llegué a canarias hoy por la mañana. luisa no estaba en el
aeropuerto como habíamos pactado por correo. decidí recorrer las
calles en busca de alguna pista que me llevara a encontrarla. pasado
un rato, caí en la cuenta de que a luisa no le había pasado nada
malo. no era la primera vez que abandonaba nuestros planes en el
momento cúlmine y pensaba en encontrarla y, de una vez por todas,
ponerle un buen bife que le diera vuelta la cara y le quitara las
ganas de volver a hacerme esto. lo que más deseaba era entonces ser
capaz de nunca más volverla a ver, de transformarla en un recuerdo
insignificante, en una historia de bar, para contar con los amigos
cuando nos riamos de las feas en nuestro haber. en segundo lugar
hubiese deseado poder no enojarme con ella, simplemente verla,
pedirle mi dinero y partir. entonces haría la suma: pasajes,
almuerzos, cafés y tiempo, ¿cómo podría pagarme el tiempo que
había gastado pensando en ella, imaginando un encuentro en el
aeropuerto o en la calle? ella se reiría en mi cara.
-sos
una hija de remil puta
y
su cara y la de sus amigotes, boquiabiertos al principio y luego
riéndose de mí.
entré
en un bar y pedí una birra. llevaba pantalones largos y las gotas de
sudor me caían por las piernas, cosquilleando. al costado de la
barra ví a una mujer con un vestido. sentí vergüenza por las gotas
que ahora caían por mi frente y explotaban sobre el mostrador. tomé
mi cerveza de un trago.
-soy
pedro, ¿y vos?
ni
siquiera me bendijo con su indiferencia, no me había escuchado.
y
entonces en el mundo se abrió una grieta inabarcable: de un lado los
morenos, sonrientes y frescos amigos que bebían sus tragos y
compartían alegrías iluminados por el aura de la compañía, del
saberse existentes para otros, envidiados, del otro lado yo, solo y
oscuro y, en el fondo, triste. pensé en ellos, del otro lado, y su
mundo se me vino encima. la envidia viajó a través de la isla por
pasillos, olas del mar y arbustos en flor para llegar cargada de
horrores a mí e inundarme, de un solo golpe, de perversidad. pensé
entonces que aquellos tampoco eran felices, que todo este simulacro
me tenía bien cansado y que si encontrara a luisa, la mataría. con
las manos sobre su cuello, la mataría.
entonces
ya no la vería, hermosa, armar sus maletas, iluminada por la luz de
la mañana. con su cara de circunstancia ir hacia la mesa, fumar una
o dos pitadas de su cigarro, tararear una canción, golpearse la
panza con las palmas de sus manos y retomar la tarea de doblar con
torpe minuciosidad sus pantalones.
-no
te preocupes, nos veremos ahí, me dijo después.
ahí
ahora era acá y yo, sólo sobre la barra, entablaba una conversación
con un niño de unos veinte años que se me había instalado al
costado. hablaba inglés, su nombre era pete. venía del casamiento
de su hermana, por eso llevaba traje. se había negado a leer un
soneto de shakespeare dentro de la iglesia y su hermana, ofendida, le
había pedido a una amiga que lo hiciera por él. la amiga era
japonesa y eso a pete le hacía mucha gracia:
-¿te
imaginas? una japonesa leyendo shakespeare dentro de una iglesia,
¡algo nunca visto!
pete
reía con la soltura de la juventud, sin detenerse a pensar en lo que
decía. pronto cruzó la puerta una mujer de esas que hay que mirar
dos veces. a la primera uno podría ver a una vagabunda
zaparrastrosa, con zapatillas enormes y cubiertas de barro, bermudas
de hombre, pechos pequeñísimos y cabeza rapada. a la segunda uno
descubriría una hermosura sin precedentes, unos ojos de fuego y una
sonrisa inmortal. se acercó a pete y lo saludó con un beso en la
boca. inmediatamente me sentí triste y les pregunté por dónde
encontraría gente en la isla. sin contestar, pete bajó su cerveza y
luego me invitó a ir con ellos.
subimos
a una furgoneta, la niña iba conduciendo. yo iba en el asiento
trasero y pude investigar a mi alrededor
-¿vivís
acá?
a
mi derecha una heladera enchufada acompañaba a cuatro hornallas
cubiertas por un pilón de ropas entre las cuales llegué a
distinguir algunas bombachas. extendí el brazo y sentí que podría
enganchar una con mi dedo índice, era colorada
-sí,
¿y tu?, me distrajo la niña. volví mi brazo a su lugar y respondí
como pude. el resto del tiempo hablaron ellos y yo me dedique a mirar
por fuera de la ventana, a ver si la encontraba a luisa caminando por
las calles. la imaginaba con una bikini y un bronceado, los pelos
rubios por el sol, riendo junto a algún italiano o francés
afeminado.
todo
olía a sal. sentadas en restaurantes de lujo ví a las personas más
rubias y prolijas del mundo, a hombres con medias y zapatillas y
niñitos de camisa. los mozos, en las esquinas, vestían de elegante
negro y observaban a los comensales como a presas, expectantes de sus
necesidades. tanta pulcritud me dio ganas de llorar.
forcé
los ojos y sobre el vidrio pude ver mi reflejo ¿cómo alguien había
podido quererme alguna vez? me sentí agotado, quise callarme las
voces de la cabeza de una vez por todas, mis manos comenzaron a
sudar. entonces la niña pisó el acelerador y por la ventana los
culos y las tetas y las familias y los abdominales como tablas de
planchar construyeron un infierno en cámara rápida.
forcé
la manija y me tiré de la furgoneta. mientras se alejaban, creí oir
a los niños reir. no podría culparlos.
el
ruido del mar empezó a llamarme y me dirigí sin dudar hacia la
costa. era un mar azul y de agua transparente. pude ver peces
pequeños yendo de aquí para allá, luego peces grandes merodeando
alrededor de un farol. todos, guiados por alguna mística grupal,
viajaban con el mismo rumbo. la luz del sol chocaba contra el agua
calma y dibujaba siluetas sobre la proa de un barco. era una tela
suave, como seda, que bailaba con un ritmo siempre cambiante.
quizás
luisa nunca había existido como yo la imaginaba. hay algo de
engañoso en el mundo, hay algo que siempre cambia, algo que nunca es
cierto y que es, a la vez, todo y lo único que hay.
una
tos fuerte me hizo perder la certeza de mi soledad. a mi derecha una
pareja de hombres tomaba sol tumbada sobre la arena, desnuda. no pude
quitarles la vista de encima cuando comenzaron a besarse. tampoco
cuando terminaron y comenzaron a observarme ellos a mí también. el
sol me pegaba fuerte en la frente. debí correr hacia adelante y más
adelante, hasta que mis pies ya no tocaban el fondo del mar. desde
ahí, manteniéndome a flote con movimientos espásticos de brazos y
piernas, volví a observarlos. ya no me miraban, sino que levantaban
sus toallones para partir. entonces quise correr de vuelta en
dirección a ellos, preguntarles quienes eran, de donde venían y si
podían ayudarme ¿con qué? no lo supe.
la
ropa se me adhirió a la piel, las olas me sacudían de acá para
allá y a mi alrededor se erguían altos montes arbustados con mil
verdes distintos. cada tanto, en medio del color, majestuosas casas
blancas se burlaban de mi pobreza y, más allá, adentro del mar,
barcos brillantes flotaban y albergaban quién sabe qué tipo de
destinos, tan lejanos al mío. me hundí en el agua transparente y
nadé por un buen rato de una punta de la playa a la otra.
cuando
salí del mar, anochecía. estaba terriblemente incómodo con este
sitio y con estas ropas mojadas y la piel salada. entraría a un bar
como pancho por mi casa y me lavaría en el baño. a quien me
descubriera o dijera algo, bueno, ya me sentía listo para molerlo a
golpes.
debía
cruzar la calle en dirección al bar pero un auto rojo se acercaba a
una velocidad aceptable. decidí esperar a que pasara, entonces el
auto aceleró aún un poco más y pensé que ese sería el momento de
mi muerte, quizás, o de algo terrible en mi vida. pero no. el auto
frenó en seco a mis pies y la puerta de acompañante se abrió de
par en par.
luisa
salió del auto y vino corriendo hasta mí, dándome un fuerte abrazo
-¡¡acá
estás!!
me
metió en el auto a los tumbos, aceleradísima, y frente a la
presencia de otras personas extrañas, tuve que derrumbar todos mis
sentimientos acumulados e inventar unos nuevos.
me
presentó a jorge, que conducía el auto, y a marta. luisa iba
sentada en el asiento delantero y yo en el trasero, mi pantalón
mojaba el tapizado y me daba vergüenza. No dije nada porque también
lo estaba disfrutando . la sal se secaba sobre mi piel y parecía
hacerla encoger, apretarse dentro de su espacio, como si ella también
estuviera buscando hacerse pequeña hasta desaparecer.
y
entonces ¿adónde iríamos, mi piel y yo? ¿en qué lugar estaríamos
bien? parecía ahora que en ninguno, que la incomodidad de la sal y
el auto y luisa, esta mujer a la que aún no lograba reconocer, se
había tragado al mundo entero, condensándolo todo aquí, en esta
sensación de la que nunca podría escapar.
luisa
hablaba y hablaba y sus amigos reían y hablaban también, ¿qué
había venido a hacer yo aquí? de repente recordé a luisa, la luisa
que yo conocía, la que me pedía por teléfono:
-por
favor, tengo que verte. necesito tu abrazo. elegí un aeropuerto, el
que quieras, cuando quieras y allí estaré. te encuentro donde sea
¿cuál es tu sueño?
y
mi sueño entonces, al escucharla preguntarme, era tan solo
encontrarla donde fuera y abrazarla y entonces ya está bien, le
dije, te encuentro donde estés, no te muevas, luisa.
y
si hubiera sabido que luisa, al otro lado del océano, sería esta
persona que habla y habla y se ríe y no me espera y no se vuelve a
mirarme ni a darse cuenta de que estoy ni de que el mundo existe, de
que no me ha levantado de la calle, de que no soy polvo del piso ni
su maleta, si hubiera visto las sombras de su presencia, si no me
hubiera endulzado la distancia de luisa, probablemente hubiera dicho:
luisa, mi sueño es estar bien lejos tuyo y de cualquier cosa que se
te parezca o tenga tus formas. y hasta hubiera viajado lo que recorrí
para verte, solo que en dirección contraria para alejarme aún más
de ti.
entonces
llegamos a una casa y luisa me invitó a que bajáramos a dejar mis
cosas para luego irnos a una fiesta de san luis o al menos ese llegué
a entender de entre las pocas palabras que me dijo mientras dirigía
su mirada en otra dirección. y yo bajé, siguiéndola a ella que iba
delante mío. cuando abrí mi bolso encontré dulces que había
traído pensando en la luisa de la distancia y los sueños. se las
entregué: para tí, luisa, ¿y por qué no se las das a los demás
para que los prueben?, dijo. y entonces me pareció más fea, luisa,
de lo que recordaba. bajo la sombra de la noche isleña, la nariz de
luisa se me hizo desproporcionada y de sus ojos se escapaba la maldad
de un bicharraco.
por
suerte luisa no me besaba. bueno, sí lo hacía, pero me besaba como
se besa a un tío, quizás. se me acercaba, apurada y apurándose aún
más con la cercanía, y me depositaba y golpecito de labios sobre
los míos, como si al mismo momento de tocarse, se rechazaran. luisa
me besaba como una gallina que come del piso. como una vieja que
dentro del pico no tuviera nada, ni lengua, ni dientes, ni ganas. si
la hubiera medido, probablemente hubiera obtenido, con la precisión
de un reloj suizo, una estadística alarmante: un exabrupto de estos
cada diez o quince minutos, como para cumplir con mi presencia.
y
luego, durante la fiesta, luisa tan solo desapareció. y yo, entre la
gente y los caballos y las luces, tragué la certera muerte que todo
aquello abarcaba. esta gente, vacía y extraviada, una horda de
idiotas que nada sabía de los rincones de lo oscuro y a la vez
habitaba, inexorablemente y con calidad de presidentes, esas
penumbras. necios y más necios. hasta aquí me había arrastrado
luisa para torturarme con sus besos de gallina que me ponían más y
más incomodo.
esa
noche, a la vuelta de la fiesta, volvimos a la casa. luisa se recostó
en un colchón sobre el piso e inmediatamente se quedó dormida. yo
me recosté junto a ella. era el primer momento que teníamos de
soledad y tuve la esperanza de encontrarla entonces, de que me dijera
ah, cuánto te estuve esperando, qué feliz que me hace. pero luisa
ahora roncaba y sólo abrió los ojos para decirme:
-¿vas
a dormir acá?
solo
entonces me di cuenta que luisa había preparado otro colchón para
mí y que este no era mi lugar, no al lado de ella. me quedé quieto
y pasé la noche ahí. quizás luisa estaba intentando decirme algo,
quizás debí escucharla más, quizás tendría que haber recogido
mis cosas y volado de aquel infierno. pero no pude, seguía pensando
en la luisa del teléfono y los sueños, en la que hubiera viajado a
cualquier lado para abrazarme y entonces volví a sumergirme en
aquella mujer y a olvidar lo que estaba sucediendo y a hacer caso
omiso del témpano con pico que descansaba a mi lado.
algo
sacudió mi hombro y, cuando abrí los ojos, me di cuenta de que era
el pie sucio de luisa que, parada al lado del colchón, intentaba
despertarme. entonces noté que algo había cambiado: además de los
ojos de pajarraco y la nariz desproporcionada, los pies de luisa
tenían ahora plantas negras como las de un oso y uñas hechas para
herir. aquellos no eran los pies de un humano, pobre luisa, pensé,
con esos pies tan feos ¿adónde podría ir? y supe entonces que
luisa no iría nunca a ningún lado, que llevaba anclas dentro de
esos mamotretos y la imagen que había guardado de una luisa suave
como una pluma, despertándome con el sol y los besos se escapó de
mi cabeza y fue a habitar algún otro mundo, una montaña o un rayo
del luz, quizás, alguno de esos pensamientos más felices y
verdaderos. no quise levantarme del colchón, no quise despertar a
encontrarme con todos mis equívocos.
almorzamos
juntos luisa, jorge y yo. ellos llevaban despiertos un largo rato.
habían estado riendo y tocando la guitarra. nunca hubiese deseado
estar ahí.
-nos
vamos, dijo luisa, cambiate.
y
entonces sucedieron varias horas en las que luisa y jorge iban
caminando por la costa del mar y yo los seguía algunos pasos atrás.
y veía las patas anclas de luisa, pero también vi que su cabellera
se convertía en un nido seco donde nunca nada crecería. un nido
infértil, luisa, así era tu cabeza. y reías y yo pensaba que aún
no lo sabías o no te dabas cuenta y por eso te creias tan libre y
hermosa, con lo fea que eras, luisa ¡lo fea!
y
fuimos al agua y luisa nadó y jorge nadó, pero yo preferí no
hundirme en aquellas aguas.
no
sé nadar, dije, nunca supe, nunca nadaré. y entonces quizás me
hubiese convenido nadar, sí, nadar lejos hasta alguno de aquellos
blancos barcos de monstruos y subirme y echarlos a todos por la borda
y viajar hacia el sol, hacia algún lugar lejos de aquella mujer
monstruo que me había atraido con sus palabras de sirena. luisa y
sus besos comenzaron a generarme un miedo atroz.
volvimos
a la casa y jorge se fue. luisa y yo nos acostamos y, casi como una
obligación, nos besamos y nos desnudamos. fue rápido y preciso, sin
nada que añadir. cuando terminamos, luisa se levantó y se fue hacia
el baño:
-vestite
con algo, dijo, como si la repugnara mi desnudez.
y
mientras desaparecía por los pasillos de la casa comencé a
considerar la idea de que algo se trajera entre manos esta mujer.
¿qué sentido tenía que me hubiera hecho venir hasta aquí? ¿por
qué? ¿para qué? se me ocurrió que a lo mejor quisiera impresionar
a jorge, pero rápidamente descarté la idea, el entramado era aún
más profundo. luisa era repelente y había algo en mí que ella
quería, no le gustaba, simplemente lo quería para si. y de nuevo
tuve ganas de huir, pero vamos a cenar, dijo ella, y yo pensé que
caminar por las calles de la mano nos haría bien, que podríamos
hablar del sueño y aquel abrazo, quizás, dárnoslo, tirados en la
arena, riéndonos de todas mis impresiones y mis dudas y de sus besos
fríos e hirientes. quizás veríamos el cielo y qué lejos que
estamos de casa, luisa, y que sueño estar acá y volver a ver tus
pies como piecitos de persona y tu corazón, luisa, tan hermoso como
siempre lo supe y tus ojos llenos de amor.
fuimos
a comer y le pregunté a luisa como estaba, qué había sucedido y si
había mejorado. luisa dijo que ya estaba cansada de haberlo contado
tantas veces y que ya estaba mejor. sin embargo, me contó una
historia vaga y con mucho desgano. yo empecé a aburrirme y a sentir
sueño. sueño, luisa, atravesé con urgencia de ambulancia la mitad
del mundo para sentir sueño escuchándote, luisa. y de nuevo quise
adentrarme en el mar que ahora era negro, pero no menos negro que el
alma de esta mujer que hablaba arrastrando las vocales y sosteniendo
mi mano como si fuera la bolsa del supermercado. y, como para ganar
tiempo en su relato, volvieron los horribles besos de luisa y todo
fue tremendamente tortuoso y el mar negro, así tuviera tiburones y
picarañas, se me antojó como el mismísimo paraíso.
cuando
emprendimos la vuelta, luisa me hizo una pregunta. fue la primera
pregunta que me había hecho desde mi llegada y me entusiasmé.
empecé a hablar entonces y quise contarle todo y abrirle mi alma,
exponer algo que hiciera que luisa entendiera cómo era la cosa, por
donde iba el camino, sintiera que yo podía y ella también, que
éramos los del sueño, los del abrazo. y le conté de la muerte de
lucrecia y de la oscuridad y puse especial atención en los detalles
y esfuerzo en la expresión y en cada esquina de lo sucedido y los
pormenores anteriores, la preparación, la resignación acercándonos
a la muerte y, finalmente
-¿vamos
a buscar a jorge al trabajo? me interrumpió
y
sin que contestara o siquiera atinara a continuar mi relato, me
arrastró de la mano hacia el bar donde trabajaba jorge.
esa
noche decidí que por la mañana partiría. me desperté para
encontrarme con sus ojos y su nido infértil y los pies anclas y ví
que las manos de luisa ahora parecían garras. y la veía rasgar las
cuerdas de la guitarra y pensaba que las rompería y volarían por el
aire, ¿cómo resistían? y nunca más quise que luisa me tocara con
esas garras con las que ahora tocaba una canción que ella sabía que
yo odiaba, ¿qué estás haciendo luisa?
para
mi sorpresa, se hizo la desentendida y se mostró muy desilusionada
de mi decisión de partir. esperaba que luisa reconociera que ya no
deseaba que yo estuviera allí y entonces hablaríamos, nos
sinceraríamos y yo partiría libre sin remordimientos. adiós,
luisa, le diría, que te vaya bien. y de veras lo pensaría y no me
hubiera arrepentido nunca de pisar aquella isla del mal si al menos
hubiera tenido un segundo de sinceridad con ella.
pero
descubrí que había algo de gozo en ella al verme. ella quería que
yo me quedara para tener a quien desatender, yo tenía cosas que
hacer aún allí, para luisa.
¿era
posible que aun no entendiera su propia monstruosidad? entonces pensé
en jorge y su amabilidad y en el remoto sueño de que luisa volviera.
y decidí quedarme. como dije, preferí que luisa no me besara más
ni acercara sus horribles garras a mí, me mantuve tan alejado como
pude.
y
esto pareció venirle bien a luisa. yo, que esperaba recuperarla, la
veía alejarse en una balsa sin remos. yo quería prenderla fuego. en
la cocina, en la playa, en la cama, la sentía merodearme, pasar por
mi lado, por atrás mío o por delante. y casi podía presentir su
tacto, su caricia, su beso esporádico, una muestra de humanidad, de
agradecimiento. y entonces las partes de mi cuerpo sentían el
vértigo de la espera y de la esperanza, casi la certeza de que me
tocaría. y nunca, ni una vez, luisa respondió a una expectativa.
luisa estaba vacía y su vacío era cada vez más oscuro. su rostro se
cubrió de pelo negro y la piel de sus brazos se escamó de pronto.
esa
tarde fuimos a la playa con jorge y luisa. nos sentamos en la arena,
ella se desnudó, fue a comprarse una cerveza y se ubicó a mi lado.
empezó a contarme una historia acerca de cómo ella se levantaba
tipos, cómo le gustaba y cómo no y de no sé cuántas historias de
amor por las que nadie le había preguntado.
luisa,
¿qué pasó entonces? tus ojos perdieron el blanco, como un huevo
completamente amarillo y tu pico se endureció, como el de un cuervo.
luisa, recuerdo que me besaste y me dolió y te levantaste para ir al
agua y yo ya no quise seguirte.
y
te vi alejarte y no eras más que un monstruo de pies con anclas y
alas y pico de cuervo y un nido seco sobre la cabeza, luisa. ví cómo
poco a poco tu cuerpo monstruoso se iba hundiendo en el agua, como si
desapareciera, hasta que en efecto desapareció, hundido en aquel mar
y supe que nunca más volvería a verte, que hace rato ya que no te
veía. y entonces, cuando desapareciste de mi vista, por primera vez
en muchos días sentí calma.
me
levanté, saludé a jorge sin ceremonia y partí. entonces lloré por
un buen rato. pero no por el monstruo que ahora se sumergía en las
aguas del mar, sino por mi tiempo, precioso tiempo perdido para
siempre.
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