Yo siempre supe de la importancia secreta de ciertas cosas, nació primero en mí como una intuición, pero con el tiempo me di cuenta de que poseía un don.
Cuando
lograba salir de casa, cuando cada pequeño antojo de mamá había
sido satisfecho, en esos momentos, la vida se me aparecía como un
milagro. Claro que nunca le decía a mi madre que salía de paseo.
Ella lo sabía, de todas maneras. Era un pacto implícito en el que
ambas preferíamos –por vagancia o por celos- dejarlo dicho entre
líneas. Voy a la lavandería y luego a comprar harina al almacén
decía yo, o voy a llevar estos zapatos a lustrar y luego paso
por la iglesia a saludar a Juanita. Juanita era una amiga que yo
había inventado para contarle historias a mamá sobre los chismes
del barrio; todo siempre venía de Juanita, que porque era monja se enteraba de los pecados de todos y como era joven aun
sentía la cosquillita del chisme. Bueno, no tardes decía
ella, a las siete empieza la novela y necesito que me ubiques la
antena.
Yo
salía entonces con el corazón lleno de triunfo y caminando a paso
veloz para pasar el menor tiempo posible en el camino al parque y el
mayor tiempo posible en el parque.
Una
vez ahí, me sentaba en el banco de siempre a respirar
el aroma frío y cristalino de aquel aire de invierno, a escuchar con
atención las conversaciones de la gente que pasaba por delante del
banco, o de la que se detenía cerca o de la que se sentaba lejos
pero hablaba fuerte. Las veces que no llegaba a
escuchar, inventaba diálogos posibles. Quizás diálogos entre mamá
y yo o entre yo y algún chico. Con el tiempo entendí que había
algo más importante que el oído para comprender una conversación
ajena y fue entonces que me di cuenta: la clave estaba en observar
los ojos de los que hablan. La mirada tiene una importancia secreta
que nadie quiere terminar de comprender.
Y
entonces en esos días que eran como milagros, yo me sentaba en aquel
banco a observar las miradas de las personas que charlaban, cómo
ponían los ojos al decir las cosas y al escucharlas. Me sentaba a
ver aquella danza secreta entre las miradas de un hombre y una mujer
que repentinamente miraba a un niño en los brazos de una mujer que
lo miraba de cerca, mientras el niño intentaba seguir, fascinado,
con sus ojos el caer de las hojas rojas, amarillas y naranjas que
volaban, columpiándose lentamente, desde lo alto de un viejo árbol.
Es
curioso que entonces pensara en mamá.
Recordaba,
por lo general, escenas de la infancia. Me viene a la memoria el día
en que hacía un frío especial, un frío que había confinado a
todos dentro de sus casas y me había dejado a mí visitando el
parque sola, como en una escenografía; aquel día me había sentado
a pensar sobre las cosas que uno cree, en las verdades que edifican
nuestras vidas. Pensé que la diferencia entre la niñez y la adultez
es la diferencia entre edificar nuestras vidas a partir de lo que nos
dicen que tenemos que creer o a partir de aquello que creemos que
creemos libremente. Todo esto venia a cuento de aquella mentira de la
infancia que había llegado preñada de consecuencias. Un mediodía,
durante un almuerzo familiar de tíos y primos, mi hermano preguntó
qué era un gaucho. Estaba en tercer grado y en su escuela comenzaban
a enseñarle el nacimiento de la patria argentina. Fue entonces
cuando mi padre mencionó al valiente gaucho Martín Fierro y nos
contó acerca de un famoso libro que había escrito sobre él nuestro
abuelo con un nombre falso. Nos explicaron que lo del nombre falso
era en realidad un seudónimo y que muchos artistas –como mi
abuelo- los usaban por miedo a volverse famosos y no poder escapar a
la gente. Mi hermano y yo decidimos inventar nuestros propios
seudónimos: yo sería Ana Toscani y él Luciano el Tercero. Ahora,
echada luz sobre aquella mentira, resentía la crueldad de mis
padres.
Entrar
a la adultez consistió, para nosotros, en un duro proceso de
demolición de aquellas verdades impuestas. Nunca había caído un
meteorito en el jardín de nuestra casa y el vagabundo que paseaba
por el barrio mascullando groserías no era el viejo de la bolsa. Lo
más difícil fue tener que comprender que para llegar a Mar de Ajo
desde la capital de Buenos Aires no hace falta tomar un barco. Cuando
yo tenía seis años, nos llevaron de vacaciones a Punta del Este.
Como yo me encontraba becada en la escuela privada, era importante
que nadie supiera que mi familia podía acceder a vacaciones tan
caras, entonces decidieron hacernos creer que nos encontrábamos en
Mar de Ajo, en la costa argentina, y no en Uruguay. Aun al día de
hoy no comprendo cómo fue que nunca recordaron aclarar esta buscada
confusión, ahorrándome la terrible humillación de que fui víctima
al entrar en la escuela secundaria y confundir los mares, los ríos y
las ciudades.
Pero,
como todo, la etapa de la escuela secundaria habría de pasar sin
pena ni gloria. Claro que, también como todo, había dejado sus
marcas en mí; aquel ambiente hostil terminó de dar forma a mi afán
de pasar desapercibida. Si me había hecho algún amigo o intentado
compartir alguna inquietud o interés con algún profesor, fue a los
comienzos, cuando aún conservaba algo de aquella intención de
aplacar mi solitaria naturaleza. Se multiplicaron los años y el
malestar, el desacomodamiento; finalmente la vida, como un artista,
había dado perfecta forma a mi desaliento social. A los quince años
hice mi último intento por entablar una amistad, luego desistí.
La
entrada a la adultez tuvo la facilidad del abandono; sin
expectativas, me sumí en un mundo regido y habitado solamente por mí
y por aquellos a los que mi vida se encontraba inevitablemente
ligada: mis padres y mi abuela paterna. El resto de mi familia estaba
muerta, con lo que éramos ya tenía suficiente.
Para
ser justa, debo decir que mi abuela valía por tres familiares: un
enfermo terminal, un desequilibrado mental y un niño caprichoso. Con
los años corrió sus límites hasta que fue imposible adivinar hasta
donde llegaría. Vivía en una casa detrás de la nuestra, sobre el
mismo terreno; todo había pertenecido a su familia durante años.
Mis abuelos habían vivido una juventud acomodada: ahí recibían a
las visitas más ilustres con las cuales conectaban gracias al puesto
de alto rango en la policía federal que ocupaba entonces mi abuelo.
Cuando mis padres se casaron, mi abuelo ya estaba enfermo, entonces
decidieron prestarles la casa grande y mudarse ellos a la casa del
fondo bajo la condición de que mis padres –y los hijos que
tuvieran- se encargaran del cuidado de los entonces no tan ancianos.
Siempre supuse que mis padres aceptaron aquel trato con la esperanza
de tener muchos hijos a quienes relegar aquella tarea y de que los
viejos murieran relativamente pronto. Ninguna de aquellas cosas
sucedió. Mi abuelo murió pronto, sí, pero mi abuela viviría todos
los años que le quedaban más los que había vivido mi abuelo.
Los
cuidados de mi abuela habían sido repartidos entre mi madre y yo.
Cuando mi padre nos abandonó, mamá dejó a la vieja a su suerte en
la casa de atrás. Durante varios años yo me encargué de ella,
adentrándome todos los días en su mundo del fondo, al que se
accedía por un pasillo oscuro, cubierto con una parra seca hace
años. Abría entonces la puerta oxidada y con calculada destreza
atravesaba la cocina evitando respirar el olor a viejo del ambiente
que, sin embargo, golpeaba mi piel y se adentraba por mis poros.
Subía la escalera cubierta de una alfombra vieja y desgastada de
algún color incierto y encontraba a mi abuela en su habitación.
Siempre la encontraba igual: acostada, con la espalda apoyada sobre
el respaldo de la cama, un cenicero en el regazo y un cigarrillo en
la mano. Aunque estuviera adentro, llevaba siempre sus anillos, sus
aros de perlas y su maquillaje. El televisor siempre
indefectiblemente prendido y pasando algún programa de chimentos.
¿Cuánta atención podía presarle mi abuela? Quizás, mientras sus
ojos vacíos se dirigían hacia el cuadrado luminoso, su mente se
dirigía hacia sus recuerdos. Su infancia en Banfield, quizás, o su
noviazgo con José, anterior al que había tenido con mi abuelo.
La
habitación era un cofre a escala. Todo estaba recubierto: la
alfombra, las paredes forradas con papeles pesados y telas, el enorme
cubrecamas manchado por los años, los manteles sobre las mesas de
luz y la mesa del televisor.
Por
dentro, la casa tenía un aspecto amarillo. Todo tomaba ese tinte:
los envases, la heladera, la pantalla del televisor, las esquinas. El
amarillo era la presencia del paso del tiempo, del desdén. El
amarillo era la vejez.
Ahogada
hasta el cogote en aquella soledad, había decidido un día, a mis
veinte años, inventar un lenguaje secreto entre los objetos y yo. Se
trató de un proceso difícil, sobre todo en sus comienzos. Tuve que
seleccionar y catalogar a los objetos que participarían de mi
lenguaje, para luego estudiar minuciosamente sus posibilidades. Por
ejemplo: el espejo del botiquín del baño podía estar limpio o
sucio, abierto o cerrado, reflejando mi cara o la misma pared de
siempre.
Pronto
me aburrí de las limitadas posibilidades lingüísticas de los
habitantes de la casa; la infancia había terminado y con ella las
posibilidades de habitar un mundo aparte del que me había tocado. Me
mantuve triste durante un largo tiempo. Empecé a usar las ventanas
para observar qué sucedía afuera. Pronto me aburrí porque me di
cuenta de que sobre la fisonomía humana descansa una gran verdad del
universo. Nadie se acerca a los feos porque creen que la fealdad
externa es un correlato de la fealdad interna. Los lindos, por ser
lindos, no invierten tiempo en su vida interna. La única conclusión
posible fue que mejor estaba en casa con mamá y la abuela.
Con
el tiempo me fui cansando de la abuela y la dejé de cuidar. Al
principio le ganó el orgullo y quiso hacerse autosuficiente. Pero al
poco tiempo empezó a hacer llamadas telefónicas de su casa a la
mía, pidiendo asistencia. Las primeras veces logró darme pena,
entonces hacía caso a su pedido y recorría el camino de mi casa a
la suya, atravesando el pasillo de la parra muerta. Sus pedidos de
ayuda consistían principalmente en que le cambiara el canal del
televisor porque no encontraba el control remoto entre las sábanas
de o que por favor le trajera papel higiénico del baño para sonarse
la nariz porque alguna película la había hecho llorar. Otras veces
desvariaba y me pedía que le alcanzara a la cama el arma del abuelo;
yo algunas veces lo hacía y otras no. Cuando lo hacía, mi abuela se
recostaba completamente horizontal sobre el colchón y yacía
abrazada a su escopeta preferida. Yo me quedaba por horas allí,
sentada sobre la alfombra en una esquina. Menos por curiosidad que
por miedo de que algo sucediera en mi ausencia. Antes de irme,
guardaba todo en su cajón correspondiente cerrado con una llave que
me encargaba siempre de esconder en la cocina, entre las latas de
galletitas.
Después
me cansé del todo y dejé de ir. Ella, sin embargo, siguió haciendo
llamadas a casa durante un largo tiempo aunque nadie la atendiera.
Empezó otra etapa. Misteriosamente consiguió los números de los
vecinos de la manzana y ahora los llamaba a ellos, diciendo que se
había lastimado y que sus familiares –que vivían en la misma casa
que ella- no le brindaban ayuda. Los vecinos vinieron a golpear la
puerta de casa con cara de poco amigos, con mirada acusadora,
instándonos a que cuidáramos de ella o nos denunciarían. Mamá y
yo ya no sabíamos de qué disfrazarnos en el barrio.
Hasta
que un día ka abuela vio una película sobre dos viejos que se
conocían en una confitería y se enamoraban. Empenzó a salir de la
casa vestida con escote y las joyas que le había regalado mi abuelo,
los labios delineados para que parecieran más gruesos. Se sentaba
así durante horas en el bar más concurrido del barrio, donde la
veían vivita y coleando los vecinos que ahora nos empezaban a creer
a mamá y a mí.
Cuando
los vecinos dejaron de recurrir ante sus llamadas, empezó a discar
números al azar. No se preocupaba ni siquiera por que los números
tuvieran 7 dígitos; hacía llamadas a larga distancia y hablaba por
horas con gente de la provincia, explicándoles su lastimosa
situación y pidiéndoles que tomaran nota de los últimos deseos de
una vieja sola y moribunda. Total, la cuenta de teléfono la
pagábamos nosotras. Así fue que un día llegaron a casa habanos de
Cuba, patas de jamón desde España, perlas del Japón. Fue un
verdadero despliegue del mágico poder de mi abuela.
Aquellas
cosas terminaban siempre en nuestras manos porque la abuela no se
encontraba en condiciones de comer o fumar cualquier cosa.
Mamá
había sido abandonada por mi padre, que se había ido con una mujer
con un espíritu mucho más ligero que el de ella; entonces yo no
protestaba y dejaba que en la repartija me tocara siempre alguna
porquería. La caja vacía de los habanos luego de que mamá se los
terminara; la podría usar de alhajero o de alcancía.
Con
el tiempo, cuando sus aventuras telefónicas ya habían sido
descubiertas, cuando su historia ya había salido en noticieros de
cuatro o cinco países vecinos y hasta ya había tenido algunos
admiradores que intentaron imitar sus andanzas con mucho menos éxito,
mi abuela enloqueció. Un día nos dijo que a partir de entonces sólo
hablaría con la diputada nacional Margarita Stlovizer, se encerró
en su casa y no volvió a hablar con nadie. Con mamá no sabíamos
qué hacer porque aunque papá se había ido y ya no quedaba nadie de
su familia, temíamos que algún vecino nos acusara finalmente con la
policía y tuviéramos que hacernos cargo de un caso de negligencia.
Mamá tuvo una idea brillante: Hola señora, aquí le habla
Margarita Stolvizer. ¿Cómo se encuentra usted?
Entonces
la abuela le contó una historia tristísima de desamor y soledad y
Margarita le rogó que tomara el antidepresivo, guardara el arma y se
fuera a dormir. Un día, finalmente, la abuela se dio un disparo
accidental en la pera y murió.
Durante
un largo periodo de tiempo, mamá y yo no intercambiamos palabras;
ella tan solo se dirigía a mí para darme algunas órdenes respecto
a la casa y yo me dirigía a ella para pedirle plata para las compras
del almacén. Todo cambió de manera repentina cuando apareció
Héctor en nuestras vidas. Mamá lo había conocido un domingo
volviendo del super en una escena clásica: a ella se le rompe una
bolsa de compras, ruedan por la calle un montón de zapallitos,
tomates y cebollas, unas cuantas pequeñas monedas, ella da un paso
atrás. Se agacha a juntar las monedas y se encuentra cara a cara con
él, dispuesto a ayudarla. Mirada, mirada, el tiempo se detiene.
Sonrisa, mirada. Levantan las monedas, se incorporan, se estiran la
ropa. Alguien dice la primera palabra. El tiempo vuelve a correr.
Aquel
día fueron a tomar un café y a partir de entonces empezaron a verse
con regularidad fuera de casa. Yo me sentí en las nubes durante un
año: toda aquella casa todo aquel tiempo solo para mí. Qué feliz
que era cuando mamá se quedaba en casa de Héctor. Entonces podía
sentarme en la cocina a tomar un té caliente, sobando lentamente,
sosteniendo la taza con ambas manos, sintiendo cómo el vapor abría
lentamente los poros de mi nariz. Entonces había un silencio
arrullador como las olas del mar y yo podía simplemente estar en el
espacio, meditando y juntando fuerzas para lo que haría a
continuación.
Terminado
aquel proceso, me levantaba, me calzaba los pies con las pantuflas de
mamá y salía por la puerta trasera. Atravesaba el pasillo de la
parra seca, abría la puerta que relinchaba y ahora ofrecía todavía
más resistencia, y entraba a la casa. En la cocina, me acercaba al
mueble esquinero y hurgaba entre las latas de galletitas para
encontrar una llave. Un rato después, me acomodaba horizontalmente
sobre la cama de mi abuela; a mi lado yacía la vieja escopeta de mi
abuelo.
Así
fue cada tanto, hasta que una mañana, sin previo aviso, mamá llegó
a casa con un invitado. Era tan alto que para mirar a los ojos a sus
interlocutores, debía agacharse; pasaba por jorobado, cuando en
realidad no lo era. Tenía una voz grave y profunda, como un eco, y
un bigote grueso como yo sólo había visto en las películas.
Héctor
llenó la casa de una alegría que nunca habíamos conocido. Venía
regularmente a la mañana; conversábamos durante el desayuno
–principalmente sobre asuntos de su trabajo- y hasta a veces
jugábamos los tres a la canasta. Digo a veces porque realmente lo
hacíamos sólo cuando Héctor tenía tiempo, aunque mamá y yo
siempre estábamos dispuestas y hasta un poco ansiosas por jugar.
Esos días en que Héctor sí tenía tiempo nos quedábamos durante
horas los tres sentados. Héctor, que era muy caballero, nos dejaba
las dos sillas con respaldo a mamá y a mí, y él se sentaba en la
banqueta que traíamos del lavadero y que normalmente utilizábamos
para la ropa planchada. Jugábamos callados, intercambiando sólo los
gestos que el desarrollo del juego nos exigía: alguno repartía las
cartas, cada uno tomaba su montoncito de la mesa y lo extendía
cuidadosamente, cuidando que nadie viera qué le había tocado.
Entonces funcionábamos como un engranaje silencioso y preciso: un
brazo recoge una carta el montón del centro de la mesa, el otro
arroja una carta al montón, el siguiente recoge y arroja. Y así
durante horas, interminables horas llenas de esa perfecta sincronía.
Yo me daba cuenta porque, si bien me resistía a mirar al reloj de
pared, la raya de luz que se colaba por entre la persiana cerrada se
encontraba casi pegada a la ventana y hacia la última partida, la
raya ya había trepado por casi toda la pared. Era Héctor quien
ganaba el juego con más frecuencia y la peor jugadora era mamá.
Cuando terminábamos, yo ofrecía un cafecito porque lo veía a él
bastante cansado y no quería que se fuera. La mayoría de las veces
lo rechazaba, pero de vez en cuando me lo aceptaba. Yo creo que esas
veces eran justo las veces en que yo usaba mi cara especial para
ofrecerle el café. No sé por qué justo esas veces elegía hacer la
cara, no era algo que yo ya tuviera meditado.
Yo
esperaba su visita con ansias, sobre todo porque durante la espera no
podía parar de ir al baño a mirarme cómo estaba vestida, cómo
estaba peinada, qué olor tenía mi aliento. Una y otra vez realizaba
la misma rutina, con el corazón lleno del vértigo de saber que en
cualquier momento sonaría el timbre y sería él. Siempre abría la
puerta yo. A mamá no le gustaba abrir la puerta:
-Los
vecinos siempre esperan el momento para echar una mirada a la casa,
decía. -Yo creo que lo que los vecinos miraban en realidad cuando
mamá abría la puerta era la pinta de mamá. Tenía siempre el pelo
revuelto, la piel pálida, las pantuflas viejas casi sin suela y la
misma bata cuadrillé que usa desde el día en que nací. Siempre
deseaba con mucha fuerza que mamá se quedara en la cama todavía un
rato más así podía quedarme un rato a solas con Héctor. Entonces
hablaríamos del día y del parque, él sabía mucho de árboles.
La
mayoría de las veces mamá se quedaba en cama, curando sus males con
estricto reposo. Héctor la consentía en todo; le traía ramos de
flores que él mismo se encargaba de poner en el florero con agua y
unas gotitas de lavandina, iba con ella a hacer las compras y llevaba
el coche para que no tuvieran que cargar las bolsas a la vuelta e
incluso la acompañaba mirando la novela. Puede decirse que aquel
hombre fue lo único realmente bueno que le sucedió a mi madre en
mucho tiempo. Y ella en algún punto lo sabía.
Se
construyó una rutina con Hector: él visitaba los lunes y viernes
nuestra casa y mamá se quedaba los miércoles en casa de él.
Pasados un par de meses empezó a venir también los martes, y más
adelante hasta los domingos.Un día la escuché a mamá en su
habitación contándole un sueño que había tenido conmigo. Escuchar
aquel relato que hablaba sobre mí, pero con el cual yo no podía
identificarme en absoluto, me hizo sentir, por primera vez en mi
vida, dividida y confundida respecto a quién era yo verdaderamente.
La
cena siempre fue mi comida preferida para compartir con Héctor,
desde la primera que tuvimos. Antes de conocerlo sólo me gustaba el
desayuno porque me daba la ilusión de un nuevo comienzo. La ficción
se desvanecía pronto, cuando iba reconstruyendo mis memorias, mis
coordenadas, lo que debía hacer esa mañana. Ya no existían los
comienzos, lo que fuera a suceder aquel día iba a estar
inevitablemente ligado a lo que había sucedido el día anterior y a
lo que el día anterior a aquel y a lo que el día anterior a ese y
así hasta el primer día de mi vida, sino antes. De todas maneras,
yo antes valoraba mucho a los desayunos gracias a aquellos breves
cinco minutos.
No
fue nada difícil cambiar de preferencia, con Héctor en casa. Se
sentaba con la espalda derecha y tenía siempre el pelo estirado para
atrás. Yo tomaba nota mental de cada gesto de Héctor. En la mesa se
trataban temas interesantes, él hablaba la mayor parte del tiempo y
nosotras estábamos muy a gusto. Una noche nos contó la historia de
su hijo. Sospecho que fue entonces que mamá empezó a desencantarse.
Dejó
de salir de casa los miércoles; ahora sólo se veían cuando Héctor
la venía a visitar. Incluso entonces, dormía hasta más tarde y
hasta se acostaba más temprano. A mí no me importaba en absoluto
porque así podía pasar más tiempo con Héctor; me parecía que él
se sentía un poco solo y necesitaba de mi compañía.
Le
preguntaba por su trabajo, por sus gustos musicales; las
conversaciones eran fluidas por intrascendentes.
Hasta
que un lunes me levanté y no lo encontré en la cocina. Preparé un
té, aparte una silla y me senté a la mesa. Sostuve la taza caliente
entre mis frías manos durante un segundo, me puse de pie, alejando
la silla con mis pantorrillas. Recorrí la casa de forma lenta,
sigilosa, llevando la taza entre mis manos, creo que estaba buscando
a Héctor.
Pase
por la puerta de la habitación de mamá y me pidió que le alcanzara
la Biblia que se encontraba en la biblioteca del living. Inocente,
sin saber que en ese mismo momento me estaba estableciendo como la
cuidadora de mi madre y sus necesidades, hice lo que me pedía. Mama,
en posición horizontal, recibió la Biblia con ambas manos tensas,
al acecho. La vi, como un tigre atacando a su víctima sin clemencia,
abrir el libro y leer en voz alta: Y mirando él atrás, los vio,
y los maldijo en el nombre de Jehová. Y salieron dos osos del monte,
y despedazaron de ellos a cuarenta y dos muchachos. Un rato
después, entró a la cocina y me pidió que encendiera el horno. Una
vez que estuvo caliente, ella lo abrió y metió la Biblia dentro. La
casa se llenó de humo y pronto los vecinos tocaron el timbre
preocupados o curiosos por ver si la desgracia había tocado a
nuestra puerta una vez más. Mamá me pidió que saliera yo y los
mandara al demonio.
Cuando
uno piensa en el sonido del llanto, piensa en algo así como un
susurro seguido de algunas aspiraciones. Escuchar a alguien llorar es
como escuchar al viento que se cuela por los accesos involuntarios de
una casa: el espacio entre la puerta y el piso, entre una y otra hoja
de la ventana. Pero nada de eso había en el llanto de mi madre, no
señor, aquel llanto no era amigo de las sutilezas del dolor ni de
los límites de la paciencia ajena.
Lo
primero que escuche hoy por la mañana fue mi nombre en boca de mi
madre. Lo gritaba, lo reclamaba. Si tan solo hubiese podido
ignorarla, pero no: los nombres propios tienen esa cualidad: si mi
madre hubiera gritado cuadro o pava o mismo heladera,
nada hubiera sucedido, ninguno de los objetos se hubiera dado por
aludido, nuestra heladera podría haber pensado que ella se dirigía
a la heladera del vecino y la cadena de desentendidos podría haber
sido infinita. Pero yo era yo, y ella articulaba mi nombre: no había
lugar para equívocos.
Me
levanté y perseguí el sonido por la casa. La encontré en el baño,
sentada sobre el inodoro, con la cabeza entre las piernas. Se
incorporó, pero no lo suficiente como para que su cabellera dejara
de cubrirle la cara. Me habló, entre todos aquellos pelos: dijo que
no se sentía bien, que ¡ayyy! Se le partía la cabeza, ¡ayyy!, no
se había sentido tan mal desde el día en que me había traido el
mundo, ¡ayyy! Cómo había sufrido aquel día y qué suerte que
había decido ponerse el diu ¡Ayyyyy!
¡Cuánto
de contagioso hay en el dolor!
Me
pidió que fuera a comprarle algo dulce, era eso lo que le sucedía,
necesitaba algo dulce. Familiarizada con estos ejercicios de
autodiagnóstico de mi madre, decidí simplemente hacer caso para
desentenderme del asunto lo más pronto posible.
Hola
chica,
me saludó como de costumbre el chino del súper. Me miró atento con
sus ojos de alcancía mientras elegía de entre ese mundo multicolor
y multiforme un montón de las más diversas golosinas. Ya conocía a
mi madre y bien sabía que era capaz de mandarme de vuelta porque no
se le antojaba en ese momento chocolate negro o porque el que había
comprado no llevaba la necesaria cantidad de leche. Pagué con
monedas e inmediatamente pensé en cómo sería que los ojos del
chino fueran de verdad rendijas de una alcancía y que él estuviera
lleno por dentro de las monedas de sus clientes.
En
casa encontré a mamá en la misma posición, solo que sentada sobre
la mesada de la cocina. Fui hacia el baño, recogí los pedazos de
papel higiénico que flotaban por ahí y que ella había destrozado
víctima de los delirios del dolor, apagué la luz, cerré la puerta.
Los
chocolates parecieron calmarla. Tras haber saboreado el último
pedazo, bajó de la mesada y se dirigió hacia el sillón del living
donde se acostó prolijamente, con los brazos cruzados sobre el pecho
y los ojos cerrados, como un muerto. Yo me quedé en la cocina,
levantando los envoltorios de golosinas desparramados por el piso.
También recogí el repasador azul que mamá había utilizado, a
falta de algo mejor, para soplarse la nariz. Dude entre tirarlo en el
cesto de basura o en el de la ropa sucia. Decidí ponerlo a lavar, si
mamá se diera cuenta de que había arrojado un trapo todavía útil,
montaría en cólera y yo ya no quería más conflictos.
Apagué
la luz y salí de la cocina. Intenté atravesar el living
silenciosamente, para no molestar al muerto o agudizar sus dolores.
Estaba por llegar a destino cuando la escuche mascullar algo
inentendible. Mama era una ferviente creyente en la economía verbal
y se irritaba cuando uno le pedía que repitiera lo que ya había
dicho una vez. No pregunté nada, me acerqué al sillón y descubrí
sus pies desnudos; me acomodé sobre la punta del almohadón, sostuve
su pie izquierdo entre mis manos y comencé a masajearlo. Estaba frio
y yo pensaba en empanadas y en que si bien las empanadas eran un buen
almuerzo también constituían un perfecto desayuno. Diez minutos
después hice lo mismo con su pie derecho y diez minutos más tarde
apoyé ambos pies calentitos sobre el almohadón, me frote las manos
sudadas y me levanté del sillón.
Entonces
mamá pidió que prendiera la música. Esta vez no utilizó mi
nombre, lo pidió al aire, como si este le debiera algo de sus
fuerzas mágicas, como si aquel elemento del universo quisiera sufrir
al unísono conmigo la tortura de aquella sucesión de mantras
tibetanos que mi madre reclamaba como una cotorra día y noche y que
parecía absorber poco a poco su paciencia y bondad en vez de
devolvérsela. Me hice cargo del pedido y encendí la música,
pensando en que madre hay una sola.
Apagué
la luz del living, y desde la entrada me tomé un minuto para
observar aquel cuadro. Mi madre, como un muerto, reposando sobre el
sillón, como un muerto, con los brazos cruzados sobre su pecho y los
pies calientes que yo había manoseado durante largo rato hace unos
minutos. Los mantras tibetanos que resonaban por la casa ahora
oscura, atardecida. La boca de mi madre que intentaba repetir el
canto pero parecía nunca coincidir con la voz de aquel monje o quien
fuera que recitaba. El aire se llenó de tristeza, pero no de esa
tristeza melancólica que fortalece a los mejores corazones, sino de
tristeza rancia, rancia e ineludible.
Delicadamente
caminé hacia la cocina. Encendí el gas de una hornalla y lo dejé
llenar el aire durante unos segundos. Luego unos segundos más. Tenía
la caja de fósforos en una mano, pero no tenía la voluntad de
encender aquel fuego. La otra mano sostenía abierta la perilla de la
hornalla. El olor a gas me despertó como una cachetada.
Inmediatamente encendí un fósforo, prendí aquel fuego y puse agua
a calentar. Elegí una taza color naranja del estante y desenvolví
un saquito de té. Mama guardaba sus pastillas para dormir en la
heladera. Decidí tomarme una para poder retomar el sueño que tan
violentamente había sido interrumpido. Saqué una del pastillero y
antes de que me hubiera dado cuenta, la había hundido en el agua
hirviendo. Automáticamente, como poseída, saqué otra y otra y
hundí en el agua una y otra y así unas quince o dieciséis veces.
Me
acerque a la puerta del living: Mami, ¿querés un te?, dije y
fue como hablarle a un muerto.
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