25 de abril de 2012

alegría del hogar




El agua en la olla negra comenzaba a burbujear. Adentro, los fideos dibujaban misteriosos laberintos de pasta y sal. Sobre la mesada de inmaculado mármol blanco parecían dormir la siesta: tres morrones rojos una cabeza de ajo a la que le faltaban dos dientes y tres frasquitos de especias. Romero, enebro y azafrán. Un montoncito de sal se apilaba a un costado, rodeado de más sal, libre y desparramada. En el medio, la marca de un dedo como la punta de un volcán; ella se lo había llevado a la boca.
Un vapor claro sobrevolaba las hornallas y terminaba por cubrir las ventanas de la cocina, convirtiéndolas en pizarras improvisadas. Se veían ahora, como mensajes ocultos del pasado, huellas digitales, manchones y ralladuras.
Levantó el brazo y con el dedo salado marco la ventana: abu. Alrededor dibujó un corazón.
A través de los vidrios empañados asomaban los verdes de las plantas de lavadero; erguidas como mástiles, parecían vigilar los movimientos de la casa. La afelandra era la reina, la que casi tocaba el techo; por debajo, la ayudaban la begonia y la alocacia. El lazo de amor desplegaba sus brillos a un costado, demasiado alegre como para andar de guardia.
El ritmo de la casa lo marcaban: el sonido a caricia de las hojas movidas por el viento, la respiración fuerte de una mujer en la habitación y el segundero de un reloj de cocina destinado a sonar diez minutos más tarde, cuando la tarta del horno estuviera lista.

1 comentario:

Ele dijo...

Me gusta!!!!!!!!!!