El agua en la olla negra comenzaba a
burbujear. Adentro, los fideos dibujaban misteriosos laberintos de pasta y sal.
Sobre la mesada de inmaculado mármol blanco parecían dormir la siesta: tres
morrones rojos una cabeza de ajo a la que le faltaban dos dientes
y tres frasquitos de especias. Romero, enebro y azafrán. Un montoncito de sal
se apilaba a un costado, rodeado de más sal, libre y desparramada. En el medio,
la marca de un dedo como la punta de un volcán; ella se lo había llevado a la
boca.
Un vapor claro sobrevolaba las hornallas y
terminaba por cubrir las ventanas de la cocina, convirtiéndolas en pizarras improvisadas.
Se veían ahora, como mensajes ocultos del pasado, huellas digitales, manchones y
ralladuras.
Levantó el brazo y con el dedo salado marco
la ventana: abu. Alrededor dibujó un
corazón.
A través de los vidrios empañados asomaban los
verdes de las plantas de lavadero; erguidas como mástiles, parecían vigilar los
movimientos de la casa. La afelandra era la reina, la que casi tocaba el techo;
por debajo, la ayudaban la begonia y la alocacia. El lazo de amor desplegaba
sus brillos a un costado, demasiado alegre como para andar de guardia.
El ritmo de la casa lo marcaban: el sonido
a caricia de las hojas movidas por el viento, la respiración fuerte de una
mujer en la habitación y el segundero de un reloj de cocina destinado a sonar
diez minutos más tarde, cuando la tarta del horno estuviera lista.
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