¿Quién era
la chica que bailaba? No abría los ojos, solo los cerraba con más o menos
fuerza. La danza era del cuerpo, sí, los brazos, las piernas, el torso para
adelante y para atrás; pero también era del rostro y el pelo, como una mancha
de tinta, tomaba distintas formas y recorría caminos al azar. Los hombros
marcaban el ritmo de mis latidos: tum turutum tu tu turum, y los brazos eran
palomas que la sobrevolaban, que la estaban por llevar a pasear. Los breteles
de su remera se deslizaban entre su cuello y el brazo, a veces cayendo por sus
hombros, dejándola un poco desnuda. Era el mismísimo vértigo, pensar si ya
pararía, si podría seguir, cuál sería, entonces, el nuevo movimiento de esa
máquina que no podía parar. Y nunca era otra cosa que la música traducida al
cuerpo ¿cómo era tan capaz de hacerse una? Cada movimiento parecía
peligrosamente libre y a la vez exacto, afilado, calculado. Si me hubiese
tapado los oídos, aún hubiese escuchado a la música solo por verla a ella
bailar. Doblaba la espalda hacia atrás, acercando su cabeza al suelo, mirando a
los otros bailarines al revés, sacudiendo la mancha de tinta como una escoba
negra y brillante y hasta su boca sonreía. La piel lisa y pálida pintaba el
suelo negro con sus movimientos de ritual, de diosa del ritmo de algún más allá.
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