Hay algo
que me gusta de mirarte y no tocarte. Imagino cómo siente el aire que te rodea,
el que pasea entre tus pelos o debajo de tu brazo. El que te entra por la nariz
y recorre todos tus órganos, ve cómo son tus pulmones y tu garganta, roza tus
dedos constantemente, pasea por lugares adonde mis dedos no llegan.
El aire me
tienta con su presencia circundante y llena de
preguntas. Para no tocarte pienso que tengo las manos muertas, que son dos
pedazos de carne crudos, como dos ratas viejas colgando de mis brazos. Se dedican
a roer la madera de los bancos donde me siento y nunca suben la mirada a
fijarse qué podré estar necesitando yo; tocarte quizás, pero nunca sucede. El placer
de no tocarte y el diálogo con el aire se prolongan y crecen con las horas,
no hay razones para detenerme en mi no tocarte.
Y a la vez,
si te tocara ¿cómo sería? La consistencia de tu pelo, un nido de aves, la
rugosidad de tu piel, el tamaño de tu mano. Todos sería nuevo por una sola vez
y luego se repetiría y se haría costumbre. Te besaría todos los días y
no podría pensar que se vive sin besarte. Besarte, como hacer las compras,
pagar el gas y darse un baño. A veces con más ganas, a veces con menos.
Me gusta,
por ahora, no tocarte y mirar, invadir tu espacio con el alcance de mis ojos, observarte el detalle, un lunar en la nariz, una arruga en la camiseta.
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