la
primera y única vez que tomé un avión fue hace dos años para
venir a berlín.
tomé
la decisión, hice un bolso con aquellas cosas que consideré
imprescindibles para mi supervivivencia y quemé el resto en un fogón
secreto en el fondo de la casa de mis padres.
en
uruguay, las casas de barrio suelen tener amplios jardines al fondo,
escondidos tras las construcciones y entre medianeras que los separan
de los demás terrenos. allí las señoras plantas jazmines y rosas y
alegrias del hogar y dedican sus domingos por la tarde a ayudarlos
crecer. en berlín, en cambio, el planterío se encuentra a vista de
todos: en los balcones, los canteros de las tiendas, los parques. y
son malvones y tulipanes.
entre
las cosas que consideré imprescindibles para mi viaje había un
cuaderno pentagramado y un aparato para hacer ejercicios de biceps.
vine a berlín a convertirme en la pianista más grande del mundo y
de la historia. estaba convencida de que para lograr mi objetivo
debía partir lejos y pronto. nunca había salido de mi país y
berlín se me antojó como un destino de intriga musical. entonces
empecé la agotadora campaña para conseguir información sobre mi
destino, alguna punta, un lugar para arrancar.
resultó
ser que el primo de un compañero de mi secundario estaba viviendo en
berlín. mi viejo amigo le pegó un llamado y lo confirmo. dijo que
claro que podía ir a quedarme con él en los vagones, al este de
berlín.
entonces
tomé el avión y partí. mis familiares vinieron a llorarme al
aeropuerto. yo estaba como anestesiada y no compartía el revuelo de
los demás. no veía la hora de dejarlos atrás. desde entonces,
empecé a vivir la vida de otra manera. el aeropuerto de montevideo
me había vestido con una armadura mortal e inviolable. tenía un
objetivo y la determinación para cumplirlo.
una
vez en berlín, cumplí con el recorrido indicado por el primo de mi
amigo y llegué a los vagones. entre los altos edificios de la ciudad
se abria un claro enorme, protegido por un alambrado. a los costados
de las torres, marañas de grafittis coloreaban el cielo. podía
algún tipo, una mañana de agosto o de septiembre había encontrado
ese edificio y se le había ocurrido pintarle su nombre. unos meses
después, otro tipo, paseando por la misma calle, había visto el
nombre del primero, se había desagradado y había decidido pintarle
el suyo encima. y después otro más, pero dibujando un barco, luego
otro con unos jugadores de futbol, y otro con el nombre de su novia,
y así, hasta que la ciudad se había convertido en un sinfin de
hermosos mamarrachos.
mis
indicaciones decían que encontraría un hueco en el alambrado en la
esquina derecha, debajo. y entonces llegó lo que no tenía que
llegar: el pensamiento.
toda
mi vida yo había sentido una necesidad de algo que aun no conocía.
uno podría preguntarse cómo puede ser esto posible, pero lo es.
siempre supe que había algo en el mundo que a mí me estaba haciendo
falta y que debía encontrarlo y hacerlo. entrados mis años, me vino
la idea de que eso que yo quería era tocar el piano. nunca había
puesto un dedo sobre una tecla ni había logrado distinguir las naves
espaciales de las bolitas negras de las blancas de los enormes cisnes
que decoran una composición, sin embargo, supe que tarde o temprano
eso era lo que me haría feliz. supe que todo lo que había sucedido
a lo largo de mi camino, las muertes y las humillaciones ,
encontrarían su razón de ser en la música de mis dedos y de las
teclas. todo correría hacia fuera de mí como un rio descontrolado;
por dentro sólo quedaría lo manso y navegable. empecé entonces a
sentir los vientos huracanados que llamaban por dentro con
desesperación y amenaza.
dejé
montevideo haciendo caso a mi propia amenaza. y ahora ahí,
atravesando alambrados en la oscuridad ¿qué tenía que ver todo
esto con mi piano?
pasó
por la calle un grupo de yanquis o canadienses, de gringos seguro,
tomando cerveza y se frenaron a ver qué estaba haciendo. tenía mi
bolso en el medio de la vereda y buscaba con las manos por entre el
alambrado. me hablaban y yo entendía poco y nada; ante la verguenza
agarré mi bolso y me fuí con ellos. uno me pasó una botella
pequeña de cerveza caliente y así anduvimos un largo rato. ellos
eran tres e iban de negro.
había
venido a berlín a averiguar la verdad detrás de la historia de wein
osswald y los ocho del desierto.
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