-Te
vas a ahogar en la pileta y nadie te va a escuchar. No te rías,
cambiame esa cara, ¿no
sabes
lo horrible que es morirse ahogado?
Ella
tampoco lo sabía, nunca se había muerto ahogada, pero Francisca ya
la había cansado. Griselda tomaba el té con sus amigas en el jardín
de su casa. Estaba encargada del cuidado de su hermana menor mientras
los padres paseaban de vacaciones por las sierras cordobesas. Las
chicas y sus cosas se distribuían en tres sillas blancas de
almohadones floreados y una mesa redonda. El jardinero había cortado
el pasto el día anterior. Cerca de ellas, pero no tanto como para
oír su conversación, el hermano mayor sentado sobre el piso rasgaba
su guitarra y tarareaba una canción que estaba inventando. Cada
tanto levantaba la mirada a ver si alguna de las chicas le prestaba
atención. Qué le importaban a él esas pendejas.
Francisca
se movía sigilosa por el jardín. Griselda la había mandado primero
a hacer los deberes y más tarde a abrir las ventanas del living para
ventilar. Francisca no entendía o no quería entender que tenía que
hacerse humo y dejarla a Griselda sola con sus amigas.
Cuando
no quedaba qué hacer, le dijo:
-Averiguame
de qué marca son todos los televisores de adentro
Eran
Samsung, Francisca ya lo sabía, como sabía todos los secretos de la
casa. No le importó, hizo el papel de la tonta y entró por la
cocina, arrastrando los pies. Pensaba que a las amigas de Griselda le
causaría gracia, que así les demostraba que ni le importaba lo que
dijera su hermana, ella no se iba a ofender. Caminó hasta el
televisor esquivando la mesa ratona. Después pasó al living y se
fue hasta la tele frente a los sillones y después a las habitaciones
y etcétera.
Mientras
tanto las chicas, libradas de la molesta presencia, reanudaron su
conversación. Victoria intentaba contar cómo había perdido su
virginidad con Nacho.
-Chicas,
bueno, lo hice
Hubo
un silencio inicial, ninguna quería hacerla sentir importante, a
todas les molestaba que Victoria fuera siempre la primera en hacer
las cosas. La ignoraraban por celos, miedo, o quizás ambos.
Finalmente, Griselda habló:
-¿Te
dolió?
Natalia
se pintaba las uñas de los pies de rojo; en vez de conversar, usaba
sus labios para soplar y soplar. Últimamente había estado
intentando que la llamaran Popi. Popi
era apodo de linda. Quería
intervenir en el relato de Victoria pero no encontraba el momento o
la palabra justa. Siempre, antes de que saliera su voz, la detenía
el miedo feroz de ponerse en el centro de la atención, arriesgándose
a que todos reconocieran su estrictamente oculta precocidad sexual.
Seguía soplándose los dedos.
Griselda
se concentraba en su vaso: adentro tenía cubitos de hielo y jugo de
manzana. Lo hacía girar como un tomador de whisky y fantaseaba con
ser un gran señor de traje. Nunca escuchaba las historias de sus
amigas de la escuela. Le parecían tontas pero se juntaba con ellas
porque también eran lindas y no la envidiaban. En su casa la madre
les había enseñado que la envidia era la cosa más asquerosa que
podía existir, teniendo en cuenta que existen el excremento, las
cucarachas y los domingos. La envidia era peor que todo. Griselda se
amoldaba muy bien al grupo de las chicas porque tenía una
imaginación enorme y le gustaba actuar cualquier cosa, no le era
difícil simular interés.
Y
Victoria seguía con su historia. No le importaba saber que las otras
la ignoraban, lo que quería era decirlo. La iban a tener que
escuchar. Ella tenía siete hermanos y estaba acostumbrada a pelear
por su lugar.
Las
uñas del pie izquierdo de Natalia ya estaban listas, doble capa de
esmalte más rojo que la sangre. Se acomodó y puso sobre la silla el
pie derecho, para empezar pintando por el dedo chiquito. Aprovechaba
para hacerlo en lo de Griselda porque su mamá no la dejaba en su
casa. Se iba a tener que sacar la pintura antes del paseo del próximo
fin de semana. Por supuesto que de esto las demás no sabían nada.
Griselda
meneaba el vaso vacío ya, masticaba en la boca los últimos
pedacitos de hielo. Se encogió de hombros, sintiendo el frío que le
bajaba por la nuca. Se sacudió. Tenía el pelo mojado con agua de la
pileta y una bikini empapada abajo de una remera hasta las rodillas.
Extendía las piernas sobre una silla estirando el cuerpo. Tiró la
cabeza para atrás, una nube negra se asomaba a lo lejos.
-Y
entonces ya era demasiado tarde para decirle que no, y tampoco
quería, me sacó el corpiño, estuvo como cinco horas
Natalia
se incomodó tanto que se puso de pie. Las otras dos la miraron
sorprendidas. Dijo que iba al baño, se calzó las sandalias que
había dejado sobre el pasto y esquivó las sillas del camino. Solo
le quedaba pasar frente al hermano mayor, si miraba hacia abajo, como
concentrada en otra cosa, el momento sería rápido, casi
imperceptible. Se dio cuenta a mitad de camino que estaba exagerando,
caminando como un jorobado, la cara casi entre sus manos. Era un
monstruo. Tomás se levantó, apoyó la guitarra contra la medianera
y se metió, también, para adentro de la casa. Coincidieron en la
ventana, él la dejó pasar.
Popi
fue rápido para el baño chiquito de la cocina y cerró la puerta
corrediza. Adentro se miró la cara, se lavó las manos, se volvió a
mirar la cara. Salió del baño y vio a Tomás de espaldas. El la
escuchó y, ensayado, se dio vuelta.
-¿Querés?,
dijo cortando el aire, sosteniendo adentro el humo del porro que le
ofrecía. Ella lo agarró entre sus dedos y fumó. Una, dos, tres
veces. Empezó a toser. Se lo devolvió con una mano y con la otra se
tapó la boca. La tos no aliviaba aunque Popi la intentara calmar
carraspeando, la garganta irritada le devolvía espasmos y pronto
perdió control sobre su propio cuerpo. Cuando se le pasó un poco,
sonrió con cara de loca hasta que por entre los dientes le volvió a
salir la tos. Tomás largó una carcajada sin gracia. Ella, que temía
que a la tos la siguiera el vómito o el llanto, se volvió a
encerrar en el baño. El hermano mayor que fumaba y también tosía;
Popi miró por la cerradura y lo vio largando humo por la nariz y la
boca.
Cuando
volvió a la mesa, el relato de Victoria ya había terminado. Ahora
Griselda peleaba con Francisca que había aparecido de nuevo. Quería
ir a lo de una amiga a jugar y Griselda se negaba a llevarla. Le daba
miedo andar por la calle a esa hora. Miedo a las luces fuertes y las
sombras y al viento débil que agita las últimas ramas de los
arboles, a todo ese escenario siniestro y silencioso. Sus amigas
querrían irse a sus casas y ella tendría que volver sola. Resentía
el momento de las reuniones cuando algo hacía tambalear todo,
incomodando a los invitados y recordándoles que había un mundo
afuera, que ya era hora de volver a casa. Estaba pasando y era culpa
de Francisca. Esperó el anuncio de retirada de alguna de sus amigas
pero no llegó; frente a este abuso a su hospitalidad, sintió un
leve deseo de que se fueran.
Francisca
finalmente se levantó y caminó hacia el fondo del jardín. Frenó
un momento, se quitó el pelo del hombro. Natalia jugaba con los
esmaltes sobre la mesa, hacía chocar los vidrios, cada tanto se
limaba un poco las uñas. Griselda maldecía a su hermana con
palabras que la hacían parecer más grande y cansada de lo que era.
Francisca fastidiaba el ambiente y violaba constantemente el pacto
bajo el cual sólo podía estar ahí si guardaba silencio y aceptaba
hacer de ayudanta de las chicas.
Victoria
agarró la tijerita de uñas, dobló la rodilla y subió el pie al
asiento. Con suma concentración empezó a cortarse los pelos que le
crecían en la pantorrilla. Griselda despotricaba mientras se servía
más jugo de manzana. Luego, un minuto de silencio.
-Tengo
frío, ¿Vamos a depilarnos?
Escondida
entre los matorrales, ofendida, Francisca vio cómo las chicas se
levantaron de la mesa dejando el jardín vacío, el mantel bailando
con el viento, sostenido solo por el peso de los esmaltes de colores
y el vaso de whisky.
Las
amigas entraron a la habitación de la mamá de Griselda y cerraron
con llave. Griselda abrió el placar de madera marrón y sacó un
horno naranja con un hueco lleno de cera verde y maciza. La
enchufaron debajo de la mesita de luz y se sentaron a cada lado de la
cama a esperar que calentara. A medida que la cera se derretía,
motas de pelos cortos emergían hasta la superficie y quedaban ahí,
flotando.
-Qué
asco, está sucia, dijo Victoria.
-No,
se usa muchas veces la cera, nena, hasta que haya más pelos que
partes verdes
-Yo
así no la uso ni loca
Por
haber sido la que se quejaba, Victoria fue elegida para ir a la
cocina a buscar el colador. Mientras revisaba los cajones, espió de
reojo a Tomás en el sillón del living. Tenía el cuerpo como
arrojado sin vida, la tele estaba prendida y la miraba hipnotizado,
con la boca abierta. Victoria encontró el colador en el cuarto cajón
y volvió a la habitación de los padres.
-Cerrá
con llave, le ordenó Griselda.
-Hay
un olor horrible
-¡Cerrá!
En
el baño, Popi sostenía la olla y volcaba la cera a través del
colador que sostenía Victoria. Antes de que todo el líquido hubiera
pasado, el calor de la olla empezó a quemar, despidiendo un humo de
olor fuerte. Popi soltó las manijas de golpe, la olla pegó una
vuelta en el aire. Por un segundo, la masa verde y blanda quedó
suspendida en la altura, tomando distintas formas y largando humo. La
masa aterrizó sobre el mármol del baño y sobre las manos y las
piernas de las chicas que ahora saltaban gritando y ardiendo con
furia.
-¡Pelotudas!
¡Pelotudas!, gritaba Griselda, única sobreviviente intacta al
accidente. Agarró el lápiz con el que se mezclaba y empezó a
recuperar cera del mármol; se untó los bigotes y los muslos,
quemándose la piel.
Tomás
dormía tapado con una frazada en el sillón. Una nube tóxica
sobrevolaba el baño, la cera seguía quemando y despidiendo sus
humos. Griselda se depilaba los bigotes y Popi levantaba los brazos
mientras Victoria le untaba las axilas con el lápiz. Las tres se
habían acostumbrado al sopor que les producía el encierro.
El
viento que entraba por la ventana abierta hacía bailar las cortinas
de la cocina. Afuera los esmaltes se habían caído de la mesa y el
vaso estaba roto. El mantel aterrizó sobre un arbusto del jardín.
Escondida detrás, Francisca esperaba la tormenta. Hacía rato que no
escuchaba a su hermana y sus amigas. Se sacó la remera por sobre los
hombros y se desabrochó los pantalones. Con el cuerpo desnudo se
acercó al vértice de la pileta. Esperaba atenta a que alguien la
detuviera: nadie. Griselda, Popi y Victoria yacían inconscientes y
untadas con cera sobre el piso del baño. El hermano mayor descansaba
en el living bajo su frazada. Francisca los llamó a todos desde el
borde de la pileta.
-Chicos,
¿me meto en la pileta? Euu, ¡me meto en la pileta!
Y
con el pie izquierdo bajó el primer escalón. Sopló un viento
furioso y el mantel levantó vuelo, levitaba sobre la pileta.
Francisca dio un paso más, hundiendo toda su pantorrilla en el agua.
-Me
meto, ¡eh!
Así,
bajó uno y otro escalón. Reinaba el silencio en la tarde, cuando el
agua le llegó hasta la cintura, tuvo un escalofrío y empezaron a
caer las gotas sobre la superficie de la pileta.
1 comentario:
Muy entretenido, dani!!!!
Vero tu comadrina de emi
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