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30 de mayo de 2015

las amigas

-Te vas a ahogar en la pileta y nadie te va a escuchar. No te rías, cambiame esa cara, ¿no
sabes lo horrible que es morirse ahogado?
Ella tampoco lo sabía, nunca se había muerto ahogada, pero Francisca ya la había cansado. Griselda tomaba el té con sus amigas en el jardín de su casa. Estaba encargada del cuidado de su hermana menor mientras los padres paseaban de vacaciones por las sierras cordobesas. Las chicas y sus cosas se distribuían en tres sillas blancas de almohadones floreados y una mesa redonda. El jardinero había cortado el pasto el día anterior. Cerca de ellas, pero no tanto como para oír su conversación, el hermano mayor sentado sobre el piso rasgaba su guitarra y tarareaba una canción que estaba inventando. Cada tanto levantaba la mirada a ver si alguna de las chicas le prestaba atención. Qué le importaban a él esas pendejas.
Francisca se movía sigilosa por el jardín. Griselda la había mandado primero a hacer los deberes y más tarde a abrir las ventanas del living para ventilar. Francisca no entendía o no quería entender que tenía que hacerse humo y dejarla a Griselda sola con sus amigas.

Cuando no quedaba qué hacer, le dijo:
-Averiguame de qué marca son todos los televisores de adentro
Eran Samsung, Francisca ya lo sabía, como sabía todos los secretos de la casa. No le importó, hizo el papel de la tonta y entró por la cocina, arrastrando los pies. Pensaba que a las amigas de Griselda le causaría gracia, que así les demostraba que ni le importaba lo que dijera su hermana, ella no se iba a ofender. Caminó hasta el televisor esquivando la mesa ratona. Después pasó al living y se fue hasta la tele frente a los sillones y después a las habitaciones y etcétera.
Mientras tanto las chicas, libradas de la molesta presencia, reanudaron su conversación. Victoria intentaba contar cómo había perdido su virginidad con Nacho.
-Chicas, bueno, lo hice
Hubo un silencio inicial, ninguna quería hacerla sentir importante, a todas les molestaba que Victoria fuera siempre la primera en hacer las cosas. La ignoraraban por celos, miedo, o quizás ambos. Finalmente, Griselda habló:
-¿Te dolió?
Natalia se pintaba las uñas de los pies de rojo; en vez de conversar, usaba sus labios para soplar y soplar. Últimamente había estado intentando que la llamaran Popi. Popi era apodo de linda. Quería intervenir en el relato de Victoria pero no encontraba el momento o la palabra justa. Siempre, antes de que saliera su voz, la detenía el miedo feroz de ponerse en el centro de la atención, arriesgándose a que todos reconocieran su estrictamente oculta precocidad sexual. Seguía soplándose los dedos.
Griselda se concentraba en su vaso: adentro tenía cubitos de hielo y jugo de manzana. Lo hacía girar como un tomador de whisky y fantaseaba con ser un gran señor de traje. Nunca escuchaba las historias de sus amigas de la escuela. Le parecían tontas pero se juntaba con ellas porque también eran lindas y no la envidiaban. En su casa la madre les había enseñado que la envidia era la cosa más asquerosa que podía existir, teniendo en cuenta que existen el excremento, las cucarachas y los domingos. La envidia era peor que todo. Griselda se amoldaba muy bien al grupo de las chicas porque tenía una imaginación enorme y le gustaba actuar cualquier cosa, no le era difícil simular interés.
Y Victoria seguía con su historia. No le importaba saber que las otras la ignoraban, lo que quería era decirlo. La iban a tener que escuchar. Ella tenía siete hermanos y estaba acostumbrada a pelear por su lugar.
Las uñas del pie izquierdo de Natalia ya estaban listas, doble capa de esmalte más rojo que la sangre. Se acomodó y puso sobre la silla el pie derecho, para empezar pintando por el dedo chiquito. Aprovechaba para hacerlo en lo de Griselda porque su mamá no la dejaba en su casa. Se iba a tener que sacar la pintura antes del paseo del próximo fin de semana. Por supuesto que de esto las demás no sabían nada.
Griselda meneaba el vaso vacío ya, masticaba en la boca los últimos pedacitos de hielo. Se encogió de hombros, sintiendo el frío que le bajaba por la nuca. Se sacudió. Tenía el pelo mojado con agua de la pileta y una bikini empapada abajo de una remera hasta las rodillas. Extendía las piernas sobre una silla estirando el cuerpo. Tiró la cabeza para atrás, una nube negra se asomaba a lo lejos.
-Y entonces ya era demasiado tarde para decirle que no, y tampoco quería, me sacó el corpiño, estuvo como cinco horas
Natalia se incomodó tanto que se puso de pie. Las otras dos la miraron sorprendidas. Dijo que iba al baño, se calzó las sandalias que había dejado sobre el pasto y esquivó las sillas del camino. Solo le quedaba pasar frente al hermano mayor, si miraba hacia abajo, como concentrada en otra cosa, el momento sería rápido, casi imperceptible. Se dio cuenta a mitad de camino que estaba exagerando, caminando como un jorobado, la cara casi entre sus manos. Era un monstruo. Tomás se levantó, apoyó la guitarra contra la medianera y se metió, también, para adentro de la casa. Coincidieron en la ventana, él la dejó pasar.
Popi fue rápido para el baño chiquito de la cocina y cerró la puerta corrediza. Adentro se miró la cara, se lavó las manos, se volvió a mirar la cara. Salió del baño y vio a Tomás de espaldas. El la escuchó y, ensayado, se dio vuelta.
-¿Querés?, dijo cortando el aire, sosteniendo adentro el humo del porro que le ofrecía. Ella lo agarró entre sus dedos y fumó. Una, dos, tres veces. Empezó a toser. Se lo devolvió con una mano y con la otra se tapó la boca. La tos no aliviaba aunque Popi la intentara calmar carraspeando, la garganta irritada le devolvía espasmos y pronto perdió control sobre su propio cuerpo. Cuando se le pasó un poco, sonrió con cara de loca hasta que por entre los dientes le volvió a salir la tos. Tomás largó una carcajada sin gracia. Ella, que temía que a la tos la siguiera el vómito o el llanto, se volvió a encerrar en el baño. El hermano mayor que fumaba y también tosía; Popi miró por la cerradura y lo vio largando humo por la nariz y la boca.
Cuando volvió a la mesa, el relato de Victoria ya había terminado. Ahora Griselda peleaba con Francisca que había aparecido de nuevo. Quería ir a lo de una amiga a jugar y Griselda se negaba a llevarla. Le daba miedo andar por la calle a esa hora. Miedo a las luces fuertes y las sombras y al viento débil que agita las últimas ramas de los arboles, a todo ese escenario siniestro y silencioso. Sus amigas querrían irse a sus casas y ella tendría que volver sola. Resentía el momento de las reuniones cuando algo hacía tambalear todo, incomodando a los invitados y recordándoles que había un mundo afuera, que ya era hora de volver a casa. Estaba pasando y era culpa de Francisca. Esperó el anuncio de retirada de alguna de sus amigas pero no llegó; frente a este abuso a su hospitalidad, sintió un leve deseo de que se fueran.
Francisca finalmente se levantó y caminó hacia el fondo del jardín. Frenó un momento, se quitó el pelo del hombro. Natalia jugaba con los esmaltes sobre la mesa, hacía chocar los vidrios, cada tanto se limaba un poco las uñas. Griselda maldecía a su hermana con palabras que la hacían parecer más grande y cansada de lo que era. Francisca fastidiaba el ambiente y violaba constantemente el pacto bajo el cual sólo podía estar ahí si guardaba silencio y aceptaba hacer de ayudanta de las chicas.
Victoria agarró la tijerita de uñas, dobló la rodilla y subió el pie al asiento. Con suma concentración empezó a cortarse los pelos que le crecían en la pantorrilla. Griselda despotricaba mientras se servía más jugo de manzana. Luego, un minuto de silencio.
-Tengo frío, ¿Vamos a depilarnos?
Escondida entre los matorrales, ofendida, Francisca vio cómo las chicas se levantaron de la mesa dejando el jardín vacío, el mantel bailando con el viento, sostenido solo por el peso de los esmaltes de colores y el vaso de whisky.
Las amigas entraron a la habitación de la mamá de Griselda y cerraron con llave. Griselda abrió el placar de madera marrón y sacó un horno naranja con un hueco lleno de cera verde y maciza. La enchufaron debajo de la mesita de luz y se sentaron a cada lado de la cama a esperar que calentara. A medida que la cera se derretía, motas de pelos cortos emergían hasta la superficie y quedaban ahí, flotando.
-Qué asco, está sucia, dijo Victoria.
-No, se usa muchas veces la cera, nena, hasta que haya más pelos que partes verdes
-Yo así no la uso ni loca
Por haber sido la que se quejaba, Victoria fue elegida para ir a la cocina a buscar el colador. Mientras revisaba los cajones, espió de reojo a Tomás en el sillón del living. Tenía el cuerpo como arrojado sin vida, la tele estaba prendida y la miraba hipnotizado, con la boca abierta. Victoria encontró el colador en el cuarto cajón y volvió a la habitación de los padres.
-Cerrá con llave, le ordenó Griselda.
-Hay un olor horrible
-¡Cerrá!
En el baño, Popi sostenía la olla y volcaba la cera a través del colador que sostenía Victoria. Antes de que todo el líquido hubiera pasado, el calor de la olla empezó a quemar, despidiendo un humo de olor fuerte. Popi soltó las manijas de golpe, la olla pegó una vuelta en el aire. Por un segundo, la masa verde y blanda quedó suspendida en la altura, tomando distintas formas y largando humo. La masa aterrizó sobre el mármol del baño y sobre las manos y las piernas de las chicas que ahora saltaban gritando y ardiendo con furia.
-¡Pelotudas! ¡Pelotudas!, gritaba Griselda, única sobreviviente intacta al accidente. Agarró el lápiz con el que se mezclaba y empezó a recuperar cera del mármol; se untó los bigotes y los muslos, quemándose la piel.

Tomás dormía tapado con una frazada en el sillón. Una nube tóxica sobrevolaba el baño, la cera seguía quemando y despidiendo sus humos. Griselda se depilaba los bigotes y Popi levantaba los brazos mientras Victoria le untaba las axilas con el lápiz. Las tres se habían acostumbrado al sopor que les producía el encierro.
El viento que entraba por la ventana abierta hacía bailar las cortinas de la cocina. Afuera los esmaltes se habían caído de la mesa y el vaso estaba roto. El mantel aterrizó sobre un arbusto del jardín. Escondida detrás, Francisca esperaba la tormenta. Hacía rato que no escuchaba a su hermana y sus amigas. Se sacó la remera por sobre los hombros y se desabrochó los pantalones. Con el cuerpo desnudo se acercó al vértice de la pileta. Esperaba atenta a que alguien la detuviera: nadie. Griselda, Popi y Victoria yacían inconscientes y untadas con cera sobre el piso del baño. El hermano mayor descansaba en el living bajo su frazada. Francisca los llamó a todos desde el borde de la pileta.
-Chicos, ¿me meto en la pileta? Euu, ¡me meto en la pileta!
Y con el pie izquierdo bajó el primer escalón. Sopló un viento furioso y el mantel levantó vuelo, levitaba sobre la pileta. Francisca dio un paso más, hundiendo toda su pantorrilla en el agua.
-Me meto, ¡eh!

Así, bajó uno y otro escalón. Reinaba el silencio en la tarde, cuando el agua le llegó hasta la cintura, tuvo un escalofrío y empezaron a caer las gotas sobre la superficie de la pileta.

21 de abril de 2015

lucifer


Yo siempre supe de la importancia secreta de ciertas cosas, nació primero en mí como una intuición, pero con el tiempo me di cuenta de que poseía un don.
Cuando lograba salir de casa, cuando cada pequeño antojo de mamá había sido satisfecho, en esos momentos, la vida se me aparecía como un milagro. Claro que nunca le decía a mi madre que salía de paseo. Ella lo sabía, de todas maneras. Era un pacto implícito en el que ambas preferíamos –por vagancia o por celos- dejarlo dicho entre líneas. Voy a la lavandería y luego a comprar harina al almacén decía yo, o voy a llevar estos zapatos a lustrar y luego paso por la iglesia a saludar a Juanita. Juanita era una amiga que yo había inventado para contarle historias a mamá sobre los chismes del barrio; todo siempre venía de Juanita, que porque era monja se enteraba de los pecados de todos y como era joven aun sentía la cosquillita del chisme. Bueno, no tardes decía ella, a las siete empieza la novela y necesito que me ubiques la antena.
Yo salía entonces con el corazón lleno de triunfo y caminando a paso veloz para pasar el menor tiempo posible en el camino al parque y el mayor tiempo posible en el parque.
Una vez ahí, me sentaba en el banco de siempre a respirar el aroma frío y cristalino de aquel aire de invierno, a escuchar con atención las conversaciones de la gente que pasaba por delante del banco, o de la que se detenía cerca o de la que se sentaba lejos pero hablaba fuerte. Las veces que no llegaba a escuchar, inventaba diálogos posibles. Quizás diálogos entre mamá y yo o entre yo y algún chico. Con el tiempo entendí que había algo más importante que el oído para comprender una conversación ajena y fue entonces que me di cuenta: la clave estaba en observar los ojos de los que hablan. La mirada tiene una importancia secreta que nadie quiere terminar de comprender. 
Y entonces en esos días que eran como milagros, yo me sentaba en aquel banco a observar las miradas de las personas que charlaban, cómo ponían los ojos al decir las cosas y al escucharlas. Me sentaba a ver aquella danza secreta entre las miradas de un hombre y una mujer que repentinamente miraba a un niño en los brazos de una mujer que lo miraba de cerca, mientras el niño intentaba seguir, fascinado, con sus ojos el caer de las hojas rojas, amarillas y naranjas que volaban, columpiándose lentamente, desde lo alto de un viejo árbol.
Es curioso que entonces pensara en mamá.
Recordaba, por lo general, escenas de la infancia. Me viene a la memoria el día en que hacía un frío especial, un frío que había confinado a todos dentro de sus casas y me había dejado a mí visitando el parque sola, como en una escenografía; aquel día me había sentado a pensar sobre las cosas que uno cree, en las verdades que edifican nuestras vidas. Pensé que la diferencia entre la niñez y la adultez es la diferencia entre edificar nuestras vidas a partir de lo que nos dicen que tenemos que creer o a partir de aquello que creemos que creemos libremente. Todo esto venia a cuento de aquella mentira de la infancia que había llegado preñada de consecuencias. Un mediodía, durante un almuerzo familiar de tíos y primos, mi hermano preguntó qué era un gaucho. Estaba en tercer grado y en su escuela comenzaban a enseñarle el nacimiento de la patria argentina. Fue entonces cuando mi padre mencionó al valiente gaucho Martín Fierro y nos contó acerca de un famoso libro que había escrito sobre él nuestro abuelo con un nombre falso. Nos explicaron que lo del nombre falso era en realidad un seudónimo y que muchos artistas –como mi abuelo- los usaban por miedo a volverse famosos y no poder escapar a la gente. Mi hermano y yo decidimos inventar nuestros propios seudónimos: yo sería Ana Toscani y él Luciano el Tercero. Ahora, echada luz sobre aquella mentira, resentía la crueldad de mis padres.
Entrar a la adultez consistió, para nosotros, en un duro proceso de demolición de aquellas verdades impuestas. Nunca había caído un meteorito en el jardín de nuestra casa y el vagabundo que paseaba por el barrio mascullando groserías no era el viejo de la bolsa. Lo más difícil fue tener que comprender que para llegar a Mar de Ajo desde la capital de Buenos Aires no hace falta tomar un barco. Cuando yo tenía seis años, nos llevaron de vacaciones a Punta del Este. Como yo me encontraba becada en la escuela privada, era importante que nadie supiera que mi familia podía acceder a vacaciones tan caras, entonces decidieron hacernos creer que nos encontrábamos en Mar de Ajo, en la costa argentina, y no en Uruguay. Aun al día de hoy no comprendo cómo fue que nunca recordaron aclarar esta buscada confusión, ahorrándome la terrible humillación de que fui víctima al entrar en la escuela secundaria y confundir los mares, los ríos y las ciudades.
Pero, como todo, la etapa de la escuela secundaria habría de pasar sin pena ni gloria. Claro que, también como todo, había dejado sus marcas en mí; aquel ambiente hostil terminó de dar forma a mi afán de pasar desapercibida. Si me había hecho algún amigo o intentado compartir alguna inquietud o interés con algún profesor, fue a los comienzos, cuando aún conservaba algo de aquella intención de aplacar mi solitaria naturaleza. Se multiplicaron los años y el malestar, el desacomodamiento; finalmente la vida, como un artista, había dado perfecta forma a mi desaliento social. A los quince años hice mi último intento por entablar una amistad, luego desistí.
La entrada a la adultez tuvo la facilidad del abandono; sin expectativas, me sumí en un mundo regido y habitado solamente por mí y por aquellos a los que mi vida se encontraba inevitablemente ligada: mis padres y mi abuela paterna. El resto de mi familia estaba muerta, con lo que éramos ya tenía suficiente.
Para ser justa, debo decir que mi abuela valía por tres familiares: un enfermo terminal, un desequilibrado mental y un niño caprichoso. Con los años corrió sus límites hasta que fue imposible adivinar hasta donde llegaría. Vivía en una casa detrás de la nuestra, sobre el mismo terreno; todo había pertenecido a su familia durante años. Mis abuelos habían vivido una juventud acomodada: ahí recibían a las visitas más ilustres con las cuales conectaban gracias al puesto de alto rango en la policía federal que ocupaba entonces mi abuelo. Cuando mis padres se casaron, mi abuelo ya estaba enfermo, entonces decidieron prestarles la casa grande y mudarse ellos a la casa del fondo bajo la condición de que mis padres –y los hijos que tuvieran- se encargaran del cuidado de los entonces no tan ancianos. Siempre supuse que mis padres aceptaron aquel trato con la esperanza de tener muchos hijos a quienes relegar aquella tarea y de que los viejos murieran relativamente pronto. Ninguna de aquellas cosas sucedió. Mi abuelo murió pronto, sí, pero mi abuela viviría todos los años que le quedaban más los que había vivido mi abuelo.
Los cuidados de mi abuela habían sido repartidos entre mi madre y yo. Cuando mi padre nos abandonó, mamá dejó a la vieja a su suerte en la casa de atrás. Durante varios años yo me encargué de ella, adentrándome todos los días en su mundo del fondo, al que se accedía por un pasillo oscuro, cubierto con una parra seca hace años. Abría entonces la puerta oxidada y con calculada destreza atravesaba la cocina evitando respirar el olor a viejo del ambiente que, sin embargo, golpeaba mi piel y se adentraba por mis poros. Subía la escalera cubierta de una alfombra vieja y desgastada de algún color incierto y encontraba a mi abuela en su habitación. Siempre la encontraba igual: acostada, con la espalda apoyada sobre el respaldo de la cama, un cenicero en el regazo y un cigarrillo en la mano. Aunque estuviera adentro, llevaba siempre sus anillos, sus aros de perlas y su maquillaje. El televisor siempre indefectiblemente prendido y pasando algún programa de chimentos. ¿Cuánta atención podía presarle mi abuela? Quizás, mientras sus ojos vacíos se dirigían hacia el cuadrado luminoso, su mente se dirigía hacia sus recuerdos. Su infancia en Banfield, quizás, o su noviazgo con José, anterior al que había tenido con mi abuelo.
La habitación era un cofre a escala. Todo estaba recubierto: la alfombra, las paredes forradas con papeles pesados y telas, el enorme cubrecamas manchado por los años, los manteles sobre las mesas de luz y la mesa del televisor.
Por dentro, la casa tenía un aspecto amarillo. Todo tomaba ese tinte: los envases, la heladera, la pantalla del televisor, las esquinas. El amarillo era la presencia del paso del tiempo, del desdén. El amarillo era la vejez.
Ahogada hasta el cogote en aquella soledad, había decidido un día, a mis veinte años, inventar un lenguaje secreto entre los objetos y yo. Se trató de un proceso difícil, sobre todo en sus comienzos. Tuve que seleccionar y catalogar a los objetos que participarían de mi lenguaje, para luego estudiar minuciosamente sus posibilidades. Por ejemplo: el espejo del botiquín del baño podía estar limpio o sucio, abierto o cerrado, reflejando mi cara o la misma pared de siempre.
Pronto me aburrí de las limitadas posibilidades lingüísticas de los habitantes de la casa; la infancia había terminado y con ella las posibilidades de habitar un mundo aparte del que me había tocado. Me mantuve triste durante un largo tiempo. Empecé a usar las ventanas para observar qué sucedía afuera. Pronto me aburrí porque me di cuenta de que sobre la fisonomía humana descansa una gran verdad del universo. Nadie se acerca a los feos porque creen que la fealdad externa es un correlato de la fealdad interna. Los lindos, por ser lindos, no invierten tiempo en su vida interna. La única conclusión posible fue que mejor estaba en casa con mamá y la abuela.
Con el tiempo me fui cansando de la abuela y la dejé de cuidar. Al principio le ganó el orgullo y quiso hacerse autosuficiente. Pero al poco tiempo empezó a hacer llamadas telefónicas de su casa a la mía, pidiendo asistencia. Las primeras veces logró darme pena, entonces hacía caso a su pedido y recorría el camino de mi casa a la suya, atravesando el pasillo de la parra muerta. Sus pedidos de ayuda consistían principalmente en que le cambiara el canal del televisor porque no encontraba el control remoto entre las sábanas de o que por favor le trajera papel higiénico del baño para sonarse la nariz porque alguna película la había hecho llorar. Otras veces desvariaba y me pedía que le alcanzara a la cama el arma del abuelo; yo algunas veces lo hacía y otras no. Cuando lo hacía, mi abuela se recostaba completamente horizontal sobre el colchón y yacía abrazada a su escopeta preferida. Yo me quedaba por horas allí, sentada sobre la alfombra en una esquina. Menos por curiosidad que por miedo de que algo sucediera en mi ausencia. Antes de irme, guardaba todo en su cajón correspondiente cerrado con una llave que me encargaba siempre de esconder en la cocina, entre las latas de galletitas.
Después me cansé del todo y dejé de ir. Ella, sin embargo, siguió haciendo llamadas a casa durante un largo tiempo aunque nadie la atendiera. Empezó otra etapa. Misteriosamente consiguió los números de los vecinos de la manzana y ahora los llamaba a ellos, diciendo que se había lastimado y que sus familiares –que vivían en la misma casa que ella- no le brindaban ayuda. Los vecinos vinieron a golpear la puerta de casa con cara de poco amigos, con mirada acusadora, instándonos a que cuidáramos de ella o nos denunciarían. Mamá y yo ya no sabíamos de qué disfrazarnos en el barrio.
Hasta que un día ka abuela vio una película sobre dos viejos que se conocían en una confitería y se enamoraban. Empenzó a salir de la casa vestida con escote y las joyas que le había regalado mi abuelo, los labios delineados para que parecieran más gruesos. Se sentaba así durante horas en el bar más concurrido del barrio, donde la veían vivita y coleando los vecinos que ahora nos empezaban a creer a mamá y a mí.
Cuando los vecinos dejaron de recurrir ante sus llamadas, empezó a discar números al azar. No se preocupaba ni siquiera por que los números tuvieran 7 dígitos; hacía llamadas a larga distancia y hablaba por horas con gente de la provincia, explicándoles su lastimosa situación y pidiéndoles que tomaran nota de los últimos deseos de una vieja sola y moribunda. Total, la cuenta de teléfono la pagábamos nosotras. Así fue que un día llegaron a casa habanos de Cuba, patas de jamón desde España, perlas del Japón. Fue un verdadero despliegue del mágico poder de mi abuela.
Aquellas cosas terminaban siempre en nuestras manos porque la abuela no se encontraba en condiciones de comer o fumar cualquier cosa.
Mamá había sido abandonada por mi padre, que se había ido con una mujer con un espíritu mucho más ligero que el de ella; entonces yo no protestaba y dejaba que en la repartija me tocara siempre alguna porquería. La caja vacía de los habanos luego de que mamá se los terminara; la podría usar de alhajero o de alcancía.
Con el tiempo, cuando sus aventuras telefónicas ya habían sido descubiertas, cuando su historia ya había salido en noticieros de cuatro o cinco países vecinos y hasta ya había tenido algunos admiradores que intentaron imitar sus andanzas con mucho menos éxito, mi abuela enloqueció. Un día nos dijo que a partir de entonces sólo hablaría con la diputada nacional Margarita Stlovizer, se encerró en su casa y no volvió a hablar con nadie. Con mamá no sabíamos qué hacer porque aunque papá se había ido y ya no quedaba nadie de su familia, temíamos que algún vecino nos acusara finalmente con la policía y tuviéramos que hacernos cargo de un caso de negligencia. Mamá tuvo una idea brillante: Hola señora, aquí le habla Margarita Stolvizer. ¿Cómo se encuentra usted?
Entonces la abuela le contó una historia tristísima de desamor y soledad y Margarita le rogó que tomara el antidepresivo, guardara el arma y se fuera a dormir. Un día, finalmente, la abuela se dio un disparo accidental en la pera y murió.
Durante un largo periodo de tiempo, mamá y yo no intercambiamos palabras; ella tan solo se dirigía a mí para darme algunas órdenes respecto a la casa y yo me dirigía a ella para pedirle plata para las compras del almacén. Todo cambió de manera repentina cuando apareció Héctor en nuestras vidas. Mamá lo había conocido un domingo volviendo del super en una escena clásica: a ella se le rompe una bolsa de compras, ruedan por la calle un montón de zapallitos, tomates y cebollas, unas cuantas pequeñas monedas, ella da un paso atrás. Se agacha a juntar las monedas y se encuentra cara a cara con él, dispuesto a ayudarla. Mirada, mirada, el tiempo se detiene. Sonrisa, mirada. Levantan las monedas, se incorporan, se estiran la ropa. Alguien dice la primera palabra. El tiempo vuelve a correr.
Aquel día fueron a tomar un café y a partir de entonces empezaron a verse con regularidad fuera de casa. Yo me sentí en las nubes durante un año: toda aquella casa todo aquel tiempo solo para mí. Qué feliz que era cuando mamá se quedaba en casa de Héctor. Entonces podía sentarme en la cocina a tomar un té caliente, sobando lentamente, sosteniendo la taza con ambas manos, sintiendo cómo el vapor abría lentamente los poros de mi nariz. Entonces había un silencio arrullador como las olas del mar y yo podía simplemente estar en el espacio, meditando y juntando fuerzas para lo que haría a continuación.
Terminado aquel proceso, me levantaba, me calzaba los pies con las pantuflas de mamá y salía por la puerta trasera. Atravesaba el pasillo de la parra seca, abría la puerta que relinchaba y ahora ofrecía todavía más resistencia, y entraba a la casa. En la cocina, me acercaba al mueble esquinero y hurgaba entre las latas de galletitas para encontrar una llave. Un rato después, me acomodaba horizontalmente sobre la cama de mi abuela; a mi lado yacía la vieja escopeta de mi abuelo.
Así fue cada tanto, hasta que una mañana, sin previo aviso, mamá llegó a casa con un invitado. Era tan alto que para mirar a los ojos a sus interlocutores, debía agacharse; pasaba por jorobado, cuando en realidad no lo era. Tenía una voz grave y profunda, como un eco, y un bigote grueso como yo sólo había visto en las películas.
Héctor llenó la casa de una alegría que nunca habíamos conocido. Venía regularmente a la mañana; conversábamos durante el desayuno –principalmente sobre asuntos de su trabajo- y hasta a veces jugábamos los tres a la canasta. Digo a veces porque realmente lo hacíamos sólo cuando Héctor tenía tiempo, aunque mamá y yo siempre estábamos dispuestas y hasta un poco ansiosas por jugar. Esos días en que Héctor sí tenía tiempo nos quedábamos durante horas los tres sentados. Héctor, que era muy caballero, nos dejaba las dos sillas con respaldo a mamá y a mí, y él se sentaba en la banqueta que traíamos del lavadero y que normalmente utilizábamos para la ropa planchada. Jugábamos callados, intercambiando sólo los gestos que el desarrollo del juego nos exigía: alguno repartía las cartas, cada uno tomaba su montoncito de la mesa y lo extendía cuidadosamente, cuidando que nadie viera qué le había tocado. Entonces funcionábamos como un engranaje silencioso y preciso: un brazo recoge una carta el montón del centro de la mesa, el otro arroja una carta al montón, el siguiente recoge y arroja. Y así durante horas, interminables horas llenas de esa perfecta sincronía. Yo me daba cuenta porque, si bien me resistía a mirar al reloj de pared, la raya de luz que se colaba por entre la persiana cerrada se encontraba casi pegada a la ventana y hacia la última partida, la raya ya había trepado por casi toda la pared. Era Héctor quien ganaba el juego con más frecuencia y la peor jugadora era mamá. Cuando terminábamos, yo ofrecía un cafecito porque lo veía a él bastante cansado y no quería que se fuera. La mayoría de las veces lo rechazaba, pero de vez en cuando me lo aceptaba. Yo creo que esas veces eran justo las veces en que yo usaba mi cara especial para ofrecerle el café. No sé por qué justo esas veces elegía hacer la cara, no era algo que yo ya tuviera meditado.
Yo esperaba su visita con ansias, sobre todo porque durante la espera no podía parar de ir al baño a mirarme cómo estaba vestida, cómo estaba peinada, qué olor tenía mi aliento. Una y otra vez realizaba la misma rutina, con el corazón lleno del vértigo de saber que en cualquier momento sonaría el timbre y sería él. Siempre abría la puerta yo. A mamá no le gustaba abrir la puerta:
-Los vecinos siempre esperan el momento para echar una mirada a la casa, decía. -Yo creo que lo que los vecinos miraban en realidad cuando mamá abría la puerta era la pinta de mamá. Tenía siempre el pelo revuelto, la piel pálida, las pantuflas viejas casi sin suela y la misma bata cuadrillé que usa desde el día en que nací. Siempre deseaba con mucha fuerza que mamá se quedara en la cama todavía un rato más así podía quedarme un rato a solas con Héctor. Entonces hablaríamos del día y del parque, él sabía mucho de árboles.
La mayoría de las veces mamá se quedaba en cama, curando sus males con estricto reposo. Héctor la consentía en todo; le traía ramos de flores que él mismo se encargaba de poner en el florero con agua y unas gotitas de lavandina, iba con ella a hacer las compras y llevaba el coche para que no tuvieran que cargar las bolsas a la vuelta e incluso la acompañaba mirando la novela. Puede decirse que aquel hombre fue lo único realmente bueno que le sucedió a mi madre en mucho tiempo. Y ella en algún punto lo sabía.
Se construyó una rutina con Hector: él visitaba los lunes y viernes nuestra casa y mamá se quedaba los miércoles en casa de él. Pasados un par de meses empezó a venir también los martes, y más adelante hasta los domingos.Un día la escuché a mamá en su habitación contándole un sueño que había tenido conmigo. Escuchar aquel relato que hablaba sobre mí, pero con el cual yo no podía identificarme en absoluto, me hizo sentir, por primera vez en mi vida, dividida y confundida respecto a quién era yo verdaderamente.
La cena siempre fue mi comida preferida para compartir con Héctor, desde la primera que tuvimos. Antes de conocerlo sólo me gustaba el desayuno porque me daba la ilusión de un nuevo comienzo. La ficción se desvanecía pronto, cuando iba reconstruyendo mis memorias, mis coordenadas, lo que debía hacer esa mañana. Ya no existían los comienzos, lo que fuera a suceder aquel día iba a estar inevitablemente ligado a lo que había sucedido el día anterior y a lo que el día anterior a aquel y a lo que el día anterior a ese y así hasta el primer día de mi vida, sino antes. De todas maneras, yo antes valoraba mucho a los desayunos gracias a aquellos breves cinco minutos.
No fue nada difícil cambiar de preferencia, con Héctor en casa. Se sentaba con la espalda derecha y tenía siempre el pelo estirado para atrás. Yo tomaba nota mental de cada gesto de Héctor. En la mesa se trataban temas interesantes, él hablaba la mayor parte del tiempo y nosotras estábamos muy a gusto. Una noche nos contó la historia de su hijo. Sospecho que fue entonces que mamá empezó a desencantarse.
Dejó de salir de casa los miércoles; ahora sólo se veían cuando Héctor la venía a visitar. Incluso entonces, dormía hasta más tarde y hasta se acostaba más temprano. A mí no me importaba en absoluto porque así podía pasar más tiempo con Héctor; me parecía que él se sentía un poco solo y necesitaba de mi compañía.
Le preguntaba por su trabajo, por sus gustos musicales; las conversaciones eran fluidas por intrascendentes.
Hasta que un lunes me levanté y no lo encontré en la cocina. Preparé un té, aparte una silla y me senté a la mesa. Sostuve la taza caliente entre mis frías manos durante un segundo, me puse de pie, alejando la silla con mis pantorrillas. Recorrí la casa de forma lenta, sigilosa, llevando la taza entre mis manos, creo que estaba buscando a Héctor.
Pase por la puerta de la habitación de mamá y me pidió que le alcanzara la Biblia que se encontraba en la biblioteca del living. Inocente, sin saber que en ese mismo momento me estaba estableciendo como la cuidadora de mi madre y sus necesidades, hice lo que me pedía. Mama, en posición horizontal, recibió la Biblia con ambas manos tensas, al acecho. La vi, como un tigre atacando a su víctima sin clemencia, abrir el libro y leer en voz alta: Y mirando él atrás, los vio, y los maldijo en el nombre de Jehová. Y salieron dos osos del monte, y despedazaron de ellos a cuarenta y dos muchachos. Un rato después, entró a la cocina y me pidió que encendiera el horno. Una vez que estuvo caliente, ella lo abrió y metió la Biblia dentro. La casa se llenó de humo y pronto los vecinos tocaron el timbre preocupados o curiosos por ver si la desgracia había tocado a nuestra puerta una vez más. Mamá me pidió que saliera yo y los mandara al demonio.
Cuando uno piensa en el sonido del llanto, piensa en algo así como un susurro seguido de algunas aspiraciones. Escuchar a alguien llorar es como escuchar al viento que se cuela por los accesos involuntarios de una casa: el espacio entre la puerta y el piso, entre una y otra hoja de la ventana. Pero nada de eso había en el llanto de mi madre, no señor, aquel llanto no era amigo de las sutilezas del dolor ni de los límites de la paciencia ajena.
Lo primero que escuche hoy por la mañana fue mi nombre en boca de mi madre. Lo gritaba, lo reclamaba. Si tan solo hubiese podido ignorarla, pero no: los nombres propios tienen esa cualidad: si mi madre hubiera gritado cuadro o pava o mismo heladera, nada hubiera sucedido, ninguno de los objetos se hubiera dado por aludido, nuestra heladera podría haber pensado que ella se dirigía a la heladera del vecino y la cadena de desentendidos podría haber sido infinita. Pero yo era yo, y ella articulaba mi nombre: no había lugar para equívocos.
Me levanté y perseguí el sonido por la casa. La encontré en el baño, sentada sobre el inodoro, con la cabeza entre las piernas. Se incorporó, pero no lo suficiente como para que su cabellera dejara de cubrirle la cara. Me habló, entre todos aquellos pelos: dijo que no se sentía bien, que ¡ayyy! Se le partía la cabeza, ¡ayyy!, no se había sentido tan mal desde el día en que me había traido el mundo, ¡ayyy! Cómo había sufrido aquel día y qué suerte que había decido ponerse el diu ¡Ayyyyy!
¡Cuánto de contagioso hay en el dolor!
Me pidió que fuera a comprarle algo dulce, era eso lo que le sucedía, necesitaba algo dulce. Familiarizada con estos ejercicios de autodiagnóstico de mi madre, decidí simplemente hacer caso para desentenderme del asunto lo más pronto posible.
Hola chica, me saludó como de costumbre el chino del súper. Me miró atento con sus ojos de alcancía mientras elegía de entre ese mundo multicolor y multiforme un montón de las más diversas golosinas. Ya conocía a mi madre y bien sabía que era capaz de mandarme de vuelta porque no se le antojaba en ese momento chocolate negro o porque el que había comprado no llevaba la necesaria cantidad de leche. Pagué con monedas e inmediatamente pensé en cómo sería que los ojos del chino fueran de verdad rendijas de una alcancía y que él estuviera lleno por dentro de las monedas de sus clientes.
En casa encontré a mamá en la misma posición, solo que sentada sobre la mesada de la cocina. Fui hacia el baño, recogí los pedazos de papel higiénico que flotaban por ahí y que ella había destrozado víctima de los delirios del dolor, apagué la luz, cerré la puerta.
Los chocolates parecieron calmarla. Tras haber saboreado el último pedazo, bajó de la mesada y se dirigió hacia el sillón del living donde se acostó prolijamente, con los brazos cruzados sobre el pecho y los ojos cerrados, como un muerto. Yo me quedé en la cocina, levantando los envoltorios de golosinas desparramados por el piso. También recogí el repasador azul que mamá había utilizado, a falta de algo mejor, para soplarse la nariz. Dude entre tirarlo en el cesto de basura o en el de la ropa sucia. Decidí ponerlo a lavar, si mamá se diera cuenta de que había arrojado un trapo todavía útil, montaría en cólera y yo ya no quería más conflictos.
Apagué la luz y salí de la cocina. Intenté atravesar el living silenciosamente, para no molestar al muerto o agudizar sus dolores. Estaba por llegar a destino cuando la escuche mascullar algo inentendible. Mama era una ferviente creyente en la economía verbal y se irritaba cuando uno le pedía que repitiera lo que ya había dicho una vez. No pregunté nada, me acerqué al sillón y descubrí sus pies desnudos; me acomodé sobre la punta del almohadón, sostuve su pie izquierdo entre mis manos y comencé a masajearlo. Estaba frio y yo pensaba en empanadas y en que si bien las empanadas eran un buen almuerzo también constituían un perfecto desayuno. Diez minutos después hice lo mismo con su pie derecho y diez minutos más tarde apoyé ambos pies calentitos sobre el almohadón, me frote las manos sudadas y me levanté del sillón.
Entonces mamá pidió que prendiera la música. Esta vez no utilizó mi nombre, lo pidió al aire, como si este le debiera algo de sus fuerzas mágicas, como si aquel elemento del universo quisiera sufrir al unísono conmigo la tortura de aquella sucesión de mantras tibetanos que mi madre reclamaba como una cotorra día y noche y que parecía absorber poco a poco su paciencia y bondad en vez de devolvérsela. Me hice cargo del pedido y encendí la música, pensando en que madre hay una sola.
Apagué la luz del living, y desde la entrada me tomé un minuto para observar aquel cuadro. Mi madre, como un muerto, reposando sobre el sillón, como un muerto, con los brazos cruzados sobre su pecho y los pies calientes que yo había manoseado durante largo rato hace unos minutos. Los mantras tibetanos que resonaban por la casa ahora oscura, atardecida. La boca de mi madre que intentaba repetir el canto pero parecía nunca coincidir con la voz de aquel monje o quien fuera que recitaba. El aire se llenó de tristeza, pero no de esa tristeza melancólica que fortalece a los mejores corazones, sino de tristeza rancia, rancia e ineludible.
Delicadamente caminé hacia la cocina. Encendí el gas de una hornalla y lo dejé llenar el aire durante unos segundos. Luego unos segundos más. Tenía la caja de fósforos en una mano, pero no tenía la voluntad de encender aquel fuego. La otra mano sostenía abierta la perilla de la hornalla. El olor a gas me despertó como una cachetada. Inmediatamente encendí un fósforo, prendí aquel fuego y puse agua a calentar. Elegí una taza color naranja del estante y desenvolví un saquito de té. Mama guardaba sus pastillas para dormir en la heladera. Decidí tomarme una para poder retomar el sueño que tan violentamente había sido interrumpido. Saqué una del pastillero y antes de que me hubiera dado cuenta, la había hundido en el agua hirviendo. Automáticamente, como poseída, saqué otra y otra y hundí en el agua una y otra y así unas quince o dieciséis veces.
Me acerque a la puerta del living: Mami, ¿querés un te?, dije y fue como hablarle a un muerto.





4 de febrero de 2015

La despedida

Llegó el día y yo me había levantado cansada de antemano. Por esa época, me levantaba siempre cansada en realidad. Yo sabía que siempre que me levantara me iba a sentir cansada de sueño porque era insomne, pero esta vez me sentía cansada de hinchadísima las pelotas porque sabía que esa noche tenía la despedida de soltera de Margón. 
¡Qué infierno de día!
Era viernes y encima me tenía que levantar temprano para ir a empezar el trámite al centro. Las oficinas cerraban a las 10. A mí, que ya llevaba el insomnio a cuestas hacía años, las 10 am me parecía una hora imposible ¿Qué querés que te diga? Nunca me acostaba antes de las seis y me era imposible vivir una vida al ritmo de la de los demás. Adopté el insomnio como una forma de discapacidad y armé mi propia vida alrededor de él. Para serte sincera, mi convalecencia me sirvió también, durante muchos años, como justificación para todo tipo de excesos. Pero ese es otro tema. 
Después del trámite, tenía que hacer el recorrido de inmobiliarias con mi mamá a ver si le conseguíamos algún departamento. En la cama, tiesa mirando al techo, caí en la cuenta de que me había llegado la hora de hacerme cargo de mis padres. Esto de los departamentos era un camino de ida a cambiar pañales, tratar con enfermeras y pasear a mi viejo empujando una silla de ruedas. 
Me levanté y, frente a mi placar, me puse a pensar en qué me convenía ponerme para un día así. Tendría que armarme un bolsito para cambiarme antes de la despedida. Nos veníamos mandando mails con las chicas hacía como dos meses y, a esta altura, no podía no ir. Yo había ido aceptando condiciones que ahora desconocía absolutamente. A cada propuesta respondía: Sí, estoy de acuerdo con mengana o con fulana. No me daba la cabeza para leer los mails, el sueño y las pocas ganas me hacían caer en una vaguedad tremenda respecto. Abría los mails uno por uno, como si alguien me estuvieraobservando y yo le mostraba que cumplía. Podría nunca haberlos abierto, daba igual.
Me acuerdo de que el primero lo mandó la misma novia y eso ya me habia desmotivado. Abrí mi casilla y lo vi. Remitente: Margón, Asunto: Despedida de soltera.
¡Pero por favor!
Y después, un mail escrito en mayúsculas. Porque de repente nos casamos y somos como esas viejas que de computadoras y buen gusto ni se enteran. Así somos. Y lo de siempre: estimadas esclavas, les estoy muy agradecida, con su dinero no quiero que me compren esto o esto porque las mato, quiero específicamente esto y esto porque es mi día especial y todo lo que yo quiera. Me dieron ganas de desenterrar a mi perro del patio de atrás y mandárselo en una caja con moño. Promediando el mail, mandaba una introducción para presentarnos a las que no nos conocímos; yo entraba en la categoría “amigas de toda la vida”. Que yo supiera, toda la vida no había pasado todavía y encima no veía a Margón hacía como dos años.
Acto seguido, un mail de la prima Rocio, una desconocida total. Se refería a Margón como “La Margón” y es todo lo que pude leer. A mí esta idea de mezclar el matrimonio con la amistad me ponía un poco nerviosa. Como si nosotras la tuviéramos que despedir de alguna manera, la soltería ligada a la amistad ¿y el matrimonio?
La reaparición de mi insomnio había coincidido con los primeros mails de Margón. Al principio habían sido una o dos horas sin poder dormir, rápidamente se convirtieron en la noche entera. Con los días y el correr de los mails, la situación fue empeorando. Me preguntaba qué es lo que me unía a estas personas e incluso qué era lo que las unía entre ellos. 
La mosntruosa organización había empezado. 
De: Rocio
Tema: Despedida

Ideas e ítems a considerar para el agape...
* Presupuesto con el que contamos.
*Torta
*Chupi
*Que hacemos de comer (jajajaja primero puse el chupi!!)
*Hacerle un interrogatorio a Juan y ver si Margón acierta con las respuestas.
*Cada una trae una bombacha... se cuelgan todas y Margón tiene que adivinar de acuerdo a la personalidad de cada una, quién se la regalo...
*Tengo un "librito" del Kama Sutra... le decimos el nombre de una pose, hay que ver si acierta de lo que se trata (con este juego me sorprendí de la imaginación de la gente!! jajaja)

13 de enero de 2015

berliner


la primera y única vez que tomé un avión fue hace dos años para venir a berlín.
tomé la decisión, hice un bolso con aquellas cosas que consideré imprescindibles para mi supervivivencia y quemé el resto en un fogón secreto en el fondo de la casa de mis padres.
en uruguay, las casas de barrio suelen tener amplios jardines al fondo, escondidos tras las construcciones y entre medianeras que los separan de los demás terrenos. allí las señoras plantas jazmines y rosas y alegrias del hogar y dedican sus domingos por la tarde a ayudarlos crecer. en berlín, en cambio, el planterío se encuentra a vista de todos: en los balcones, los canteros de las tiendas, los parques. y son malvones y tulipanes.
entre las cosas que consideré imprescindibles para mi viaje había un cuaderno pentagramado y un aparato para hacer ejercicios de biceps. vine a berlín a convertirme en la pianista más grande del mundo y de la historia. estaba convencida de que para lograr mi objetivo debía partir lejos y pronto. nunca había salido de mi país y berlín se me antojó como un destino de intriga musical. entonces empecé la agotadora campaña para conseguir información sobre mi destino, alguna punta, un lugar para arrancar.
resultó ser que el primo de un compañero de mi secundario estaba viviendo en berlín. mi viejo amigo le pegó un llamado y lo confirmo. dijo que claro que podía ir a quedarme con él en los vagones, al este de berlín.
entonces tomé el avión y partí. mis familiares vinieron a llorarme al aeropuerto. yo estaba como anestesiada y no compartía el revuelo de los demás. no veía la hora de dejarlos atrás. desde entonces, empecé a vivir la vida de otra manera. el aeropuerto de montevideo me había vestido con una armadura mortal e inviolable. tenía un objetivo y la determinación para cumplirlo.
una vez en berlín, cumplí con el recorrido indicado por el primo de mi amigo y llegué a los vagones. entre los altos edificios de la ciudad se abria un claro enorme, protegido por un alambrado. a los costados de las torres, marañas de grafittis coloreaban el cielo. podía algún tipo, una mañana de agosto o de septiembre había encontrado ese edificio y se le había ocurrido pintarle su nombre. unos meses después, otro tipo, paseando por la misma calle, había visto el nombre del primero, se había desagradado y había decidido pintarle el suyo encima. y después otro más, pero dibujando un barco, luego otro con unos jugadores de futbol, y otro con el nombre de su novia, y así, hasta que la ciudad se había convertido en un sinfin de hermosos mamarrachos.
mis indicaciones decían que encontraría un hueco en el alambrado en la esquina derecha, debajo. y entonces llegó lo que no tenía que llegar: el pensamiento.
toda mi vida yo había sentido una necesidad de algo que aun no conocía. uno podría preguntarse cómo puede ser esto posible, pero lo es. siempre supe que había algo en el mundo que a mí me estaba haciendo falta y que debía encontrarlo y hacerlo. entrados mis años, me vino la idea de que eso que yo quería era tocar el piano. nunca había puesto un dedo sobre una tecla ni había logrado distinguir las naves espaciales de las bolitas negras de las blancas de los enormes cisnes que decoran una composición, sin embargo, supe que tarde o temprano eso era lo que me haría feliz. supe que todo lo que había sucedido a lo largo de mi camino, las muertes y las humillaciones , encontrarían su razón de ser en la música de mis dedos y de las teclas. todo correría hacia fuera de mí como un rio descontrolado; por dentro sólo quedaría lo manso y navegable. empecé entonces a sentir los vientos huracanados que llamaban por dentro con desesperación y amenaza.
dejé montevideo haciendo caso a mi propia amenaza. y ahora ahí, atravesando alambrados en la oscuridad ¿qué tenía que ver todo esto con mi piano?
pasó por la calle un grupo de yanquis o canadienses, de gringos seguro, tomando cerveza y se frenaron a ver qué estaba haciendo. tenía mi bolso en el medio de la vereda y buscaba con las manos por entre el alambrado. me hablaban y yo entendía poco y nada; ante la verguenza agarré mi bolso y me fuí con ellos. uno me pasó una botella pequeña de cerveza caliente y así anduvimos un largo rato. ellos eran tres e iban de negro.

había venido a berlín a averiguar la verdad detrás de la historia de wein osswald y los ocho del desierto. 

12 de enero de 2015

Canarias


llegué a canarias hoy por la mañana. luisa no estaba en el aeropuerto como habíamos pactado por correo. decidí recorrer las calles en busca de alguna pista que me llevara a encontrarla. pasado un rato, caí en la cuenta de que a luisa no le había pasado nada malo. no era la primera vez que abandonaba nuestros planes en el momento cúlmine y pensaba en encontrarla y, de una vez por todas, ponerle un buen bife que le diera vuelta la cara y le quitara las ganas de volver a hacerme esto. lo que más deseaba era entonces ser capaz de nunca más volverla a ver, de transformarla en un recuerdo insignificante, en una historia de bar, para contar con los amigos cuando nos riamos de las feas en nuestro haber. en segundo lugar hubiese deseado poder no enojarme con ella, simplemente verla, pedirle mi dinero y partir. entonces haría la suma: pasajes, almuerzos, cafés y tiempo, ¿cómo podría pagarme el tiempo que había gastado pensando en ella, imaginando un encuentro en el aeropuerto o en la calle? ella se reiría en mi cara.
-sos una hija de remil puta
y su cara y la de sus amigotes, boquiabiertos al principio y luego riéndose de mí.
entré en un bar y pedí una birra. llevaba pantalones largos y las gotas de sudor me caían por las piernas, cosquilleando. al costado de la barra ví a una mujer con un vestido. sentí vergüenza por las gotas que ahora caían por mi frente y explotaban sobre el mostrador. tomé mi cerveza de un trago.
-soy pedro, ¿y vos?
ni siquiera me bendijo con su indiferencia, no me había escuchado.
y entonces en el mundo se abrió una grieta inabarcable: de un lado los morenos, sonrientes y frescos amigos que bebían sus tragos y compartían alegrías iluminados por el aura de la compañía, del saberse existentes para otros, envidiados, del otro lado yo, solo y oscuro y, en el fondo, triste. pensé en ellos, del otro lado, y su mundo se me vino encima. la envidia viajó a través de la isla por pasillos, olas del mar y arbustos en flor para llegar cargada de horrores a mí e inundarme, de un solo golpe, de perversidad. pensé entonces que aquellos tampoco eran felices, que todo este simulacro me tenía bien cansado y que si encontrara a luisa, la mataría. con las manos sobre su cuello, la mataría.
entonces ya no la vería, hermosa, armar sus maletas, iluminada por la luz de la mañana. con su cara de circunstancia ir hacia la mesa, fumar una o dos pitadas de su cigarro, tararear una canción, golpearse la panza con las palmas de sus manos y retomar la tarea de doblar con torpe minuciosidad sus pantalones.
-no te preocupes, nos veremos ahí, me dijo después.
ahí ahora era acá y yo, sólo sobre la barra, entablaba una conversación con un niño de unos veinte años que se me había instalado al costado. hablaba inglés, su nombre era pete. venía del casamiento de su hermana, por eso llevaba traje. se había negado a leer un soneto de shakespeare dentro de la iglesia y su hermana, ofendida, le había pedido a una amiga que lo hiciera por él. la amiga era japonesa y eso a pete le hacía mucha gracia:
-¿te imaginas? una japonesa leyendo shakespeare dentro de una iglesia, ¡algo nunca visto!
pete reía con la soltura de la juventud, sin detenerse a pensar en lo que decía. pronto cruzó la puerta una mujer de esas que hay que mirar dos veces. a la primera uno podría ver a una vagabunda zaparrastrosa, con zapatillas enormes y cubiertas de barro, bermudas de hombre, pechos pequeñísimos y cabeza rapada. a la segunda uno descubriría una hermosura sin precedentes, unos ojos de fuego y una sonrisa inmortal. se acercó a pete y lo saludó con un beso en la boca. inmediatamente me sentí triste y les pregunté por dónde encontraría gente en la isla. sin contestar, pete bajó su cerveza y luego me invitó a ir con ellos.
subimos a una furgoneta, la niña iba conduciendo. yo iba en el asiento trasero y pude investigar a mi alrededor
-¿vivís acá?
a mi derecha una heladera enchufada acompañaba a cuatro hornallas cubiertas por un pilón de ropas entre las cuales llegué a distinguir algunas bombachas. extendí el brazo y sentí que podría enganchar una con mi dedo índice, era colorada
-sí, ¿y tu?, me distrajo la niña. volví mi brazo a su lugar y respondí como pude. el resto del tiempo hablaron ellos y yo me dedique a mirar por fuera de la ventana, a ver si la encontraba a luisa caminando por las calles. la imaginaba con una bikini y un bronceado, los pelos rubios por el sol, riendo junto a algún italiano o francés afeminado.
todo olía a sal. sentadas en restaurantes de lujo ví a las personas más rubias y prolijas del mundo, a hombres con medias y zapatillas y niñitos de camisa. los mozos, en las esquinas, vestían de elegante negro y observaban a los comensales como a presas, expectantes de sus necesidades. tanta pulcritud me dio ganas de llorar.
forcé los ojos y sobre el vidrio pude ver mi reflejo ¿cómo alguien había podido quererme alguna vez? me sentí agotado, quise callarme las voces de la cabeza de una vez por todas, mis manos comenzaron a sudar. entonces la niña pisó el acelerador y por la ventana los culos y las tetas y las familias y los abdominales como tablas de planchar construyeron un infierno en cámara rápida.
forcé la manija y me tiré de la furgoneta. mientras se alejaban, creí oir a los niños reir. no podría culparlos.
el ruido del mar empezó a llamarme y me dirigí sin dudar hacia la costa. era un mar azul y de agua transparente. pude ver peces pequeños yendo de aquí para allá, luego peces grandes merodeando alrededor de un farol. todos, guiados por alguna mística grupal, viajaban con el mismo rumbo. la luz del sol chocaba contra el agua calma y dibujaba siluetas sobre la proa de un barco. era una tela suave, como seda, que bailaba con un ritmo siempre cambiante.
quizás luisa nunca había existido como yo la imaginaba. hay algo de engañoso en el mundo, hay algo que siempre cambia, algo que nunca es cierto y que es, a la vez, todo y lo único que hay.
una tos fuerte me hizo perder la certeza de mi soledad. a mi derecha una pareja de hombres tomaba sol tumbada sobre la arena, desnuda. no pude quitarles la vista de encima cuando comenzaron a besarse. tampoco cuando terminaron y comenzaron a observarme ellos a mí también. el sol me pegaba fuerte en la frente. debí correr hacia adelante y más adelante, hasta que mis pies ya no tocaban el fondo del mar. desde ahí, manteniéndome a flote con movimientos espásticos de brazos y piernas, volví a observarlos. ya no me miraban, sino que levantaban sus toallones para partir. entonces quise correr de vuelta en dirección a ellos, preguntarles quienes eran, de donde venían y si podían ayudarme ¿con qué? no lo supe.
la ropa se me adhirió a la piel, las olas me sacudían de acá para allá y a mi alrededor se erguían altos montes arbustados con mil verdes distintos. cada tanto, en medio del color, majestuosas casas blancas se burlaban de mi pobreza y, más allá, adentro del mar, barcos brillantes flotaban y albergaban quién sabe qué tipo de destinos, tan lejanos al mío. me hundí en el agua transparente y nadé por un buen rato de una punta de la playa a la otra.
cuando salí del mar, anochecía. estaba terriblemente incómodo con este sitio y con estas ropas mojadas y la piel salada. entraría a un bar como pancho por mi casa y me lavaría en el baño. a quien me descubriera o dijera algo, bueno, ya me sentía listo para molerlo a golpes.
debía cruzar la calle en dirección al bar pero un auto rojo se acercaba a una velocidad aceptable. decidí esperar a que pasara, entonces el auto aceleró aún un poco más y pensé que ese sería el momento de mi muerte, quizás, o de algo terrible en mi vida. pero no. el auto frenó en seco a mis pies y la puerta de acompañante se abrió de par en par.
luisa salió del auto y vino corriendo hasta mí, dándome un fuerte abrazo
-¡¡acá estás!!
me metió en el auto a los tumbos, aceleradísima, y frente a la presencia de otras personas extrañas, tuve que derrumbar todos mis sentimientos acumulados e inventar unos nuevos.
me presentó a jorge, que conducía el auto, y a marta. luisa iba sentada en el asiento delantero y yo en el trasero, mi pantalón mojaba el tapizado y me daba vergüenza. No dije nada porque también lo estaba disfrutando . la sal se secaba sobre mi piel y parecía hacerla encoger, apretarse dentro de su espacio, como si ella también estuviera buscando hacerse pequeña hasta desaparecer.
y entonces ¿adónde iríamos, mi piel y yo? ¿en qué lugar estaríamos bien? parecía ahora que en ninguno, que la incomodidad de la sal y el auto y luisa, esta mujer a la que aún no lograba reconocer, se había tragado al mundo entero, condensándolo todo aquí, en esta sensación de la que nunca podría escapar.
luisa hablaba y hablaba y sus amigos reían y hablaban también, ¿qué había venido a hacer yo aquí? de repente recordé a luisa, la luisa que yo conocía, la que me pedía por teléfono:
-por favor, tengo que verte. necesito tu abrazo. elegí un aeropuerto, el que quieras, cuando quieras y allí estaré. te encuentro donde sea ¿cuál es tu sueño?
y mi sueño entonces, al escucharla preguntarme, era tan solo encontrarla donde fuera y abrazarla y entonces ya está bien, le dije, te encuentro donde estés, no te muevas, luisa.
y si hubiera sabido que luisa, al otro lado del océano, sería esta persona que habla y habla y se ríe y no me espera y no se vuelve a mirarme ni a darse cuenta de que estoy ni de que el mundo existe, de que no me ha levantado de la calle, de que no soy polvo del piso ni su maleta, si hubiera visto las sombras de su presencia, si no me hubiera endulzado la distancia de luisa, probablemente hubiera dicho: luisa, mi sueño es estar bien lejos tuyo y de cualquier cosa que se te parezca o tenga tus formas. y hasta hubiera viajado lo que recorrí para verte, solo que en dirección contraria para alejarme aún más de ti.
entonces llegamos a una casa y luisa me invitó a que bajáramos a dejar mis cosas para luego irnos a una fiesta de san luis o al menos ese llegué a entender de entre las pocas palabras que me dijo mientras dirigía su mirada en otra dirección. y yo bajé, siguiéndola a ella que iba delante mío. cuando abrí mi bolso encontré dulces que había traído pensando en la luisa de la distancia y los sueños. se las entregué: para tí, luisa, ¿y por qué no se las das a los demás para que los prueben?, dijo. y entonces me pareció más fea, luisa, de lo que recordaba. bajo la sombra de la noche isleña, la nariz de luisa se me hizo desproporcionada y de sus ojos se escapaba la maldad de un bicharraco.
por suerte luisa no me besaba. bueno, sí lo hacía, pero me besaba como se besa a un tío, quizás. se me acercaba, apurada y apurándose aún más con la cercanía, y me depositaba y golpecito de labios sobre los míos, como si al mismo momento de tocarse, se rechazaran. luisa me besaba como una gallina que come del piso. como una vieja que dentro del pico no tuviera nada, ni lengua, ni dientes, ni ganas. si la hubiera medido, probablemente hubiera obtenido, con la precisión de un reloj suizo, una estadística alarmante: un exabrupto de estos cada diez o quince minutos, como para cumplir con mi presencia.
y luego, durante la fiesta, luisa tan solo desapareció. y yo, entre la gente y los caballos y las luces, tragué la certera muerte que todo aquello abarcaba. esta gente, vacía y extraviada, una horda de idiotas que nada sabía de los rincones de lo oscuro y a la vez habitaba, inexorablemente y con calidad de presidentes, esas penumbras. necios y más necios. hasta aquí me había arrastrado luisa para torturarme con sus besos de gallina que me ponían más y más incomodo.
esa noche, a la vuelta de la fiesta, volvimos a la casa. luisa se recostó en un colchón sobre el piso e inmediatamente se quedó dormida. yo me recosté junto a ella. era el primer momento que teníamos de soledad y tuve la esperanza de encontrarla entonces, de que me dijera ah, cuánto te estuve esperando, qué feliz que me hace. pero luisa ahora roncaba y sólo abrió los ojos para decirme:
-¿vas a dormir acá?
solo entonces me di cuenta que luisa había preparado otro colchón para mí y que este no era mi lugar, no al lado de ella. me quedé quieto y pasé la noche ahí. quizás luisa estaba intentando decirme algo, quizás debí escucharla más, quizás tendría que haber recogido mis cosas y volado de aquel infierno. pero no pude, seguía pensando en la luisa del teléfono y los sueños, en la que hubiera viajado a cualquier lado para abrazarme y entonces volví a sumergirme en aquella mujer y a olvidar lo que estaba sucediendo y a hacer caso omiso del témpano con pico que descansaba a mi lado.
algo sacudió mi hombro y, cuando abrí los ojos, me di cuenta de que era el pie sucio de luisa que, parada al lado del colchón, intentaba despertarme. entonces noté que algo había cambiado: además de los ojos de pajarraco y la nariz desproporcionada, los pies de luisa tenían ahora plantas negras como las de un oso y uñas hechas para herir. aquellos no eran los pies de un humano, pobre luisa, pensé, con esos pies tan feos ¿adónde podría ir? y supe entonces que luisa no iría nunca a ningún lado, que llevaba anclas dentro de esos mamotretos y la imagen que había guardado de una luisa suave como una pluma, despertándome con el sol y los besos se escapó de mi cabeza y fue a habitar algún otro mundo, una montaña o un rayo del luz, quizás, alguno de esos pensamientos más felices y verdaderos. no quise levantarme del colchón, no quise despertar a encontrarme con todos mis equívocos.
almorzamos juntos luisa, jorge y yo. ellos llevaban despiertos un largo rato. habían estado riendo y tocando la guitarra. nunca hubiese deseado estar ahí.
-nos vamos, dijo luisa, cambiate.
y entonces sucedieron varias horas en las que luisa y jorge iban caminando por la costa del mar y yo los seguía algunos pasos atrás. y veía las patas anclas de luisa, pero también vi que su cabellera se convertía en un nido seco donde nunca nada crecería. un nido infértil, luisa, así era tu cabeza. y reías y yo pensaba que aún no lo sabías o no te dabas cuenta y por eso te creias tan libre y hermosa, con lo fea que eras, luisa ¡lo fea!
y fuimos al agua y luisa nadó y jorge nadó, pero yo preferí no hundirme en aquellas aguas.
no sé nadar, dije, nunca supe, nunca nadaré. y entonces quizás me hubiese convenido nadar, sí, nadar lejos hasta alguno de aquellos blancos barcos de monstruos y subirme y echarlos a todos por la borda y viajar hacia el sol, hacia algún lugar lejos de aquella mujer monstruo que me había atraido con sus palabras de sirena. luisa y sus besos comenzaron a generarme un miedo atroz.
volvimos a la casa y jorge se fue. luisa y yo nos acostamos y, casi como una obligación, nos besamos y nos desnudamos. fue rápido y preciso, sin nada que añadir. cuando terminamos, luisa se levantó y se fue hacia el baño:
-vestite con algo, dijo, como si la repugnara mi desnudez.
y mientras desaparecía por los pasillos de la casa comencé a considerar la idea de que algo se trajera entre manos esta mujer. ¿qué sentido tenía que me hubiera hecho venir hasta aquí? ¿por qué? ¿para qué? se me ocurrió que a lo mejor quisiera impresionar a jorge, pero rápidamente descarté la idea, el entramado era aún más profundo. luisa era repelente y había algo en mí que ella quería, no le gustaba, simplemente lo quería para si. y de nuevo tuve ganas de huir, pero vamos a cenar, dijo ella, y yo pensé que caminar por las calles de la mano nos haría bien, que podríamos hablar del sueño y aquel abrazo, quizás, dárnoslo, tirados en la arena, riéndonos de todas mis impresiones y mis dudas y de sus besos fríos e hirientes. quizás veríamos el cielo y qué lejos que estamos de casa, luisa, y que sueño estar acá y volver a ver tus pies como piecitos de persona y tu corazón, luisa, tan hermoso como siempre lo supe y tus ojos llenos de amor.
fuimos a comer y le pregunté a luisa como estaba, qué había sucedido y si había mejorado. luisa dijo que ya estaba cansada de haberlo contado tantas veces y que ya estaba mejor. sin embargo, me contó una historia vaga y con mucho desgano. yo empecé a aburrirme y a sentir sueño. sueño, luisa, atravesé con urgencia de ambulancia la mitad del mundo para sentir sueño escuchándote, luisa. y de nuevo quise adentrarme en el mar que ahora era negro, pero no menos negro que el alma de esta mujer que hablaba arrastrando las vocales y sosteniendo mi mano como si fuera la bolsa del supermercado. y, como para ganar tiempo en su relato, volvieron los horribles besos de luisa y todo fue tremendamente tortuoso y el mar negro, así tuviera tiburones y picarañas, se me antojó como el mismísimo paraíso.
cuando emprendimos la vuelta, luisa me hizo una pregunta. fue la primera pregunta que me había hecho desde mi llegada y me entusiasmé. empecé a hablar entonces y quise contarle todo y abrirle mi alma, exponer algo que hiciera que luisa entendiera cómo era la cosa, por donde iba el camino, sintiera que yo podía y ella también, que éramos los del sueño, los del abrazo. y le conté de la muerte de lucrecia y de la oscuridad y puse especial atención en los detalles y esfuerzo en la expresión y en cada esquina de lo sucedido y los pormenores anteriores, la preparación, la resignación acercándonos a la muerte y, finalmente
-¿vamos a buscar a jorge al trabajo? me interrumpió
y sin que contestara o siquiera atinara a continuar mi relato, me arrastró de la mano hacia el bar donde trabajaba jorge.
esa noche decidí que por la mañana partiría. me desperté para encontrarme con sus ojos y su nido infértil y los pies anclas y ví que las manos de luisa ahora parecían garras. y la veía rasgar las cuerdas de la guitarra y pensaba que las rompería y volarían por el aire, ¿cómo resistían? y nunca más quise que luisa me tocara con esas garras con las que ahora tocaba una canción que ella sabía que yo odiaba, ¿qué estás haciendo luisa?
para mi sorpresa, se hizo la desentendida y se mostró muy desilusionada de mi decisión de partir. esperaba que luisa reconociera que ya no deseaba que yo estuviera allí y entonces hablaríamos, nos sinceraríamos y yo partiría libre sin remordimientos. adiós, luisa, le diría, que te vaya bien. y de veras lo pensaría y no me hubiera arrepentido nunca de pisar aquella isla del mal si al menos hubiera tenido un segundo de sinceridad con ella.
pero descubrí que había algo de gozo en ella al verme. ella quería que yo me quedara para tener a quien desatender, yo tenía cosas que hacer aún allí, para luisa.
¿era posible que aun no entendiera su propia monstruosidad? entonces pensé en jorge y su amabilidad y en el remoto sueño de que luisa volviera. y decidí quedarme. como dije, preferí que luisa no me besara más ni acercara sus horribles garras a mí, me mantuve tan alejado como pude.
y esto pareció venirle bien a luisa. yo, que esperaba recuperarla, la veía alejarse en una balsa sin remos. yo quería prenderla fuego. en la cocina, en la playa, en la cama, la sentía merodearme, pasar por mi lado, por atrás mío o por delante. y casi podía presentir su tacto, su caricia, su beso esporádico, una muestra de humanidad, de agradecimiento. y entonces las partes de mi cuerpo sentían el vértigo de la espera y de la esperanza, casi la certeza de que me tocaría. y nunca, ni una vez, luisa respondió a una expectativa. luisa estaba vacía y su vacío era cada vez más oscuro. su rostro se cubrió de pelo negro y la piel de sus brazos se escamó de pronto.
esa tarde fuimos a la playa con jorge y luisa. nos sentamos en la arena, ella se desnudó, fue a comprarse una cerveza y se ubicó a mi lado. empezó a contarme una historia acerca de cómo ella se levantaba tipos, cómo le gustaba y cómo no y de no sé cuántas historias de amor por las que nadie le había preguntado.
luisa, ¿qué pasó entonces? tus ojos perdieron el blanco, como un huevo completamente amarillo y tu pico se endureció, como el de un cuervo. luisa, recuerdo que me besaste y me dolió y te levantaste para ir al agua y yo ya no quise seguirte.
y te vi alejarte y no eras más que un monstruo de pies con anclas y alas y pico de cuervo y un nido seco sobre la cabeza, luisa. ví cómo poco a poco tu cuerpo monstruoso se iba hundiendo en el agua, como si desapareciera, hasta que en efecto desapareció, hundido en aquel mar y supe que nunca más volvería a verte, que hace rato ya que no te veía. y entonces, cuando desapareciste de mi vista, por primera vez en muchos días sentí calma.

me levanté, saludé a jorge sin ceremonia y partí. entonces lloré por un buen rato. pero no por el monstruo que ahora se sumergía en las aguas del mar, sino por mi tiempo, precioso tiempo perdido para siempre.