-Señor, ¿me dice la hora?
El viejo dio tres pasos más y frenó. Le daba la espalda a César, giró y le clavó sus ojos azules sobre los suyos. Tuvo un escalofrío; nunca nadie lo había mirado de esa manera. El viejo tosió sobre su mano izquierda y la limpió contra el costado de su pantalón, luego levantó el puño, miró fijo a su reloj y, volviendo a clavar los ojos azules, dijo:
-Son las doce y cuarto, hijo.
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