Oliver
estira el brazo y me agarra mi mano entre las suyas. Está dormido.
La española me habla todo el viaje de cosas que no me interesan,
lugares de la India, nombres que no voy a recordar. Yo quiero cerrar
los ojos y apoyarme sobre el hombro de Oliver, rodearlo con el brazo.
Hay mucho ruido de la ruta, del colectivo destartalándose y la
música de la radio como para mantener una conversación. Odio
levantar la voz y a veces tener que hacerme la que escuché o tener
que pedir que me repitan algo. Odio tener que pedir que me repitan
algo. Le suena el teléfono y lo busca adentro de su mochila
desesperada. Yo aprovecho y cabeceo, me hago la que se me cierran los
ojos, lo hago tan bien que hasta me lo creo, me da sueño y empiezo a
sentirme un poquito mareada. Apoyo la cabeza sobre el hombro de
Oliver, él me rodea con el brazo, encuentro un hueco perfecto abajo
de su clavícula, rota tantas veces. Soy libre de nuevo. En el
colectivo hay olor a caca humana.
Cometí
el grave error de confesarle a Oliver que me gusta robar cosas. Me
pidió que le diera un ejemplo de cosas que me había robado.
Había empezado con cosas chiquitas, nunca a negocios chicos, sino a supermercados, aeropuertos, negocios caros.
-Por
ejemplo, mi billetera, le dije y me miró horrorizado.
-La
robé en el aeropuerto de Auckland.
-¡Qué
hermosa billetera!, me dice todo el mundo, y yo siempre recuerdo el
robo avergonzada en secreto. No sé por qué lo hago, pero me
encanta. Algo de saber que me pueden descubrir, pero que yo soy más
inteligente y mejor mentirosa que ellos. Hasta tengo un sistema de
mentiras ideadas en caso de que me agarren. Oliver desaprueba, cada
tanto me sermonea al respecto, desde que estamos en la India todavía
más. Entonces a mí me gusta contarle sobre más cosas que robé,
porque me imagino lo que diría Catie, y lo que diría Oliver al
respecto, los dos tan adentro de las reglas y las locuras del mundo
enfermo que se construyeron. Yo quiero salirme de esa esfera
disparada a mil millones de kilometros por hora, como un meteorito
hacia el mal, hacia todo lo que Santa Catie no haría. Oliver, tu
futura esposa es ladrona. La última vez le conté
que Ciaran me había enseñado a robar en el Wallmart y que muchas
veces robábamos paltas y cosas caras para cocinar. Me preguntó si me
había robado las bombachas rosas y le dije que no, esas las compré.
Sospechaba que no iba a conseguir bombachas en la India y en
Australia eran muy caras. Compré un paquete del supermercado y
cuando llegué a la casa lo abrí. Ashley me encontró en la
habitación desplegando uno a uno las bombachas enormes sobre la cama.
Nos agarró un ataque de risa, ella se puso una en la cabeza, la
cubría como una gorra de natación. Yo me puse una por encima de las
calzas, era grande como un short, mis cachetes del culo quedaban
absolutamente cubiertos y sostenidos por algodón. Nunca había
tenido bombachas tan grandes. Pero no estaba para andar gastando más
dólares en coqueterías y considerando la falta de expectativas
sexuales con Oliver, no me pareció importante. Igual siempre
aprovechaba para reírme un rato de ellas.
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