud con bichos y animales. La evolución del juego proponía más variedad de comparantes y, por ende, más posibilidades de parecido. Encontraron un elefante, un mosquito, una libélula, un pelícano y, lamentablemente, un pez.
Joaquín era el pez, fijate vos ¡qué mala suerte!
Esa semana yo me la había pasado teniendo sueños sobre asesinatos: siempre era yo la asesina. La culpa me hacía dormir mal. Una de las últimas noches antes del drama del pez, soñé con un avión, otro país y un hombre muerto en mis manos. No recuerdo el cuento, pero siento la culpa crepitando bajo mi piel. 

Y así empieza todo, uno comienza a destejer con fineza todo lo tejido, la estrecha fibra de lazos y entrelazos.

Dije: destejer con fineza, como si se tratara de finos hilos de oro;
de descubrirlos, milímetro a milímetro.
Yo no dormía y el pobre Joaquín era, de repente, el pez.

El día que descubrieron el parecido de Joaquín era el día número cinco de juego. Ya estaba por terminar, agotándose, cuando una mañana de inspiración y de grandes hallazgos le dio un último empujón, llevando al juego un poco más lejos de los que habíamos esperado. Aquella mañana descubrieron la cara de pez de Joaquín.

Por la noche fuimos a una fiesta:
-No es de buen gusto ponerle a los hijos de uno segundo nombre, la voz de la anfitriona que dirigía la conversación hace más de cuarenta minutos se desvanecía en mi cerebro, convirtiéndose en un hipnotizante que me trasladaba directamente a la imagen de una pecera, sucia, con tres peces nadando dentro, de un lado a otro. 

22 de diciembre de 2011

la vida misma

I
antonio, lo que sucede es que por la noche, antes de dormir, repaso uno a uno los eventos del día: siempre se me aparecen redondos, finalizados y a la vez tan vacíos, no existe la conformidad. mañana haré las cosas mejor, pienso, mucho mejor. y luego el sueño, que tiene esa magia curadora y la mañana y todo de nuevo. antonio, no podré seguir así durante mucho tiempo: ¿quién nos obliga? no puedo evitar pensar que el amor a la vida es algo que nos han impuesto, ¿debería darme vergüenza decir que desprecio mi existencia? pues no, antonio, hay algo que ya no puedo callar y debo decir.

II
marcela soltó la lapicera y se llevó el dedo índice a la boca. con los dientes aplastó el pequeño callo que comenzaba a crecerle. masticó su propio dedo por un rato, distraída en mirar lo que sucedía por fuera de la ventana de la cocina, entregándose por completo a la historia de otro.

III
parado en la vereda de la casa de marcela estaba josé, fumando un pucho y esperando que su perro quique terminara de orinar el tronco de un árbol.

IV
josé volvió a fumar aquel día. había dejado el día anterior. solía tomar decisiones contundentes: ¿quién podía pedirle al josé de hoy que respetara las decisiones del josé de ayer? no podía considerarse esclavo de si mismo, claro que no, aquello sería la muerte. sus allegados le presentaban quejas a diario; josé terminó por decidir que más valía ser uno mismo que estar rodeado de gente disconforme y que al fin y al cabo no se perdería de nada porque la vida se vive de a uno. contaba con la certeza de que siempre podría cambiar de opinión y decidir que valdría la pena intentar ser más constante. 

20 de diciembre de 2011


te creíste que había muerto, sí. pero no. creíste que habías logrado transformarme, desfigurarme, disfrazarme de otra cosa; quitarme como a una mancha en el lavarropas, quemarme en un tacho con kerosene. creíste, ¡ai! nunca hubo verbo más ingenuo, que la oscuridad podría ceder a la luz; y me pregunto con qué turbaste tu vista como para que se te escapara: la sombra crece sobre todo, es el mantel sobre la mesa y vive cuando todo duerme y menos se puede vigilar. arma la sombra su negra lista de deberes y personas y me alimenta con constancia para hacerme fuerte como un árbol de raíz profunda, para que los tontos piensen con la débil luz amarilla que me han vencido, sólo para darme el placer de saber que los volveré a encontrar en la negra noche y aún más grande seré por inesperado. mejor aun: como hoy, me apareceré en el medio del día, con mis pies silenciosos, a romper con la falsa calma. creceré como un charco de agua debajo de la tormenta: grande más grande, hasta que no se pueda cruzar al otro lado. observaremos el reflejo de tu rostro sobre el líquido cristal y no será un rostro feliz; entenderás que he vuelto, que vivo por dentro y que hay naves que no encienden y cosas de las que no se puede escapar.