12 de enero de 2015

Canarias


llegué a canarias hoy por la mañana. luisa no estaba en el aeropuerto como habíamos pactado por correo. decidí recorrer las calles en busca de alguna pista que me llevara a encontrarla. pasado un rato, caí en la cuenta de que a luisa no le había pasado nada malo. no era la primera vez que abandonaba nuestros planes en el momento cúlmine y pensaba en encontrarla y, de una vez por todas, ponerle un buen bife que le diera vuelta la cara y le quitara las ganas de volver a hacerme esto. lo que más deseaba era entonces ser capaz de nunca más volverla a ver, de transformarla en un recuerdo insignificante, en una historia de bar, para contar con los amigos cuando nos riamos de las feas en nuestro haber. en segundo lugar hubiese deseado poder no enojarme con ella, simplemente verla, pedirle mi dinero y partir. entonces haría la suma: pasajes, almuerzos, cafés y tiempo, ¿cómo podría pagarme el tiempo que había gastado pensando en ella, imaginando un encuentro en el aeropuerto o en la calle? ella se reiría en mi cara.
-sos una hija de remil puta
y su cara y la de sus amigotes, boquiabiertos al principio y luego riéndose de mí.
entré en un bar y pedí una birra. llevaba pantalones largos y las gotas de sudor me caían por las piernas, cosquilleando. al costado de la barra ví a una mujer con un vestido. sentí vergüenza por las gotas que ahora caían por mi frente y explotaban sobre el mostrador. tomé mi cerveza de un trago.
-soy pedro, ¿y vos?
ni siquiera me bendijo con su indiferencia, no me había escuchado.
y entonces en el mundo se abrió una grieta inabarcable: de un lado los morenos, sonrientes y frescos amigos que bebían sus tragos y compartían alegrías iluminados por el aura de la compañía, del saberse existentes para otros, envidiados, del otro lado yo, solo y oscuro y, en el fondo, triste. pensé en ellos, del otro lado, y su mundo se me vino encima. la envidia viajó a través de la isla por pasillos, olas del mar y arbustos en flor para llegar cargada de horrores a mí e inundarme, de un solo golpe, de perversidad. pensé entonces que aquellos tampoco eran felices, que todo este simulacro me tenía bien cansado y que si encontrara a luisa, la mataría. con las manos sobre su cuello, la mataría.
entonces ya no la vería, hermosa, armar sus maletas, iluminada por la luz de la mañana. con su cara de circunstancia ir hacia la mesa, fumar una o dos pitadas de su cigarro, tararear una canción, golpearse la panza con las palmas de sus manos y retomar la tarea de doblar con torpe minuciosidad sus pantalones.
-no te preocupes, nos veremos ahí, me dijo después.
ahí ahora era acá y yo, sólo sobre la barra, entablaba una conversación con un niño de unos veinte años que se me había instalado al costado. hablaba inglés, su nombre era pete. venía del casamiento de su hermana, por eso llevaba traje. se había negado a leer un soneto de shakespeare dentro de la iglesia y su hermana, ofendida, le había pedido a una amiga que lo hiciera por él. la amiga era japonesa y eso a pete le hacía mucha gracia:
-¿te imaginas? una japonesa leyendo shakespeare dentro de una iglesia, ¡algo nunca visto!
pete reía con la soltura de la juventud, sin detenerse a pensar en lo que decía. pronto cruzó la puerta una mujer de esas que hay que mirar dos veces. a la primera uno podría ver a una vagabunda zaparrastrosa, con zapatillas enormes y cubiertas de barro, bermudas de hombre, pechos pequeñísimos y cabeza rapada. a la segunda uno descubriría una hermosura sin precedentes, unos ojos de fuego y una sonrisa inmortal. se acercó a pete y lo saludó con un beso en la boca. inmediatamente me sentí triste y les pregunté por dónde encontraría gente en la isla. sin contestar, pete bajó su cerveza y luego me invitó a ir con ellos.
subimos a una furgoneta, la niña iba conduciendo. yo iba en el asiento trasero y pude investigar a mi alrededor
-¿vivís acá?
a mi derecha una heladera enchufada acompañaba a cuatro hornallas cubiertas por un pilón de ropas entre las cuales llegué a distinguir algunas bombachas. extendí el brazo y sentí que podría enganchar una con mi dedo índice, era colorada
-sí, ¿y tu?, me distrajo la niña. volví mi brazo a su lugar y respondí como pude. el resto del tiempo hablaron ellos y yo me dedique a mirar por fuera de la ventana, a ver si la encontraba a luisa caminando por las calles. la imaginaba con una bikini y un bronceado, los pelos rubios por el sol, riendo junto a algún italiano o francés afeminado.
todo olía a sal. sentadas en restaurantes de lujo ví a las personas más rubias y prolijas del mundo, a hombres con medias y zapatillas y niñitos de camisa. los mozos, en las esquinas, vestían de elegante negro y observaban a los comensales como a presas, expectantes de sus necesidades. tanta pulcritud me dio ganas de llorar.
forcé los ojos y sobre el vidrio pude ver mi reflejo ¿cómo alguien había podido quererme alguna vez? me sentí agotado, quise callarme las voces de la cabeza de una vez por todas, mis manos comenzaron a sudar. entonces la niña pisó el acelerador y por la ventana los culos y las tetas y las familias y los abdominales como tablas de planchar construyeron un infierno en cámara rápida.
forcé la manija y me tiré de la furgoneta. mientras se alejaban, creí oir a los niños reir. no podría culparlos.
el ruido del mar empezó a llamarme y me dirigí sin dudar hacia la costa. era un mar azul y de agua transparente. pude ver peces pequeños yendo de aquí para allá, luego peces grandes merodeando alrededor de un farol. todos, guiados por alguna mística grupal, viajaban con el mismo rumbo. la luz del sol chocaba contra el agua calma y dibujaba siluetas sobre la proa de un barco. era una tela suave, como seda, que bailaba con un ritmo siempre cambiante.
quizás luisa nunca había existido como yo la imaginaba. hay algo de engañoso en el mundo, hay algo que siempre cambia, algo que nunca es cierto y que es, a la vez, todo y lo único que hay.
una tos fuerte me hizo perder la certeza de mi soledad. a mi derecha una pareja de hombres tomaba sol tumbada sobre la arena, desnuda. no pude quitarles la vista de encima cuando comenzaron a besarse. tampoco cuando terminaron y comenzaron a observarme ellos a mí también. el sol me pegaba fuerte en la frente. debí correr hacia adelante y más adelante, hasta que mis pies ya no tocaban el fondo del mar. desde ahí, manteniéndome a flote con movimientos espásticos de brazos y piernas, volví a observarlos. ya no me miraban, sino que levantaban sus toallones para partir. entonces quise correr de vuelta en dirección a ellos, preguntarles quienes eran, de donde venían y si podían ayudarme ¿con qué? no lo supe.
la ropa se me adhirió a la piel, las olas me sacudían de acá para allá y a mi alrededor se erguían altos montes arbustados con mil verdes distintos. cada tanto, en medio del color, majestuosas casas blancas se burlaban de mi pobreza y, más allá, adentro del mar, barcos brillantes flotaban y albergaban quién sabe qué tipo de destinos, tan lejanos al mío. me hundí en el agua transparente y nadé por un buen rato de una punta de la playa a la otra.
cuando salí del mar, anochecía. estaba terriblemente incómodo con este sitio y con estas ropas mojadas y la piel salada. entraría a un bar como pancho por mi casa y me lavaría en el baño. a quien me descubriera o dijera algo, bueno, ya me sentía listo para molerlo a golpes.
debía cruzar la calle en dirección al bar pero un auto rojo se acercaba a una velocidad aceptable. decidí esperar a que pasara, entonces el auto aceleró aún un poco más y pensé que ese sería el momento de mi muerte, quizás, o de algo terrible en mi vida. pero no. el auto frenó en seco a mis pies y la puerta de acompañante se abrió de par en par.
luisa salió del auto y vino corriendo hasta mí, dándome un fuerte abrazo
-¡¡acá estás!!
me metió en el auto a los tumbos, aceleradísima, y frente a la presencia de otras personas extrañas, tuve que derrumbar todos mis sentimientos acumulados e inventar unos nuevos.
me presentó a jorge, que conducía el auto, y a marta. luisa iba sentada en el asiento delantero y yo en el trasero, mi pantalón mojaba el tapizado y me daba vergüenza. No dije nada porque también lo estaba disfrutando . la sal se secaba sobre mi piel y parecía hacerla encoger, apretarse dentro de su espacio, como si ella también estuviera buscando hacerse pequeña hasta desaparecer.
y entonces ¿adónde iríamos, mi piel y yo? ¿en qué lugar estaríamos bien? parecía ahora que en ninguno, que la incomodidad de la sal y el auto y luisa, esta mujer a la que aún no lograba reconocer, se había tragado al mundo entero, condensándolo todo aquí, en esta sensación de la que nunca podría escapar.
luisa hablaba y hablaba y sus amigos reían y hablaban también, ¿qué había venido a hacer yo aquí? de repente recordé a luisa, la luisa que yo conocía, la que me pedía por teléfono:
-por favor, tengo que verte. necesito tu abrazo. elegí un aeropuerto, el que quieras, cuando quieras y allí estaré. te encuentro donde sea ¿cuál es tu sueño?
y mi sueño entonces, al escucharla preguntarme, era tan solo encontrarla donde fuera y abrazarla y entonces ya está bien, le dije, te encuentro donde estés, no te muevas, luisa.
y si hubiera sabido que luisa, al otro lado del océano, sería esta persona que habla y habla y se ríe y no me espera y no se vuelve a mirarme ni a darse cuenta de que estoy ni de que el mundo existe, de que no me ha levantado de la calle, de que no soy polvo del piso ni su maleta, si hubiera visto las sombras de su presencia, si no me hubiera endulzado la distancia de luisa, probablemente hubiera dicho: luisa, mi sueño es estar bien lejos tuyo y de cualquier cosa que se te parezca o tenga tus formas. y hasta hubiera viajado lo que recorrí para verte, solo que en dirección contraria para alejarme aún más de ti.
entonces llegamos a una casa y luisa me invitó a que bajáramos a dejar mis cosas para luego irnos a una fiesta de san luis o al menos ese llegué a entender de entre las pocas palabras que me dijo mientras dirigía su mirada en otra dirección. y yo bajé, siguiéndola a ella que iba delante mío. cuando abrí mi bolso encontré dulces que había traído pensando en la luisa de la distancia y los sueños. se las entregué: para tí, luisa, ¿y por qué no se las das a los demás para que los prueben?, dijo. y entonces me pareció más fea, luisa, de lo que recordaba. bajo la sombra de la noche isleña, la nariz de luisa se me hizo desproporcionada y de sus ojos se escapaba la maldad de un bicharraco.
por suerte luisa no me besaba. bueno, sí lo hacía, pero me besaba como se besa a un tío, quizás. se me acercaba, apurada y apurándose aún más con la cercanía, y me depositaba y golpecito de labios sobre los míos, como si al mismo momento de tocarse, se rechazaran. luisa me besaba como una gallina que come del piso. como una vieja que dentro del pico no tuviera nada, ni lengua, ni dientes, ni ganas. si la hubiera medido, probablemente hubiera obtenido, con la precisión de un reloj suizo, una estadística alarmante: un exabrupto de estos cada diez o quince minutos, como para cumplir con mi presencia.
y luego, durante la fiesta, luisa tan solo desapareció. y yo, entre la gente y los caballos y las luces, tragué la certera muerte que todo aquello abarcaba. esta gente, vacía y extraviada, una horda de idiotas que nada sabía de los rincones de lo oscuro y a la vez habitaba, inexorablemente y con calidad de presidentes, esas penumbras. necios y más necios. hasta aquí me había arrastrado luisa para torturarme con sus besos de gallina que me ponían más y más incomodo.
esa noche, a la vuelta de la fiesta, volvimos a la casa. luisa se recostó en un colchón sobre el piso e inmediatamente se quedó dormida. yo me recosté junto a ella. era el primer momento que teníamos de soledad y tuve la esperanza de encontrarla entonces, de que me dijera ah, cuánto te estuve esperando, qué feliz que me hace. pero luisa ahora roncaba y sólo abrió los ojos para decirme:
-¿vas a dormir acá?
solo entonces me di cuenta que luisa había preparado otro colchón para mí y que este no era mi lugar, no al lado de ella. me quedé quieto y pasé la noche ahí. quizás luisa estaba intentando decirme algo, quizás debí escucharla más, quizás tendría que haber recogido mis cosas y volado de aquel infierno. pero no pude, seguía pensando en la luisa del teléfono y los sueños, en la que hubiera viajado a cualquier lado para abrazarme y entonces volví a sumergirme en aquella mujer y a olvidar lo que estaba sucediendo y a hacer caso omiso del témpano con pico que descansaba a mi lado.
algo sacudió mi hombro y, cuando abrí los ojos, me di cuenta de que era el pie sucio de luisa que, parada al lado del colchón, intentaba despertarme. entonces noté que algo había cambiado: además de los ojos de pajarraco y la nariz desproporcionada, los pies de luisa tenían ahora plantas negras como las de un oso y uñas hechas para herir. aquellos no eran los pies de un humano, pobre luisa, pensé, con esos pies tan feos ¿adónde podría ir? y supe entonces que luisa no iría nunca a ningún lado, que llevaba anclas dentro de esos mamotretos y la imagen que había guardado de una luisa suave como una pluma, despertándome con el sol y los besos se escapó de mi cabeza y fue a habitar algún otro mundo, una montaña o un rayo del luz, quizás, alguno de esos pensamientos más felices y verdaderos. no quise levantarme del colchón, no quise despertar a encontrarme con todos mis equívocos.
almorzamos juntos luisa, jorge y yo. ellos llevaban despiertos un largo rato. habían estado riendo y tocando la guitarra. nunca hubiese deseado estar ahí.
-nos vamos, dijo luisa, cambiate.
y entonces sucedieron varias horas en las que luisa y jorge iban caminando por la costa del mar y yo los seguía algunos pasos atrás. y veía las patas anclas de luisa, pero también vi que su cabellera se convertía en un nido seco donde nunca nada crecería. un nido infértil, luisa, así era tu cabeza. y reías y yo pensaba que aún no lo sabías o no te dabas cuenta y por eso te creias tan libre y hermosa, con lo fea que eras, luisa ¡lo fea!
y fuimos al agua y luisa nadó y jorge nadó, pero yo preferí no hundirme en aquellas aguas.
no sé nadar, dije, nunca supe, nunca nadaré. y entonces quizás me hubiese convenido nadar, sí, nadar lejos hasta alguno de aquellos blancos barcos de monstruos y subirme y echarlos a todos por la borda y viajar hacia el sol, hacia algún lugar lejos de aquella mujer monstruo que me había atraido con sus palabras de sirena. luisa y sus besos comenzaron a generarme un miedo atroz.
volvimos a la casa y jorge se fue. luisa y yo nos acostamos y, casi como una obligación, nos besamos y nos desnudamos. fue rápido y preciso, sin nada que añadir. cuando terminamos, luisa se levantó y se fue hacia el baño:
-vestite con algo, dijo, como si la repugnara mi desnudez.
y mientras desaparecía por los pasillos de la casa comencé a considerar la idea de que algo se trajera entre manos esta mujer. ¿qué sentido tenía que me hubiera hecho venir hasta aquí? ¿por qué? ¿para qué? se me ocurrió que a lo mejor quisiera impresionar a jorge, pero rápidamente descarté la idea, el entramado era aún más profundo. luisa era repelente y había algo en mí que ella quería, no le gustaba, simplemente lo quería para si. y de nuevo tuve ganas de huir, pero vamos a cenar, dijo ella, y yo pensé que caminar por las calles de la mano nos haría bien, que podríamos hablar del sueño y aquel abrazo, quizás, dárnoslo, tirados en la arena, riéndonos de todas mis impresiones y mis dudas y de sus besos fríos e hirientes. quizás veríamos el cielo y qué lejos que estamos de casa, luisa, y que sueño estar acá y volver a ver tus pies como piecitos de persona y tu corazón, luisa, tan hermoso como siempre lo supe y tus ojos llenos de amor.
fuimos a comer y le pregunté a luisa como estaba, qué había sucedido y si había mejorado. luisa dijo que ya estaba cansada de haberlo contado tantas veces y que ya estaba mejor. sin embargo, me contó una historia vaga y con mucho desgano. yo empecé a aburrirme y a sentir sueño. sueño, luisa, atravesé con urgencia de ambulancia la mitad del mundo para sentir sueño escuchándote, luisa. y de nuevo quise adentrarme en el mar que ahora era negro, pero no menos negro que el alma de esta mujer que hablaba arrastrando las vocales y sosteniendo mi mano como si fuera la bolsa del supermercado. y, como para ganar tiempo en su relato, volvieron los horribles besos de luisa y todo fue tremendamente tortuoso y el mar negro, así tuviera tiburones y picarañas, se me antojó como el mismísimo paraíso.
cuando emprendimos la vuelta, luisa me hizo una pregunta. fue la primera pregunta que me había hecho desde mi llegada y me entusiasmé. empecé a hablar entonces y quise contarle todo y abrirle mi alma, exponer algo que hiciera que luisa entendiera cómo era la cosa, por donde iba el camino, sintiera que yo podía y ella también, que éramos los del sueño, los del abrazo. y le conté de la muerte de lucrecia y de la oscuridad y puse especial atención en los detalles y esfuerzo en la expresión y en cada esquina de lo sucedido y los pormenores anteriores, la preparación, la resignación acercándonos a la muerte y, finalmente
-¿vamos a buscar a jorge al trabajo? me interrumpió
y sin que contestara o siquiera atinara a continuar mi relato, me arrastró de la mano hacia el bar donde trabajaba jorge.
esa noche decidí que por la mañana partiría. me desperté para encontrarme con sus ojos y su nido infértil y los pies anclas y ví que las manos de luisa ahora parecían garras. y la veía rasgar las cuerdas de la guitarra y pensaba que las rompería y volarían por el aire, ¿cómo resistían? y nunca más quise que luisa me tocara con esas garras con las que ahora tocaba una canción que ella sabía que yo odiaba, ¿qué estás haciendo luisa?
para mi sorpresa, se hizo la desentendida y se mostró muy desilusionada de mi decisión de partir. esperaba que luisa reconociera que ya no deseaba que yo estuviera allí y entonces hablaríamos, nos sinceraríamos y yo partiría libre sin remordimientos. adiós, luisa, le diría, que te vaya bien. y de veras lo pensaría y no me hubiera arrepentido nunca de pisar aquella isla del mal si al menos hubiera tenido un segundo de sinceridad con ella.
pero descubrí que había algo de gozo en ella al verme. ella quería que yo me quedara para tener a quien desatender, yo tenía cosas que hacer aún allí, para luisa.
¿era posible que aun no entendiera su propia monstruosidad? entonces pensé en jorge y su amabilidad y en el remoto sueño de que luisa volviera. y decidí quedarme. como dije, preferí que luisa no me besara más ni acercara sus horribles garras a mí, me mantuve tan alejado como pude.
y esto pareció venirle bien a luisa. yo, que esperaba recuperarla, la veía alejarse en una balsa sin remos. yo quería prenderla fuego. en la cocina, en la playa, en la cama, la sentía merodearme, pasar por mi lado, por atrás mío o por delante. y casi podía presentir su tacto, su caricia, su beso esporádico, una muestra de humanidad, de agradecimiento. y entonces las partes de mi cuerpo sentían el vértigo de la espera y de la esperanza, casi la certeza de que me tocaría. y nunca, ni una vez, luisa respondió a una expectativa. luisa estaba vacía y su vacío era cada vez más oscuro. su rostro se cubrió de pelo negro y la piel de sus brazos se escamó de pronto.
esa tarde fuimos a la playa con jorge y luisa. nos sentamos en la arena, ella se desnudó, fue a comprarse una cerveza y se ubicó a mi lado. empezó a contarme una historia acerca de cómo ella se levantaba tipos, cómo le gustaba y cómo no y de no sé cuántas historias de amor por las que nadie le había preguntado.
luisa, ¿qué pasó entonces? tus ojos perdieron el blanco, como un huevo completamente amarillo y tu pico se endureció, como el de un cuervo. luisa, recuerdo que me besaste y me dolió y te levantaste para ir al agua y yo ya no quise seguirte.
y te vi alejarte y no eras más que un monstruo de pies con anclas y alas y pico de cuervo y un nido seco sobre la cabeza, luisa. ví cómo poco a poco tu cuerpo monstruoso se iba hundiendo en el agua, como si desapareciera, hasta que en efecto desapareció, hundido en aquel mar y supe que nunca más volvería a verte, que hace rato ya que no te veía. y entonces, cuando desapareciste de mi vista, por primera vez en muchos días sentí calma.

me levanté, saludé a jorge sin ceremonia y partí. entonces lloré por un buen rato. pero no por el monstruo que ahora se sumergía en las aguas del mar, sino por mi tiempo, precioso tiempo perdido para siempre.

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