12 de diciembre de 2014

Querido

V

Llegué al aeropuerto y olvidé pedir mi número de asiento para el avión. Cuando quise volver a cambiarme del 18A al 1A, se había formado una cola de tres metros de largo desde el mostrador. Las personas se apilaban como monstruos intentando atravesar, todos a la vez, un pequeño agujero en la pared. No hice a tiempo de reclamar, debería correr el riego de viajar en la cola del avión. Atravesé todas las postas de manoseo antiterrorista, muplicadas camino a un país musulmán, para llegar a la puerta de embarque del vuelo. La iluminación gris de los pasillos y el olor a aeropuerto, el movimiento constante de las escaleras, las pantallas, las personas y las maletas, todas en perfecta inercia indetenible, la voz inhumana que se repartía por los parlantes de la enorme habitación, la sensación de no estar en ningún lado, todo me provocó un mareo que me obligó a doblarme de rodillas y vomitar sobre la alfombra incolora que cubría todo el edificio. Cuando terminé me alejé lo más posible, intentando desentenderme: el olor a vómito se esparcía sobre la alfombra como una plaga y llegaba hasta mí donde quiera que intentara escaparme de él. El avión se encontraba retrasado unas cuatro horas. Quise volver algunos pasos atrás:

 -Señorita, no puede cruzar esa línea
 -Es que quiero volver
 -Ya no puede, usted no se encuentra en su país
-¿Y quiere decirme en dónde estoy?
-Usted se encuentra en una especie de limbo.

 Volví a la sala de espera y dediqué un rato a observar la sala. La mayoría de las mujeres llevaban velos que cubrían sus rostros y cuerpos, los hombres eran morenos y bellos, de mirada profunda. Se veían tan diferentes. Me quede con las manos de la mujer sentada a mi lado. Descansaban como dos manchas blancas sobre la túnica de gasa negra que la cubría de pies a cabeza haciéndola parecer un cuervo. Los dedos eran como chorizos y se hacían más finitos hacia las puntas. Sus uñas no eran lisas, parecían hechas de remiendos de paneles de uñas viejas y las llevaba pintadas con un color marrón medio transparente y brilloso a la vez. Sostenía, con todos los dedos de ambas manos, un pasaje para mi mismo viaje. Le había tocado el asiento 3E, maldita mujer.
Volví a mirarla entera y su aspecto de cuervo me dio la sensación de estar dentro del montaje de un cuento, de Poe, quizás, mal dirigido, con las metáforas hechas a lo bruto, enormes. El cuervo negro que llama a la ventana en el medio de la noche. Solté una carcajada. Puedo jurar que la mujer me clavó la mirada a través del tul. No hacía falta que la viera, el cuervo enorme ahora me rondaba, amenazante. Me levanté rápida para ir al servicio a retocarme. Atravesé la puerta con un dibujo de una dama con sombrero e inmediatamente llegó a mí todo: el olor a jazmines de plástico del limpiador de pisos, la casa, mi marido, César. Abandonando ya todo tipo de cuidado, cedí ante la tentación de sentarme sobre el inodoro, con la puerta del baño trabada y reflexionar un poco. Hice pis tranquila, luego apoyé mis codos sobre mis rodillas desnudas, cerré los ojos y me dispuse a pensar.
 El beso de César había sido el beso más lindo que había recibido en mi vida ¿qué estaría haciendo ahora en la guerra?¿cuándo volveríamos a vernos? No dudaba de que pasaríamos el resto de nuestras vidas juntos, quedaban aun tantos besos por darnos.

Subí al avión y caminando por el pasillo hacia el fondo, visualicé mi propia muerte.
Al lado mío se sentaban dos hombres, uno marroquí y el otro catalán; El catalán interrumpió lo que le estaba diciendo al marroquí al verme tan nerviosa.

-Señora, ¿Quiere que llamemos a la azafata?
-      -No, no hace falta, gracias. Mentí.
-      -¿Puedo ofrecerle una pastilla, un sedante?
-      -Claro que sí

Sacó un pastillero del bolsillo de su saco, apartó una pastilla y la depositó con delicadeza sobre la palma de mi mano. Debí tomarla sin agua, mostrando valor.  Apoyé la cabeza sobre el asiento y seguí atendiendo a la conversación de mis compañeros de viaje. El catalán le contaba al marroquí que volvía a Barcelona tras un exilio de siete años, que en el transcurso de aquel mes se definiría el reconocimiento de la personalidad histórica, cultural y lingüística del Pais Vasco, Cataluña y Galicia, y que él viajaba a entrevistarse en persona con uno de los diputados protagonistas del proceso, Miguel Roca, para una revista Neoyorkina.

-¿Usted habla bien el inglés? Preguntó el marroquí.
-Ah, sí, sí.

Luego llegó el turno de hablar del marroquí y el catalán le preguntaba sobre la vida en su país, sobre su familia y, finalmente, sobre su trabajo. Yo iba cayendo en un lento y encantador sopor y el intercambio de voces me hacía de canción de cuna. El marroquí contaba que trabajaba fabricando puertas a mano, luego contó en detalle cómo se tallaba cada arabesco posible sobre la superficie de cada tipo de manera y más tarde ya no sé si le hablaba al catalán sin darse cuenta que aquel se había ido al baño o si me hablaba a mí, sin darse cuenta de que yo estaba allí, en ese avión, en calidad de  bulto. Entre el zumbido de las turbinas del avión, lo escuchaba articular con cuidado los nombres de todas las posibles piezas de una puerta:

-Pestillo, caracol, bibel, tejuelo, bisagra, rodaja, carretilla, pomo, quicio, etcétera.
Y los nombres me mecían con sus confusos sonidos. Dormí durante el resto del viaje y soñé interminablemente con el hombre del sobre y el del chaleco allí parados, en la esquina, fumando y fumando los dos de la misma mano.

No hay comentarios: