Con
el tiempo fuí perdiendo el miedo a las sombras; un arduo proceso
de reconocimiento hizo descubrir que no hay habitantes de la
oscuridad, que nada duerme en los rincones ni se alimenta de
necesidad. Digo: nada duerme, todo deambula en el mundo despierto,
por aquí todo el tiempo. Los fantasmas y las sombras y las cosas por
hacer: no creo ya que respeten un estricto horario para dormir o
despertarse o pasarse el día en camisón. Hoy, por ejemplo, las
encontré en el gato que lloraba al ver su plato vacío.
He
perdido el miedo a las sombras: en ellas no habita nada que se
asuste. Pues, despierta e iluminada me encuentro con todo. No me
asusta, tampoco, que todo vaya y venga. Doy gracias por lo que hay,
que siempre alcanza. También doy gracias por lo que se ha ido a
tiempo, porque me ha hecho saber que, cuando se me revolvieran las
tripas del dolor, ya no estaría aquí. He perdido, entonces, el
miedo mayor: el de esperar.
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