2 de noviembre de 2013

Ella se ocupa cosiendo


-¡Qué hermosa que es San Francisco! Dice. Llena el silencio de la habitación mientras mira por la ventana, lástima la lluvia.
Lastima la lluvia, me dice justo a mí, que odio a las ciudades por su falta de singularidad y que amo a la lluvia por todo lo contrario. Yo no entiendo cual es la diferencia entre una ciudad y otra y qué es lo que hace a una linda y a otra fea; feas son todas. La ciudad se agota en su propia definición y ahí encontramos, eso seguro, todo lo necesario para sobrevivir. Pero no hablemos de belleza si vamos a hablar de ciudades, hablemos de conveniencia, de comodidad. Reservémonos la belleza para las infinitas estrellas que se ven en el campo, para los árboles que crecen libres de canteros y para la lluvia. ¡Ah! La lluvia, única capaz de imprimirle un carácter a una ciudad cualquiera. En Buenos Aires llueve fuerte y la gente teme al granizo, en Londres llueve siempre y la vida se acompaña del suave susurro de las cosas golpeadas por agua.
Yo había ido a San Francisco a funeral de mi querido amigo Andrés. Habíamos sido amigos desde la infancia y, hace unos días, había recibido un llamado de su hermana avisándome Andrés que había muerto de un ataque al corazón. Siempre había sido más sensible de lo que le convenía. Yo viajé a San Francisco solo.
Frente a mi silencio, ella se ocupa cosiendo. Desde la cama no puedo ver su cara pero sí el recorte de su figura encorvada contra los rayos del sol. Temo que piense que mi silencio es rechazo. No lo es, tan solo me gusta tomarme el tiempo para reconocer la lluvia de una ciudad.
Cuando llegué a San Francisco, busqué un hotel. Subí a un taxi y le pedí que me llevara a uno bueno. Quería poder concentrarme en la despedida de mi amigo. Tenía un bolso con un solo traje para los tres días. Llevaba también un mundo de congoja. No podía dejar de pensar en cuánto menos me importaría esta muerte su no hubiera conocido tan bien a Andrés. Todo el tiempo muere gente, lo importante es quién la quiere.


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