-¡Qué hermosa que es San Francisco! Dice. Llena el silencio
de la habitación mientras mira por la ventana, lástima la lluvia.
Lastima la lluvia, me dice justo a mí, que odio a las
ciudades por su falta de singularidad y que amo a la lluvia por todo lo
contrario. Yo no entiendo cual es la diferencia entre una ciudad y otra y qué
es lo que hace a una linda y a otra fea; feas son todas. La ciudad se agota en
su propia definición y ahí encontramos, eso seguro, todo lo necesario para
sobrevivir. Pero no hablemos de belleza si vamos a hablar de ciudades, hablemos
de conveniencia, de comodidad. Reservémonos la belleza para las infinitas
estrellas que se ven en el campo, para los árboles que crecen libres de
canteros y para la lluvia. ¡Ah! La lluvia, única capaz de imprimirle un
carácter a una ciudad cualquiera. En Buenos Aires llueve fuerte y la gente teme
al granizo, en Londres llueve siempre y la vida se acompaña del suave susurro
de las cosas golpeadas por agua.
Yo había ido a San Francisco a funeral de mi querido amigo
Andrés. Habíamos sido amigos desde la infancia y, hace unos días, había
recibido un llamado de su hermana avisándome Andrés que había muerto de un
ataque al corazón. Siempre había sido más sensible de lo que le convenía. Yo viajé
a San Francisco solo.
Frente a mi silencio, ella se ocupa cosiendo. Desde la cama
no puedo ver su cara pero sí el recorte de su figura encorvada contra los rayos
del sol. Temo que piense que mi silencio es rechazo. No lo es, tan solo me
gusta tomarme el tiempo para reconocer la lluvia de una ciudad.
Cuando llegué a San Francisco, busqué un hotel. Subí a un
taxi y le pedí que me llevara a uno bueno. Quería poder concentrarme en la
despedida de mi amigo. Tenía un bolso con un solo traje para los tres días. Llevaba
también un mundo de congoja. No podía dejar de pensar en cuánto menos me
importaría esta muerte su no hubiera conocido tan bien a Andrés. Todo el tiempo
muere gente, lo importante es quién la quiere.
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