Pasaron cinco
días desde la última tormenta.
El cielo
hablaba con su lengua de colores. El negro era el que más nos había asustado.
Con el
tiempo, sin embargo, fuimos acostumbrándonos a la sutil esclavitud en la que
nos habíamos sumido distraídamente. Casi como si no hubiera sido
nuestra culpa, como si el rumbo inevitable del tiempo nos hubiera estrechado
los caminos y enceguecido los ojos.
Lo cierto
es que habitábamos una terrible oscuridad que supo acomodársenos por dentro,
enraizar y hacerse fuerte.
Existen,
para algunos, retornos. Para mí el camino de vuelta era indeseado, la
vida era un trabajo demasiado arduo.
Una tarde
de aquellos días, mientras él sacudía las alfombras en la habitación, llenando
el aire de polvo, yo encontré en la biblioteca una Flora compendiada. Él
levantaba la alfombra con un brazo y con el otro le daba fuertes golpes que
retumbaban por la casa. Y cuando abrí el libro, otro golpe, como si abrir también
surtiera efecto. Pum: las palabras y el polvo marrón. El libro pesado entre mis
manos me contaba de la vida de lo verde: Granar, nacer y formarse en árboles y
plantas. Y el polvo recorría mis pulmones
y los golpes me hacían creer que entonces, por dentro, iba granando una vida
verde oscura y lenta, acompasada y radiante de espanto.
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