9 de septiembre de 2019

Yámana

4

 

Lupe abría la heladera cada cinco minutos para cerciorarse de que la media docena de huevos siguiera ahí, en la esquina del estante, esperando a ser llevada a la escuela el lunes. Los amaba porque eran suyos. Miguel la había descubierto sentada en el cajón de verduras con el cuerpo adentro de la heladera y la había amenazado con tirar los huevos a la mierda. Decía que así se iba todo el frío. Todo el frío. Lupe miraba a través del vidrio congelado de la ventana de la cocina, la casa de nieve del otro lado. El auto de nieve, las veredas de nieve. El frío de la heladera le daba risa. Sacó la huevera y se la escondió debajo del camisón. Comió un calafate del tupper que se habían traído del asado. 

Puso los seis huevos sobre la cama y los hizo rodar por el acolchado. Paola le había dicho que de los huevos nacían los pollitos, ella había visto un par en la casa de su abuela. Lupe eligió el más oscuro porque tenía una mancha de caca y algunas plumas blancas adheridas a la cáscara. Necesitaba un nuevo animal, sabía que eran necesarios para protegerse de cualquier cosa que anduviera por la isla.

Juntó ramas, hojas y tierra, la toalla con la que Juana se teñía el pelo y una lámpara de su mesita de luz. Construyó el nido en el estante más alto de la casa, encima de la biblioteca de madera de su cuarto. Palmiro no llegaría nunca. Encendió la lámpara bien cerca para que le diera calor. Al lado del nido sentó a su muñeca sin pelo y le colgó un cartel del cuello: No tocar. 

 

Esa mañana, mientras preparaba el desayuno, Juana les contó que la prima Roxana se casaba y las había elegido para llevar los anillos. Dijo que era una función muy importante y hasta se tendrían que hacer vestidos. Lupe se imaginó vestida como una reina con guantes y sombrero, no pudo evitar sonreír, respiró hondo inflando el pecho. Después de la escuela las buscaba su prima para ir a la modista. 

En la escuela nadie se dio cuenta de que a Lupe le faltaba un huevo de los seis que les habían pedido. Había que hacerles un agujero en cada punta, la maestra mostró cómo hacerlo con un escarbadientes. Después había que soplar con fuerza por uno de los agujeros y todo el líquido saldría por el otro. Lupe lo intentó, pero el contacto de sus labios con la clara viscosa del huevo le dio una arcada. Cuando la maestra lo hizo por ella, como ya lo había hecho por la mitad de la clase, ni se detuvo a fijarse cuántos había en la huevera. Después de rellenar las cáscaras con chocolate, dejó que los chicos lamieran las cucharas y los recipientes, cualquier superficie con restos de azúcar. Lupe se pasó la tarde pensando en su nueva mascota, el pollito. 

 

Dejó los huevos al fondo del primer estante de la heladera y se fue corriendo al cuarto a verlo. Alguien había apagado la lámpara sol. Acomodó un par de hojas sobre el nido. Nada más parecía haber cambiado, ¿podría alimentar a su mascota con calafates? Era lo único que había en la heladera, el chocolate no podía hacerle bien. Tendría que ver cuando naciera. Buscó la parte limpia y besó la cáscara.

—Te quiero.

 

Roxana las pasó a buscar. La tía le había prestado su auto porque la modista quedaba en La Colina y no se podía ir a pie. Venía escuchando la radio y bajó el volumen cuando subieron las chicas.

—Es el programa de mis compañeros del colegio —dijo y sonrió con su cara redonda. 

Cuando intentó arrancar, el auto se sacudió un poco y se apagó. Roxana giró las llaves, la radio también se calló y volvió con más volumen, lo bajó de nuevo y avanzó por el barro congelado. Camila iba en el asiento del acompañante y le pidió que se pusiera el cinturón. 

— ¿Saben que además del casamiento voy a tener un bebé? No, claro que no lo sabían. –Se rio sola.

— ¿Te hiciste un aborto? —preguntó Lupe desde atrás sin pensar, algo que había escuchado decir un día a Juana en la cocina. 

 

La modista trajo tres catálogos que abrió sobre el mostrador en las páginas que tenía marcadas. Las hojas empezaban a ponerse amarillas. Había cuatro opciones de vestidos. Lupe y Camila coincidieron en sentirse secretamente decepcionadas. La modista hablaba y hablaba de las características de cada vestido, a Roxana se le pusieron los ojos rojos, y a Lupe le pareció que solo ella se había dado cuenta. Quizás ni Roxana lo sabía, porque seguía asintiendo y mirando los vestidos de las fotos como si nada. Ninguna de las tres hablaba, parecían coincidir en el poco entusiasmo respecto a las opciones que les mostraba. A la señora eso la ponía nerviosa. 

—Mirá, este es el que más le gustó tu abuela, y este a tu abuelo Bernardo. –Señaló al que tenía un moño enorme en el pecho y al que era largo hasta los tobillos. 

—Bernardo no es mi abuelo —dijo Lupe.

—… Pero tendrían que decidirlo hoy, ya es última hora. Tu mamá me dijo que el casamiento es el 25, ¿no es cierto? Ya estamos tarde. –Le hablaba a la nuca de Roxana, que tenía la cabeza gacha y la mirada fija en las revistas. Seguía sin hablar. La señora fue levantando la voz, la cabeza le bailaba sobre el cuello, las manos tensas sobre la revista arrugaban la página. 

— ¿Se dieron cuenta de que es siempre la misma modelo con distintos vestidos? —dijo Roxana.

Entonces hasta la modista hizo silencio. A Lupe se le puso la cara colorada, sintió un fuerte calor en las mejillas. Camila empezó a llorar, se lo agradeció agarrándola de la mano.

— Mejor volvemos otro día —dijo Roxana caminando hasta la puerta, las chicas la siguieron de cerca. Cuando entraron al auto, a las tres les agarró un ataque de risa. 

— ¡Eran horribles!

—Casarse es horrible.

 

En la heladera no había nada, ni un rastro de chocolate, la huevera vacía. Un atraco y un solo sospechoso: Miguel. Lupe corrió a la habitación, trepó la biblioteca, y respiró hondo al ver que el huevo estaba a salvo. Tragó saliva, tenía la garganta cerrada. Salió para el fondo, no quería cruzarse a su papá. Ahí, en la tierra seca donde no crecía el pasto, escaseaban las lombrices. Lupe las cortaba por la mitad y las mandaba al hospital de bichos, donde los pedazos cobraban vida. Así las reproducía buscando repoblar el jardín. Palmiro dio un par de vueltas alrededor suyo y cayó rendido, sus cuatro patas escondidas debajo del cuerpo. A medida que se fue moviendo el sol, la temperatura empezó a bajar. El viento en la copa de los árboles movía las hojas y hacía tanto ruido que Palmiro se levantó. Lupe seguía con su trabajo de cirujana. El perro empezó a soltar un aullido suave. Lupe tembló de frío. Después de un rato, apareció otro perro y se sentó contra su espalda, dándole abrigo. Palmiro también se acercó, y aparecieron tres perros más que se acostaron alrededor de ella, hasta que la cubrieron como un colchón y como una manta. 

Lupe se quedó dormida, soñó que iba corriendo por la ruta hacia Lapataia, su bahía preferida. Pasaba el cartel del fin del mundo. Buenos Aires 3.063 km, Alaska 17.848 km. Corría por la pasarela de madera. La cara se le empezaba a inflar. Llegaba agitada al extremo sur del planeta, desde donde le parecía que podía lanzarse un astronauta hacia el espacio. De pie sobre un conchal estaba Guido, vestido como un yámana, la piel cubierta de grasa.

—La bahía está hecha de madera. 

Y a Lupe le estallaba la cara.

En la guardia dijeron que tenía paperas y que debía estar en cama durante al menos dos semanas. Paperas, paperas. Pensó que su enfermedad tenía nombre de hámster, que durante un mes en la cama iba a salirle una capa de pelo en todo el cuerpo e iba a crecerle una cola. Lloró pensando en los huevos de pascua. 

Las paperas eran la peor enfermedad posible. Pasaban las semanas y los síntomas no se iban, los pasillos de su mente estaban encendidos. Se aburría durante las tardes largas con la casa vacía, Cristina lavando los platos, pasando el trapo por la cocina, el sonido de la radio que apenas llegaba a la pieza. Había mudado el nido al lado de la cama, al cajón de la mesita de luz, y a veces se guardaba el huevo en el bolsillo del pijama para acariciarlo.

El día del casamiento Lupe todavía estaba enferma. Con la puerta entreabierta vio cómo Camila se ponía el vestido blanco. Le quedaba mejor que a la modelo de la revista. Juana le hacía unos rulos en el pelo con la buclera y Miguel planchaba su camisa. Había soñado toda la semana entre fiebres con ese momento. Lupe comía del tupper de calafate que le había llevado Miguel a la cama. Sabía que tenía los labios morados, le encantaba verse al espejo con los labios pintados de calafate. Ahora no podía mirarse en ningún lado. Para compensar su aburrimiento, la habían dejado comer todos los que quisiera. 

   Tenía el mismo pijama hacía cuatro días, había perdido la cuenta de cuántas veces había transpirado y cuántas veces se había secado entre las sábanas. Tenía el pañuelo celeste de Juana puesto alrededor de la garganta y el pelo largo y enrulado despeinado. Antes de que abrieran la puerta, ya había llegado a la habitación el olor al perfume de su mamá. Después escuchó las voces, el eco de los tacos viajando por el pasillo que Lupe conocía de memoria. ¿Y si había cambiado en ese tiempo de cama? ¿Si al salir de las paperas se encontraba con que el mundo era otro?  La fiebre la mareó. Sabía que quien come calafate, siempre vuelve a la Patagonia. 

Camila estaría atravesando el salón con su vestido, todos sonriéndole por haber sido la elegida. La abuela Celia tendría puestos sus aros azules y ese perfume que se le pegaba a la ropa de Lupe después de abrazarla y le duraba todo el día. Miguel ya estaría en el medio de la pista con los zapatos de taco robados de alguna desprevenida, las luces de colores, los brazos hechos de manteca. Bernardo era alto y su color era el blanco de su pelo. Todos bailaban atravesando el cuerpo de Lupe, felicitando a Camila, qué bien lo hiciste, ¡te contrato para el mío! Risas, risas.

 

— ¿Estás bien? —susurró Camila entrando a la habitación. Con una mano se cubría la boca. Se acercó a la cama y puso su mano libre sobre la frente de Lupe.

— ¿Por qué, por qué? —Abrió los ojos grandes y agarró a su hermana por el cuello con toda la debilidad de sus paperas. Como si alguien la hubiese desenchufado, cayó rendida sobre la almohada. Camila le acarició la frente y el pelo. Cuando levantó la sábana para acomodarla, sintió el líquido espeso de la clara de huevo y la baba amarilla que empezaba a colarse entre las arrugas de las telas. Los pedazos de cáscara aplastada eran como una moneda en el cemento, en las vías del tren, y tuvo que salir corriendo. 


A Lupe le pareció que soñaba con la ventana abierta, y cuando abrió los ojos vio a su mamá sentada en la cama de al lado, la mitad del torso afuera fumando un cigarrillo. Debía ser pasado el mediodía porque se sentía el olor de la comida. Entrecerró los ojos para hacerse la dormida y poder espiarla. Juana se dio cuenta. 
—Perdoname, Lupe, es el único lugar donde puedo estar sola.
El humo que entraba por la ventana la hizo adormecerse. 
—Tuve tu embarazo en la guerra. Todo el tiempo estaba nerviosa, nunca había visto tantos aviones. A las ocho en casa. Las alpinas de madera, ¿y si caía una bomba? Vos eras mi primera hija. Mi único objetivo era que sobrevivieras… Y con todos los muertos del presidio, dando vueltas por ahí, en la iglesia donde se casó tu prima. Esta isla es una maldición.

14 de agosto de 2019

Volvieron a la plaza fumando un cigarrillo cada una. Las demás estaban sentadas mirando a los chicos jugar. A Pony le parecían unos nenes. Vicky estaba un poco alejada, tirada sobre el pasto en los brazos de Chucho. La pelota voló y cayó a los pies de Julia. Fue Nicolás el que corrió a buscarla. Se agachó y le clavó los ojos en la mirada. El olor de su transpiración la mareó. Se agachó ella también y lo escuchó agitado, él se acercó sin pensar y le dio un beso en la boca. Corrió de vuelta a la cancha y siguió el partido. Ella lo miraba desde afuera, intentaba distraerse con sus amigas pero no había caso. Diez minutos después el metió un gol. Cuando se acercaba a la esquina donde estaba Julia, ella sentía la corriente eléctrica que los imantaba. Tenía miedo de que el resto del mundo se cayera por el precipicio que aquel amor iba construyendo a su alrededor.

10 de febrero de 2019

El reloj patriarcal


            Orense era un viejo pueblo de pescadores donde fuera de temporada vivía una docena de familias. Les habían asegurado que en esas últimas semanas de noviembre ellos serían los únicos turistas. Fue Ofelia la que reconoció la casa de la foto frente al mar. En el balcón había un nene flaco colgando de la baranda, la remera levantada dejaba su panza a la vista. Junto a la puerta de entrada había un hombre con bigotes y gorra. Cuando Ofelia bajó del auto, vio que le faltaba una mano. Esperó a que Manuel abriera el baúl para sacar los bolsos. Sebastián la tomó por los hombros con cariño. Sopló un viento fuerte que hizo volar la arena. El nene que colgaba empezó a reír, su risa hacía eco en las casas vacías.
            — ¿Qué hora es?
             El viento sacudía el pelo largo de Ofelia. Giró la cabeza hacia el mar. Sebastián agitó la muñeca y se acercó el reloj a la cara. Su ojo con estrabismo perdió el rumbo.
            —Las seis. Clavamos siete horas justo.
            Dos mosquitos se le posaron en el antebrazo y Sebastián se golpeó pero no pudo matarlos.
            —Qué terrible la humedad. —Ella se sacudió un zumbido de la oreja. —Qué suerte que trajiste el reloj de tu papá al viaje.
            —Es mío, ¿qué te pasa?
            —Es un reloj patriarcal.
            La risa del nene llegó hasta el mar. Ofelia se colgó el bolso y trepó el pequeño médano hasta la casa. El hombre de gorra la esperaba con su única mano extendida. Ella le devolvió el gesto.
            —A que estaba muy cargada la ruta hoy. Buenas tardes, soy el señor Majo. —Tenía una voz gruesa que la sorprendió.
            —Llegamos diez puntos. —No pensaba en lo que decía.
            Adentro de la casa todavía estaban las luces apagadas. Los chicos no subían, ¿por qué se demoraban tanto? Lo primero era ver la casa y deshacerse del señor Majo.
            Mi casa es la verde de acá al lado fue una de las tantas indicaciones que Ofelia escuchó a medias. Quería dejar todo adentro y darse una ducha. El cielo tronó y estalló en blanco y azul. El nene golpeaba el techo con los pies y ahora colgaba con un solo brazo. Es un mono, pensó ella. El mono le debe haber comido la mano al padre.
            La casa por dentro era como la esperaban, una cama arriba, dos abajo, olor a encierro y a mar. Una tele, un aire acondicionado un poco más rústico del que habían mostrado las fotos. La heladera ya estaba enchufada. Majo se despidió con un hasta luego y salió.
            — ¡Cierro la puerta! Al mar le gusta llevarse a la gente con días así.
            Ofelia la volvió a abrir, el mar estaba cerca, nadie hubiese querido la puerta cerrada. La niebla nunca entraría en la casa. El nene tampoco entró. Ella imaginó que habría saltado desde el techo hasta los hombros de su padre. Desaparecieron.
            Dejaron los bolsos al lado de la entrada. Sebastián se metió en el baño, Manuel desenvolvió el queso, el pan y el salame que habían comprado en la ruta, y Ofelia descorchó un vino tinto. Sirvió tres copas, le alcanzó una a Manuel y tomó de la suya. Habían traído tres vinos tintos más, dos blancos que habían sobrado en navidad, y un gin para hacer gin tónics.
            Sebastián salió del baño.
            — ¿A qué hora llegan los demás?
            —Ya tendrían que haber llegado.
            —No entiendo por qué no nos estamos preocupando.
            — ¿Y si los atacó el loco de Orense?
            —No digas pavadas.
            Ofelia no quería que la conversación llegara a un lugar incómodo. Sirvió más vino.
            —Esta picada se come en el balcón.
            A todos les pareció buena idea, Sebastián y Ofelia juntaron las sillas y Manuel subió la tabla grande con la picada y las copas.
            —Llevá la petaca que tengo en la mochila —le dijo a Ofelia.
            Ella se puso a buscarla mientras los otros subían las escaleras. La puerta se cerró de golpe. Un viento helado atravesó el living, la cortina de la ventana se infló como un fantasma. Ofelia se apuró a encontrar la botella y subió corriendo.
            Armaron la mesa con una puerta de madera que habían encontrado en la habitación y dos baldes. Las sillas miraban todas al mar. La figura de los dos amigos se recortaba contra el cielo gris. Se habían sacado las remeras. Sebastián apoyaba la copa de vino sobre su panza. Manuel hablaba con las manos detrás de la nuca. Sostenía un cigarrillo. Fumaba cada día más.
            Ofelia ocupó su lugar y destapó la petaca.
            —Delicioso.
            Tomó un par de tragos.
            —Qué rico está el salame. Les dije que había que comprar las ofertas de la ruta.   Brindaron mientras el cielo estallaba. Era imposible saber si era de día o de noche. La bombilla de luz lanzó un zumbido fuerte y se apagó.
            —Bien, nos quedamos sin luz.
            —Y sin música.
            Sebastián terminó el vaso de vino. Estiró el brazo pidiendo lo que hubiera en la petaca. Manuel se ponía de pie y levantaba la mirada cada tanto, desde ahí se veía la ruta de tierra por la que habían llegado.
            —Igual no creo que el loco de Orense ataque con una noche así.
            —Basta, ¿podemos hablar de otra cosa?
            —Seguro que se atrasaron con la niebla, ya vieron cómo maneja Alejandro.
            Cayeron un par de gotas sobre el balcón, juntaron las cosas y volvieron abajo. Comieron en silencio de pie en la cocina, tenían mucha hambre tras el viaje. Manuel fue el primero en ir afuera, bajo el techo que cubría la entrada. Ya quería fumar un cigarrillo.
            El cielo se encendía irregularmente, el ruido del mar sonaba de fondo.
            — ¿Sabés qué? Encendé un porro.
            — ¿Antes de que lleguen?
            —No podemos esperarlos para siempre.
            Ofelia buscó en su bolso la lata donde traía armados los porros. Habían acordado fumarlos entre todos, pero este primero podía ser una excepción. Fumaron y tomaron sentados en el banco de plaza que había en la entrada. Los tres miraban al cielo, nunca se largó a llover. Oscureció tanto que desapareció la línea del horizonte. El mar se comía a la tormenta.
            —Los dioses están enojados. —Ofelia volcó un poco de licor de la petaca sobre la arena. — ¡Les hago mi ofrenda!

            Bailaban en el médano bajo la luz de la luna llena, todos tenían el vaso lleno. Ella se movía con los ojos cerrados. Manuel se reía solo. Sebastián estaba inquieto.
            —Estoy aburrido, vamos a explorar.
            — ¡Vamos!
            —Traje linterna.
            —Llevamos un gin tónic rutero.
            —Sí, y dejemos una nota para los demás.
            Manuel cortó la botella de agua tónica a la mitad y Sebastián preparó el trago.
            —No hay hielo todavía, no va a estar tan bueno.
            —Ah, no, entonces no.
            Los tres se rieron, las risas de los tres causaban más risas. Eran imparables, Ofelia apoyó la frente en el hombro de Manuel, Sebastián se agarraba la panza. Se agachó y golpeó el piso con los puños. Tenía los ojos apretados. Ofelia empezó a toser, se había atorado con su propia risa. Se abrazaron, las camperas de cuero hicieron ruido al rozarse. Salieron de la casa haciendo un trencito. Ella iba adelante, seguida de Sebastián y Manuel.
            La arena estaba húmeda y endurecida, era fácil caminar. Ofelia al medio iluminaba la bruma que había siempre delante, Manuel llevaba el rutero y lo iba repartiendo entre los tres.
            —Acá vive el señor Manco —dijo Ofelia y señaló a la casa verde.
            Todos se rieron. Avanzaron algunas cuadras y salieron del balneario. El camino subía hacia el médano atravesando una arboleda.
            —Y también su hijo mono. —El mar sonaba tan fuerte que nadie escuchó el comentario y la conversación terminó ahí.
            Treparon el médano y siguieron el camino entre los árboles. Sebastián acompañaba sus esfuerzos con gruñidos. A lo lejos vieron un cartel cuyas letras brillaron cuando Ofelia las alumbró. Gruta, decía, y una flecha señalaba hacia el costado del camino. Subieron varios escalones de piedra, atravesaron una entrada gobernada por dos árboles y en el medio de una ronda de rosales en flor, encontraron la gruta, un caracol de mar gigante, hecho de cemento y pintado de blanco. La punta pinchaba el cielo. Caminaron a su alrededor pasándose el rutero de mano en mano. Ofelia tenía ganas de vomitar.
            —Entremos.
            Manuel fue primero. Ella lo siguió, le alumbraba los pies. Sebastián fue detrás, no se había dado cuenta de lo borracho que estaba hasta que tuvo que subir por la escalera empinada que giraba alrededor del centro del caracol. El ruido del mar era cada vez más fuerte. Los tres se agarraban de las paredes, porosas y húmedas. Las plantas de las zapatillas se les adherían al suelo. 
            Manuel se detuvo.
            — ¿Qué hay?
            Se acercó Ofelia.
            —Un altar a la virgen.
            —No quiero mirar.
            — ¡Llora sangre!
            Había estampitas, estatuillas de distintos tamaños y algunas flores de tela. Dos velas nuevas y una encendida a punto de consumirse. En el fondo había un poster de la virgen de Guadalupe, dos lágrimas de sangre le caían por las mejillas. El poster también había sido víctima de la humedad, tenía los bordes redondeados y varios colores de la imagen borrados.
            —Deberíamos dejar el reloj patriarcal como ofrenda.
            — ¡Sí! Dejalo.
            —Es ofensivo. ¡Que lo deje, que lo deje!
            Manuel, Ofelia y Sebastián se zarandeaban de un lado a otro en el pequeño espacio del descanso, se chocaban contra las paredes y se reían. Ella lo agarró de la muñeca y le desató el reloj. Lo puso al lado de un rosario, el brillo de la vela parpadeó y se apagó. Alguien gritó. Una ola rompió tan fuerte que pareció que se los llevaría con la corriente. Los tres bajaron corriendo y corrieron por el camino alejándose de la gruta hasta que Ofelia frenó porque se sentía mal. Intentaban recuperar el aliento.
            — ¿Qué pasó? preguntó Ofelia.
            —Vos gritaste.
            —No, yo corrí porque alguien saltó antes.
            Intentaba mirarlo a los ojos en la oscuridad.
            —Mi reloj, no lo puedo dejar ahí. —Sebastián se agarraba la muñeca desnuda. —Me lo regaló mi abuela. —Estaba al borde del llanto.
            Ofelia encendía y apagaba la linterna, le daba golpes con la palma de su mano.    —Esta mierda, no pude explorar nada al final. —La guardó en el bolsillo de su campera.
            —No se hagan los boludos, acompáñenme. —Sebastián empezaba a enojarse.
            —Vos dejaste el reloj ese ahí, sabés que no le estaba haciendo bien a tu machismo tenerlo. —Ofelia dio media vuelta, se reía. —Por supuesto que vamos todos.
            A Manuel ella le pareció un fantasma moviéndose en la sombra. Dudó si hacían bien en seguirla, tomó a Sebastián por el hombro pero las palabras no salieron de su boca.
            La luz de la luna alumbraba el cartel de la gruta como si quisiera que la encontraran. Sebastián se sintió afortunado y tonto por haberse preocupado tanto por el reloj. Recorrieron el camino por el que minutos antes habían corrido. Ofelia se arrepintió de ser siempre tan miedosa. El valor era solo cuestión de cambiar la perspectiva, ahora el sendero se veía inofensivo. La niebla se empezaba a desarmar. Había paz. La gruta era maravillosa bajo el brillo de la luna.
            —Parece un portal a otro mundo.
            —No digas boludeces.
            —Subo.
            —Dale, te esperamos acá.
            Manuel agarró a Ofelia del brazo y empezaron a caminar en círculos. Sebastián subió los escalones sin tocar las paredes. Tanteó entre las estatuitas, la virgen y sus adornos, todo se le pegaba a los dedos, las velas, las flores, pero el reloj no estaba. El grito de Ofelia lo hizo saltar. Gritaba su nombre, una y otra vez.
            El cielo estaba despejado y brillaban muchas más estrellas que en la ciudad.
            —Ofelia. Manuel. ¡Ofelia! Dale, idiota. Manuel. No veo nada. ¿Dónde están? Carajo. Ofelia, Manuel.
            Lloró lágrimas de verdad. Su propia respiración agitada le impedía concentrarse en los sonidos del médano y del bosque. Caminaba de un lado a otro sin orientación. Agarró una gran piedra del suelo y buscó el camino de vuelta al bosque y a la ruta.          —Manuel, Ofelia. —Ahora susurraba sus palabras porque no estaba seguro de querer ser escuchado. —Si aparece algo en la oscuridad, del miedo que tengo lo mato. Lo mato. Incluso si es el nene mono, lo mato a piedrazos. —Se acariciaba su propio brazo, eso le traía un poco de tranquilidad. —Ya llegamos, ya llegamos.
            Orense seguía sin luz. La luna reflejada en el agua era una buena guía y le permitió ver el auto gris de sus amigos frente a la casa. Habían llegado los demás. Corrió médano arriba, lo alivió que la puerta de la casa estuviera abierta. Entró, buscó en el baño, en el piso de arriba, tanteó las camas. Se escuchaba el silencio del balneario, el llamado del mar en el oído de Sebastián.
            —Manuel, déjate de joder. Son boludos, eh.
            Dio vueltas sobre su eje, el suelo crujía. Los sonidos eran más importantes en la oscuridad, cobraban otro sentido. Decidió que no iba a hablar más. Bajó el médano y corrió hasta la casa del señor Majo. La puerta estaba abierta, adentro tampoco vio a nadie, cuando entró a la cocina, sintió algo a sus espaldas. Alguien corría. Sebastián corrió tras la sombra, que iba hacia el mar. Bajo la luz de la luna reconoció al nene mono. Iba empujado por el viento. Frenó de golpe y miró atrás, como queriendo asegurarse de que Sebastián también hubiera escuchado el llamado del mar.


19 de diciembre de 2018

Bruna, sociales

La mañana en que Mario salía de la cárcel, uno de los policías que peor lo había tratado en esos seis años de encierro estaba de turno. Fue él quien buscó las pertenencias del preso en el sótano de la comisaría, quién dio la orden de liberación, y quien, finalmente, firmó el acta. El comisario López lo odiaba, como odiaba a todos los presos que estaban condenados por casos de pedofilia. Ocho años antes, tras la denuncia de un vecino, habían encontrado metros de cintas de pornografía infantil casera, todas filmadas en el monoambiente que Mario compartía con su novia en la ciudad. En muchos de los videos se veía a menores de edad inhalando cocaína. Uno solo se inyectaba heroína en el antebrazo. Una mano peluda y grande lo ayudaba desde detrás de cámara. El director nunca mostraba su rostro, pero una cicatriz blanca y larga que atravesaba su mano como un rayo lo volvía reconocible. Mario y su novia fueron juzgados, también, como consumidores y traficantes de estupefacientes, aunque solo se habían encontrado tres plantines de marihuana en el balcón de su departamento.
            El comisario López se cortó la uñas, leyó el diario del domingo de principio a fin, se tomó un café en la cafetería de la esquina, y revisó algunos viejos expedientes que tenía que ordenar. A última hora bajó al sótano a buscar las pertenencias de Mario. Unas llaves y una billetera. La abrió, le sacó toda la plata, una tarjeta de débito hecha pedazos, y la licencia de conducir. Firmó los papeles y le pidió a un cabo que lo soltara. Él no quería tener que ver a ese hombre salir en libertad.
            —Me voy a cortar la mano —le dijo Mario al cabo cuando se despidió. Estaba tan flaco que los pómulos no se elevaban cuando sonreía.
            Una vez afuera, se encontró con que para el mundo él había dejado de existir. Era un fantasma, todo era posible. Recolectó el dinero que tenía repartido y se puso en marcha. Su destino era un pueblo a cuatrocientos kilómetros de la ciudad. Nunca había estado ahí, pero los relatos de sus compañeros de celda fueron suficiente como para convertirlo en un destino tentador.
            Desde el primer día, Mario había sabido que la única manera de sobrevivir en la cárcel sería unirse a los hermanitos, como llamaban los demás presos a los convictos evangelistas. Eran tantos que habían logrado muchos privilegios dentro del penal, pertenecer implicaba también cierta protección por parte de los demás hermanos, y sobre todo, protección contra ellos. Los hermanitos eran los únicos capaces de aceptar a un pedófilo. Sin ellos, su suerte en la cárcel habría sido terrible. Mario tocaba la guitarra, por lo que su llegada fue muy bienvenida. Aprendió las canciones, participó en las misas y en los bautismos, cumplió con todas las reglas que se le impusieron y, sobre todo, prestó atención.
            Aprendió que en el pueblo había un gran colegio evangelista, que los hermanos siempre protegen a los miembros de su iglesia sin hacer preguntas. Aprendió a predicar y a orar como un pastor, y ese fue su papel de ahí en adelante. Llegó al nuevo pueblo en colectivo. Llevaba solo un bolso con un montón de cintas grabadas a escondidas en la sala conyugal de la cárcel.

            El reloj despertador sonó a las seis cuarenta y cinco como todas las mañanas de los días de escuela. Bruna lo dejó sonar, sabía que su mamá vendría a despertarla por si las dudas. Cuando estaba por volver a quedarse dormida, cruzó su mente una imagen de la noche anterior. Se sentó en la cama, no quería tener que ver a su mamá. Se sacó el piyama, se hizo una trenza y se puso el uniforme más rápido que nunca. Una pollera tableada, camisa blanca manga larga, corbatín y mocasines negros.
            Se miró en el espejo mientras se cepillaba los dientes. Ojalá nunca hubiera bajado las escaleras. Tenía sed, por eso bajó después de cenar, después de haberle dado las buenas noches a sus papás, y de haber cerrado la puerta y apagado el televisor. Cuando entró en la cocina se dio cuenta de que había alguien, se escuchaba una respiración agitada. Eran dos. Dejó la luz sin encender, había alguien adentro del lavadero. Caminó hacia la puerta escondiéndose. Se sorprendió cuando vio al vecino, Tomás, sin remera, iluminado por la luz del farol de la calle que entraba por la ventana. Lo conocía más por el colegio que por el barrio, él iba dos años más arriba. Tenía la panza abultada, su piel parecía hecha de terciopelo, los brazos anchos y esponjosos. Se desabrochaba el botón del pantalón con la lengua afuera y los hombros encorvados, un gesto tan animal que cuando levantó la cabeza y se tiró el pelo hacia atrás, a Bruna le pareció el rey de la selva aunque todavía tuviera granos y los dientes torcidos. Dio un paso adelante lleno de energía, y se lanzó sobre su mamá, que lo esperaba con el camisón rojo y las piernas abiertas de par en par, sentada sobre el lavarropas.
            Bruna corrió escaleras arriba, por suerte tenía las medias y sabía que podía volar por la casa sin hacer un ruido. Su papá estaba dormido en la cama grande con el televisor encendido y el control remoto en la mano. Se encerró en la habitación y arrastró la gran cajonera contra la puerta para bloquearla. Se sentó en el suelo con ambas manos sobre los muslos. Apretó las piernas, empezó a enredar su camisón alrededor de su dedo índice hasta llegar a la bombacha. Se acarició, sintió que el estómago se le daba vuelta, sintió ganas de hacer pis. Cerró los ojos y le volvió la imagen de la panza de Tomás, las manos abiertas corriendo hacia la seda.
            Se volvió a mirar en el espejo, estaba tan dormida que la sorprendió verse con el uniforme puesto. Ya pasó. Corrió escaleras abajo, agarró su mochila que colgaba del perchero, y salió de la casa sin decir nada. Subió al colectivo, y mientras avanzaban calle arriba vio que la luz de la cocina estaba encendida, y la figura de los cuerpos de sus papás se recortaba sobre el fondo. Pronto su mamá subiría a su habitación para asegurarse de que se hubiera levantado. Nunca la dejaban faltar al colegio.
            Llegó temprano, así que se quedó sentada en la esquina esperando a que llegara alguna de sus compañeras. El director apareció cinco minutos después y arruinó su plan, insistiéndole para que entrara, no había que pasar tanto tiempo en la calle siendo una niña. ¿Dónde estaba su mamá? Imagen del camisón rojo. Las chicas ni siquiera deberían andar por la calle solas ¡Y encima en pollera!
            —Pero es el uniforme del colegio.
            Formaron fila como siempre, de menor a mayor, y a ella le tocó en el medio. Desde su lugar se llegaba a ver la cabeza del director cuando saludaba a la mañana y la bandera izándose desde la base del mástil. Los calzoncillos que se asomaban por sobre el pantalón de Tomás eran amarillos como el centro de la bandera. Lo buscó con la mirada entre las filas de alumnos pero no lo encontró.
            El director saludó y todos respondieron al unísono como les habían enseñado.
            —El pastor es conocedor de la verdad y su deber es rescatar almas que están perdidas en el pecado —hizo una pausa para mirar a su alrededor —y sujetas por el diablo a través de la música secular, las telenovelas, llenas de pornografía, fornicación y violencia; hacer entender que el homosexual es transformado por el pecado y no por nacimiento y que el drogadicto necesita a quien le ama: Jesucristo. Un Pastor es un mensajero de Dios. Hoy les presento con alegría al nuevo miembro de nuestro colegio, El Pastor Felici.
            Con un gesto de su mano le dio la bienvenida. El nuevo Pastor caminó por el pasillo como una quinceañera, llegó al mástil y saludó al director. Paseó la mirada entre los alumnos, saludando con una mano abierta en alto. Sus ojos se cruzaron con los de Bruna, un hilo de hielo los unió. Ella apretó las cintas de su mochila.
            —Séptimo grado se va con el Pastor Felici. Los demás como siempre.
            Cada vez que llegaba un nuevo pastor al colegio, pasaba lo mismo. Los alumnos y alumnas se sentaban en los bancos a conversar, todavía comiendo sanguches de la cantina, tomando latas de Coca cola, o limpiándose las lagañas de los ojos. Sin saberlo, medían la paciencia de la nueva figura de autoridad.
            Bruna se sentaba contra la pared en la primera fila. Estaba terminando de leer un libro que debía devolver esa tarde a la biblioteca del colegio. Volvía a empezar una y otra vez el mismo renglón, las palabras le parecían escritas en otro idioma. La imagen de Tomás y su mamá se dibujaba entre las letras.
            El pastor Felici estaba apoyado sobre su banco, los brazos cruzados en el pecho. Dio unos pasos y se detuvo en la ventana. Parecía vencido, buscando afuera un lugar de tranquilidad. Pero entonces enderezó los hombros y soltó los brazos, y empezó a caminar entre los bancos. Tenía la cabeza llena de pelo negro, los ojos negros, y dos cejas enormes que parecían hechas con corcho quemado. Los alumnos fueron recuperando la postura a medida que él avanzaba a través del aula. Hubo silencio.
            —Mi nombre es pastor Federico Felici. Llegué a la tierra con un don: la certeza de que el señor camina junto a mí.
            El pastor siguió hablando durante las dos horas que duró la clase. Nadie lo interrumpió. En la esquina, Bruna intentaba controlar sus pensamientos, pero revisaba el recuerdo de la piel de Tomás, ¿dónde tenía los granos? Dos en la frente, uno en la mejilla. Se lo imaginaba haciendo cosas que no lo había visto hacer, como tocándole las piernas, desde la rodilla hasta el ombligo.
            Contar los números primos, ¿cuáles eran los primos? Los primos, Rodrigo, Oscar, Ernesto, Francisco, Alejandro. Su papá acostado durmiendo con la mano adentro del calzoncillo. La luz azul de la tele iluminando su cuerpo. Y Tomás. Números pares, esos sí. Dos cuatro seis ocho doce diez. El pastor sigue hablando, nos va a hacer decirle nuestros nombres, qué rama cursamos. Bruna, sociales. Bruna, enredada con Tomas sobre la alfombra. Es verdad que mamá llora todos los días, la escucho en la habitación antes de que llegue papá. ¿Cómo había provocado a Tomás? Doce catorce dieciséis Mamá bailando con su camisón rojo. Yo con mi cara, Tomás sacándose la remera en el lavadero.
            El pastor avanzó por su fila y al pasar por su banco le acarició un mechón de pelo. Sucedió tan rápido que Bruna se puso colorada y empezó a preguntarse si había pasado de verdad. Miró a su alrededor pero sus compañeros estaban en sus cosas, nadie lo había visto.
            Cuando sonó el timbre y todos salieron al patio, él la llamó a un lado.
            — ¿Bruna es tu nombre?
            —Bruna María.
            — ¿Sabés qué Bruna María?
            —Me hacés cosquillas.
            —Yo escucho los pensamientos. Escucho todo lo que pensás.
            — ¡Yo no hice nada! —le gritó y salió corriendo por el patio
            Cuando se reunió con sus compañeros, todos hablaban de él. Una dijo que había escuchado que vivía con su mujer en el barrio obrero, otro que su mamá lo había visto en el supermercado con dos hijos, uno era deforme y estaba en silla de ruedas. Bruna pensó que era la única que lo conocía de verdad, porque ella sola le había hablado de uno a uno, y él podía leer sus pensamientos.
            Esa tarde en su casa, se encontró con sus papás tomando mates en la cocina. Puso dos rodajas de pan en la tostadora y encendió la hornalla para calentar agua.
            —No te escuché salir hoy —le dijo su mamá con buen humor.
            Bruna mordió un pedazo de pan para no responder, y ellos se distrajeron conversando de algo que pasaban en el noticiero.
            A la noche no volvió a bajar. Había llenado su botella de agua y la había dejado en la mesita de luz. Se acostó en su cama pero no podía dormir. Intentó apoyarse de un lado y del otro. ¿De dónde venía Felici? La pregunta no la dejaba en paz. Se acarició el ombligo y escondió su mano entre las piernas. Entonces empezó a acariciarse pensando en los dedos del pastor sacudiéndose en sus axilas, hasta terminar diciendo su apellido en voz muy baja.
            Mientras desayunaba, decidió que iba a tener más cuidado con sus pensamientos. No había podido dormir en toda la noche repasando el momento del dedo tocando su pelo. La idea de que él pudiera revisar sus pensamientos como fotografías de un álbum era terrible. ¿Cómo podía esconderse? Recitar canciones, los nombres de sus amigas, los números primos esta vez. La imagen de Tomás se empezaba a volver difusa y se preguntaba si lo había visto en realidad. Pensaba en el pastor sin camisa, ¿cómo sería su pecho desnudo, los pelos enrulados cubriéndolo todo? ¿Quién era el chico deforme de la silla de ruedas?
            Durante la clase, la ola volvió con toda la fuerza de un maremoto. Sentía los brazos grandes del pastor alrededor de su cintura, pensaba en dónde podía conseguir un camisón con un color parecido al de su mamá. Nunca nadie tiene ropa interior roja si no está buscando sexo. El pastor paseaba de nuevo por el aula mientras hablaba, era un discurso monótono en el que participaba solo él. Se puso de pie frente al banco de Bruna y ella clavó la vista en el botón del pantalón. Bajó la mirada y lo recorrió desde las caderas a los pies. Le hubiese gustado poder agacharse y verlo por todos lados de cerca. Ojalá pudiera ver a través de su ropa. Él dio un paso adelante, casi apoyándose en el banco. Ella lo miró a los ojos y se encontró con su mirada. Tres cinco siete nueve. Los pares eran más fáciles. Estiró su brazo hasta el borde del banco, los dedos le quedaron colgando, los sacudió sin quitarle los ojos de encima. Era casi como si lo tocara.
            En el recreo decidió que se confesaría. No aguantaba más el peso de sus pensamientos. Necesitaba recobrar la paz. Se acercó a la puerta del aula, a través del vidrio podía ver al pastor sentado en su silla, con los codos apoyados sobre el escritorio, leyendo una revista de futbol. Estaba en otro mundo. Bruna pensó en golpear a la puerta pero su cuerpo no respondía. Cuando el pastor pasó la página de la revista, la gran cicatriz en su mano brilló como un filo con la luz del sol. Tosió y se tapó la boca con la mano. Escupió una bola de moco verde sobre su palma y la limpió contra uno de los bancos de los alumnos. Bruna salió corriendo.
            Sonó el último timbre, y ella no fue directo a su casa. No quería encontrarse a sus papás tomando mates y no quería volver a encerrarse con sus pensamientos. Esperó en el kiosco tomando una Coca hasta que salieran todos los alumnos. Vio pasar a Tomás con su hermana, la abrazaba por los hombros y se reía, Bruna no llegó a verle los ojos. Después salió el director, algunos profesores, y finalmente, el pastor Felici.

            Dejó pasar un minuto antes de salir del kiosco, lo seguiría bien de lejos, y si la veía, le podía decir que iba a otro lado. Apretaba la botella de Coca en la mano mientras le mordía el pico. Tomó un poco más. Doblaron en la esquina y caminaron hasta Pelliza. Siete cuadras después, Felici entró a un dúplex de ladrillos a la vista. Bruna esperó un rato donde estaba. Bebió los últimos tragos de su Coca hasta que el vacío hizo ruido. Entonces tiró la botella en la calle y se acercó a golpear la puerta, dispuesta a sacar todos esos pensamientos de su cabeza.