30 de mayo de 2015

las amigas

-Te vas a ahogar en la pileta y nadie te va a escuchar. No te rías, cambiame esa cara, ¿no
sabes lo horrible que es morirse ahogado?
Ella tampoco lo sabía, nunca se había muerto ahogada, pero Francisca ya la había cansado. Griselda tomaba el té con sus amigas en el jardín de su casa. Estaba encargada del cuidado de su hermana menor mientras los padres paseaban de vacaciones por las sierras cordobesas. Las chicas y sus cosas se distribuían en tres sillas blancas de almohadones floreados y una mesa redonda. El jardinero había cortado el pasto el día anterior. Cerca de ellas, pero no tanto como para oír su conversación, el hermano mayor sentado sobre el piso rasgaba su guitarra y tarareaba una canción que estaba inventando. Cada tanto levantaba la mirada a ver si alguna de las chicas le prestaba atención. Qué le importaban a él esas pendejas.
Francisca se movía sigilosa por el jardín. Griselda la había mandado primero a hacer los deberes y más tarde a abrir las ventanas del living para ventilar. Francisca no entendía o no quería entender que tenía que hacerse humo y dejarla a Griselda sola con sus amigas.

Cuando no quedaba qué hacer, le dijo:
-Averiguame de qué marca son todos los televisores de adentro
Eran Samsung, Francisca ya lo sabía, como sabía todos los secretos de la casa. No le importó, hizo el papel de la tonta y entró por la cocina, arrastrando los pies. Pensaba que a las amigas de Griselda le causaría gracia, que así les demostraba que ni le importaba lo que dijera su hermana, ella no se iba a ofender. Caminó hasta el televisor esquivando la mesa ratona. Después pasó al living y se fue hasta la tele frente a los sillones y después a las habitaciones y etcétera.
Mientras tanto las chicas, libradas de la molesta presencia, reanudaron su conversación. Victoria intentaba contar cómo había perdido su virginidad con Nacho.
-Chicas, bueno, lo hice
Hubo un silencio inicial, ninguna quería hacerla sentir importante, a todas les molestaba que Victoria fuera siempre la primera en hacer las cosas. La ignoraraban por celos, miedo, o quizás ambos. Finalmente, Griselda habló:
-¿Te dolió?
Natalia se pintaba las uñas de los pies de rojo; en vez de conversar, usaba sus labios para soplar y soplar. Últimamente había estado intentando que la llamaran Popi. Popi era apodo de linda. Quería intervenir en el relato de Victoria pero no encontraba el momento o la palabra justa. Siempre, antes de que saliera su voz, la detenía el miedo feroz de ponerse en el centro de la atención, arriesgándose a que todos reconocieran su estrictamente oculta precocidad sexual. Seguía soplándose los dedos.
Griselda se concentraba en su vaso: adentro tenía cubitos de hielo y jugo de manzana. Lo hacía girar como un tomador de whisky y fantaseaba con ser un gran señor de traje. Nunca escuchaba las historias de sus amigas de la escuela. Le parecían tontas pero se juntaba con ellas porque también eran lindas y no la envidiaban. En su casa la madre les había enseñado que la envidia era la cosa más asquerosa que podía existir, teniendo en cuenta que existen el excremento, las cucarachas y los domingos. La envidia era peor que todo. Griselda se amoldaba muy bien al grupo de las chicas porque tenía una imaginación enorme y le gustaba actuar cualquier cosa, no le era difícil simular interés.
Y Victoria seguía con su historia. No le importaba saber que las otras la ignoraban, lo que quería era decirlo. La iban a tener que escuchar. Ella tenía siete hermanos y estaba acostumbrada a pelear por su lugar.
Las uñas del pie izquierdo de Natalia ya estaban listas, doble capa de esmalte más rojo que la sangre. Se acomodó y puso sobre la silla el pie derecho, para empezar pintando por el dedo chiquito. Aprovechaba para hacerlo en lo de Griselda porque su mamá no la dejaba en su casa. Se iba a tener que sacar la pintura antes del paseo del próximo fin de semana. Por supuesto que de esto las demás no sabían nada.
Griselda meneaba el vaso vacío ya, masticaba en la boca los últimos pedacitos de hielo. Se encogió de hombros, sintiendo el frío que le bajaba por la nuca. Se sacudió. Tenía el pelo mojado con agua de la pileta y una bikini empapada abajo de una remera hasta las rodillas. Extendía las piernas sobre una silla estirando el cuerpo. Tiró la cabeza para atrás, una nube negra se asomaba a lo lejos.
-Y entonces ya era demasiado tarde para decirle que no, y tampoco quería, me sacó el corpiño, estuvo como cinco horas
Natalia se incomodó tanto que se puso de pie. Las otras dos la miraron sorprendidas. Dijo que iba al baño, se calzó las sandalias que había dejado sobre el pasto y esquivó las sillas del camino. Solo le quedaba pasar frente al hermano mayor, si miraba hacia abajo, como concentrada en otra cosa, el momento sería rápido, casi imperceptible. Se dio cuenta a mitad de camino que estaba exagerando, caminando como un jorobado, la cara casi entre sus manos. Era un monstruo. Tomás se levantó, apoyó la guitarra contra la medianera y se metió, también, para adentro de la casa. Coincidieron en la ventana, él la dejó pasar.
Popi fue rápido para el baño chiquito de la cocina y cerró la puerta corrediza. Adentro se miró la cara, se lavó las manos, se volvió a mirar la cara. Salió del baño y vio a Tomás de espaldas. El la escuchó y, ensayado, se dio vuelta.
-¿Querés?, dijo cortando el aire, sosteniendo adentro el humo del porro que le ofrecía. Ella lo agarró entre sus dedos y fumó. Una, dos, tres veces. Empezó a toser. Se lo devolvió con una mano y con la otra se tapó la boca. La tos no aliviaba aunque Popi la intentara calmar carraspeando, la garganta irritada le devolvía espasmos y pronto perdió control sobre su propio cuerpo. Cuando se le pasó un poco, sonrió con cara de loca hasta que por entre los dientes le volvió a salir la tos. Tomás largó una carcajada sin gracia. Ella, que temía que a la tos la siguiera el vómito o el llanto, se volvió a encerrar en el baño. El hermano mayor que fumaba y también tosía; Popi miró por la cerradura y lo vio largando humo por la nariz y la boca.
Cuando volvió a la mesa, el relato de Victoria ya había terminado. Ahora Griselda peleaba con Francisca que había aparecido de nuevo. Quería ir a lo de una amiga a jugar y Griselda se negaba a llevarla. Le daba miedo andar por la calle a esa hora. Miedo a las luces fuertes y las sombras y al viento débil que agita las últimas ramas de los arboles, a todo ese escenario siniestro y silencioso. Sus amigas querrían irse a sus casas y ella tendría que volver sola. Resentía el momento de las reuniones cuando algo hacía tambalear todo, incomodando a los invitados y recordándoles que había un mundo afuera, que ya era hora de volver a casa. Estaba pasando y era culpa de Francisca. Esperó el anuncio de retirada de alguna de sus amigas pero no llegó; frente a este abuso a su hospitalidad, sintió un leve deseo de que se fueran.
Francisca finalmente se levantó y caminó hacia el fondo del jardín. Frenó un momento, se quitó el pelo del hombro. Natalia jugaba con los esmaltes sobre la mesa, hacía chocar los vidrios, cada tanto se limaba un poco las uñas. Griselda maldecía a su hermana con palabras que la hacían parecer más grande y cansada de lo que era. Francisca fastidiaba el ambiente y violaba constantemente el pacto bajo el cual sólo podía estar ahí si guardaba silencio y aceptaba hacer de ayudanta de las chicas.
Victoria agarró la tijerita de uñas, dobló la rodilla y subió el pie al asiento. Con suma concentración empezó a cortarse los pelos que le crecían en la pantorrilla. Griselda despotricaba mientras se servía más jugo de manzana. Luego, un minuto de silencio.
-Tengo frío, ¿Vamos a depilarnos?
Escondida entre los matorrales, ofendida, Francisca vio cómo las chicas se levantaron de la mesa dejando el jardín vacío, el mantel bailando con el viento, sostenido solo por el peso de los esmaltes de colores y el vaso de whisky.
Las amigas entraron a la habitación de la mamá de Griselda y cerraron con llave. Griselda abrió el placar de madera marrón y sacó un horno naranja con un hueco lleno de cera verde y maciza. La enchufaron debajo de la mesita de luz y se sentaron a cada lado de la cama a esperar que calentara. A medida que la cera se derretía, motas de pelos cortos emergían hasta la superficie y quedaban ahí, flotando.
-Qué asco, está sucia, dijo Victoria.
-No, se usa muchas veces la cera, nena, hasta que haya más pelos que partes verdes
-Yo así no la uso ni loca
Por haber sido la que se quejaba, Victoria fue elegida para ir a la cocina a buscar el colador. Mientras revisaba los cajones, espió de reojo a Tomás en el sillón del living. Tenía el cuerpo como arrojado sin vida, la tele estaba prendida y la miraba hipnotizado, con la boca abierta. Victoria encontró el colador en el cuarto cajón y volvió a la habitación de los padres.
-Cerrá con llave, le ordenó Griselda.
-Hay un olor horrible
-¡Cerrá!
En el baño, Popi sostenía la olla y volcaba la cera a través del colador que sostenía Victoria. Antes de que todo el líquido hubiera pasado, el calor de la olla empezó a quemar, despidiendo un humo de olor fuerte. Popi soltó las manijas de golpe, la olla pegó una vuelta en el aire. Por un segundo, la masa verde y blanda quedó suspendida en la altura, tomando distintas formas y largando humo. La masa aterrizó sobre el mármol del baño y sobre las manos y las piernas de las chicas que ahora saltaban gritando y ardiendo con furia.
-¡Pelotudas! ¡Pelotudas!, gritaba Griselda, única sobreviviente intacta al accidente. Agarró el lápiz con el que se mezclaba y empezó a recuperar cera del mármol; se untó los bigotes y los muslos, quemándose la piel.

Tomás dormía tapado con una frazada en el sillón. Una nube tóxica sobrevolaba el baño, la cera seguía quemando y despidiendo sus humos. Griselda se depilaba los bigotes y Popi levantaba los brazos mientras Victoria le untaba las axilas con el lápiz. Las tres se habían acostumbrado al sopor que les producía el encierro.
El viento que entraba por la ventana abierta hacía bailar las cortinas de la cocina. Afuera los esmaltes se habían caído de la mesa y el vaso estaba roto. El mantel aterrizó sobre un arbusto del jardín. Escondida detrás, Francisca esperaba la tormenta. Hacía rato que no escuchaba a su hermana y sus amigas. Se sacó la remera por sobre los hombros y se desabrochó los pantalones. Con el cuerpo desnudo se acercó al vértice de la pileta. Esperaba atenta a que alguien la detuviera: nadie. Griselda, Popi y Victoria yacían inconscientes y untadas con cera sobre el piso del baño. El hermano mayor descansaba en el living bajo su frazada. Francisca los llamó a todos desde el borde de la pileta.
-Chicos, ¿me meto en la pileta? Euu, ¡me meto en la pileta!
Y con el pie izquierdo bajó el primer escalón. Sopló un viento furioso y el mantel levantó vuelo, levitaba sobre la pileta. Francisca dio un paso más, hundiendo toda su pantorrilla en el agua.
-Me meto, ¡eh!

Así, bajó uno y otro escalón. Reinaba el silencio en la tarde, cuando el agua le llegó hasta la cintura, tuvo un escalofrío y empezaron a caer las gotas sobre la superficie de la pileta.

1 comentario:

Anónimo dijo...

Muy entretenido, dani!!!!

Vero tu comadrina de emi