11 de enero de 2013

Dicho del fruto


Pasaron cinco días desde la última tormenta.
El cielo hablaba con su lengua de colores. El negro era el que más nos había asustado.
Con el tiempo, sin embargo, fuimos acostumbrándonos a la sutil esclavitud en la que nos habíamos sumido distraídamente. Casi como si no hubiera sido nuestra culpa, como si el rumbo inevitable del tiempo nos hubiera estrechado los caminos y enceguecido los ojos.
Lo cierto es que habitábamos una terrible oscuridad que supo acomodársenos por dentro, enraizar y hacerse fuerte.
Existen, para algunos, retornos. Para mí el camino de vuelta era indeseado, la vida era un trabajo demasiado arduo.
Una tarde de aquellos días, mientras él sacudía las alfombras en la habitación, llenando el aire de polvo, yo encontré en la biblioteca una Flora compendiada. Él levantaba la alfombra con un brazo y con el otro le daba fuertes golpes que retumbaban por la casa. Y cuando abrí el libro, otro golpe, como si abrir también surtiera efecto. Pum: las palabras y el polvo marrón. El libro pesado entre mis manos me contaba de la vida de lo verde: Granar, nacer y formarse en árboles y plantas. Y el polvo recorría mis pulmones y los golpes me hacían creer que entonces, por dentro, iba granando una vida verde oscura y lenta, acompasada y radiante de espanto. 

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