13 de enero de 2015

berliner


la primera y única vez que tomé un avión fue hace dos años para venir a berlín.
tomé la decisión, hice un bolso con aquellas cosas que consideré imprescindibles para mi supervivivencia y quemé el resto en un fogón secreto en el fondo de la casa de mis padres.
en uruguay, las casas de barrio suelen tener amplios jardines al fondo, escondidos tras las construcciones y entre medianeras que los separan de los demás terrenos. allí las señoras plantas jazmines y rosas y alegrias del hogar y dedican sus domingos por la tarde a ayudarlos crecer. en berlín, en cambio, el planterío se encuentra a vista de todos: en los balcones, los canteros de las tiendas, los parques. y son malvones y tulipanes.
entre las cosas que consideré imprescindibles para mi viaje había un cuaderno pentagramado y un aparato para hacer ejercicios de biceps. vine a berlín a convertirme en la pianista más grande del mundo y de la historia. estaba convencida de que para lograr mi objetivo debía partir lejos y pronto. nunca había salido de mi país y berlín se me antojó como un destino de intriga musical. entonces empecé la agotadora campaña para conseguir información sobre mi destino, alguna punta, un lugar para arrancar.
resultó ser que el primo de un compañero de mi secundario estaba viviendo en berlín. mi viejo amigo le pegó un llamado y lo confirmo. dijo que claro que podía ir a quedarme con él en los vagones, al este de berlín.
entonces tomé el avión y partí. mis familiares vinieron a llorarme al aeropuerto. yo estaba como anestesiada y no compartía el revuelo de los demás. no veía la hora de dejarlos atrás. desde entonces, empecé a vivir la vida de otra manera. el aeropuerto de montevideo me había vestido con una armadura mortal e inviolable. tenía un objetivo y la determinación para cumplirlo.
una vez en berlín, cumplí con el recorrido indicado por el primo de mi amigo y llegué a los vagones. entre los altos edificios de la ciudad se abria un claro enorme, protegido por un alambrado. a los costados de las torres, marañas de grafittis coloreaban el cielo. podía algún tipo, una mañana de agosto o de septiembre había encontrado ese edificio y se le había ocurrido pintarle su nombre. unos meses después, otro tipo, paseando por la misma calle, había visto el nombre del primero, se había desagradado y había decidido pintarle el suyo encima. y después otro más, pero dibujando un barco, luego otro con unos jugadores de futbol, y otro con el nombre de su novia, y así, hasta que la ciudad se había convertido en un sinfin de hermosos mamarrachos.
mis indicaciones decían que encontraría un hueco en el alambrado en la esquina derecha, debajo. y entonces llegó lo que no tenía que llegar: el pensamiento.
toda mi vida yo había sentido una necesidad de algo que aun no conocía. uno podría preguntarse cómo puede ser esto posible, pero lo es. siempre supe que había algo en el mundo que a mí me estaba haciendo falta y que debía encontrarlo y hacerlo. entrados mis años, me vino la idea de que eso que yo quería era tocar el piano. nunca había puesto un dedo sobre una tecla ni había logrado distinguir las naves espaciales de las bolitas negras de las blancas de los enormes cisnes que decoran una composición, sin embargo, supe que tarde o temprano eso era lo que me haría feliz. supe que todo lo que había sucedido a lo largo de mi camino, las muertes y las humillaciones , encontrarían su razón de ser en la música de mis dedos y de las teclas. todo correría hacia fuera de mí como un rio descontrolado; por dentro sólo quedaría lo manso y navegable. empecé entonces a sentir los vientos huracanados que llamaban por dentro con desesperación y amenaza.
dejé montevideo haciendo caso a mi propia amenaza. y ahora ahí, atravesando alambrados en la oscuridad ¿qué tenía que ver todo esto con mi piano?
pasó por la calle un grupo de yanquis o canadienses, de gringos seguro, tomando cerveza y se frenaron a ver qué estaba haciendo. tenía mi bolso en el medio de la vereda y buscaba con las manos por entre el alambrado. me hablaban y yo entendía poco y nada; ante la verguenza agarré mi bolso y me fuí con ellos. uno me pasó una botella pequeña de cerveza caliente y así anduvimos un largo rato. ellos eran tres e iban de negro.

había venido a berlín a averiguar la verdad detrás de la historia de wein osswald y los ocho del desierto. 

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