19 de mayo de 2011

el sonido del llanto

Cuando uno piensa en el sonido del llanto, piensa en algo así como un susurro seguido de algunas aspiraciones. Escuchar a alguien llorar es como escuchar al viento que se cuela por los accesos involuntarios de una casa: el espacio entre la puerta y el piso, entre una y otra hoja de la ventana. Pero nada de eso había en el llanto de mi madre, no señor, aquel llanto no era amigo de las sutilezas del dolor ni de los límites de la paciencia ajena.
Lo primero que escuche hoy por la mañana fue mi nombre en boca de mi madre. Lo gritaba, lo reclamaba. Si tan solo hubiese podido ignorarla, pero no: los nombres propios tienen esa cualidad: si mi madre hubiera gritado “cuadro” o “pava” o mismo “heladera”, nada hubiera sucedido, ninguno de los objetos se hubiera dado por aludido, nuestra heladera podría haber pensado que ella se dirigía a la heladera del vecino y la cadena de desentendidos podría haber sido infinita. Pero yo era yo, y ella articulaba mi nombre: no había lugar para equívocos.
Me levanté y perseguí el sonido por la casa. La encontré en el baño, sentada sobre el inodoro, con la cabeza entre las piernas. Se incorporó, pero no lo suficiente como para que su cabellera dejara de cubrirle la cara. Me habló, entre todos aquellos pelos: dijo que no se sentía bien, que ¡ayyy! Se le partía la cabeza, ¡ayyy!, no se había sentido tan mal desde el día en que me había traido el mundo, ¡ayyy! Cómo había sufrido aquel día y qué suerte que había decido ponerse el diu ¡Ayyyyy!
¡Cuánto de contagioso hay en el dolor!
Me pidió que fuera a comprarle algo dulce, era eso lo que le sucedía, necesitaba algo dulce. Familiarizada con estos ejercicios de autodiagnóstico de mi madre, decidí simplemente hacer caso para desentenderme del asunto lo más pronto posible.
“Hola chica”, me saludó como de costumbre el chino del súper. Me miró atento con sus ojos de alcancía mientras elegía de entre ese mundo multicolor y multiforme un montón de las más diversas golosinas. Ya conocía a mi madre y bien sabía que era capaz de mandarme de vuelta porque no se le antojaba en ese momento chocolate negro o porque el que había comprado no llevaba la necesaria cantidad de leche. Pagué con monedas e inmediatamente pensé en cómo sería que los ojos del chino fueran de verdad rendijas de una alcancía y que él estuviera lleno por dentro de las monedas de sus clientes.
En casa encontré a mamá en la misma posición, solo que sentada sobre la mesada de la cocina. Fui hacia el baño, recogí los pedazos de papel higiénico que flotaban por ahí y que ella había destrozado víctima de los delirios del dolor, apagué la luz, cerré la puerta.
Los chocolates parecieron calmarla. Tras haber saboreado el último pedazo, bajó de la mesada y se dirigió hacia el sillón del living donde se acostó prolijamente, con los brazos cruzados sobre el pecho y los ojos cerrados, como un muerto. Yo me quedé en la cocina, levantando los envoltorios de golosinas desparramados por el piso. También recogí el repasador azul que mamá había utilizado, a falta de algo mejor, para soplarse la nariz. Dude entre tirarlo en el cesto de basura o en el de la ropa sucia. Decidí ponerlo a lavar, si mamá se diera cuenta de que había arrojado un trapo todavía útil, montaría en cólera y yo ya no quería más conflictos.
Apagué la luz y salí de la cocina. Intenté atravesar el living silenciosamente, para no molestar al muerto o agudizar sus dolores. Estaba por llegar a destino cuando la escuche mascullar algo inentendible. Mama era una ferviente creyente en la economía verbal y se irritaba cuando uno le pedía que repitiera lo que ya había dicho una vez. No pregunté nada, me acerqué al sillón y descubrí sus pies desnudos; me acomodé sobre la punta del almohadón, sostuve su pie izquierdo entre mis manos y comencé a masajearlo. Estaba frio y yo pensaba en empanadas y en que si bien las empanadas eran un buen almuerzo también constituían un perfecto desayuno. Diez minutos después hice lo mismo con su pie derecho y diez minutos más tarde apoyé ambos pies calentitos sobre el almohadón, me frote las manos sudadas y me levanté del sillón.
Entonces mamá pidió que prendiera la música. Esta vez no utilizó mi nombre, lo pidió al aire, como si este le debiera algo de sus fuerzas mágicas, como si aquel elemento del universo quisiera sufrir al unísono conmigo la tortura de aquella sucesión de mantras tibetanos que mi madre reclamaba como una cotorra día y noche y que parecía absorber poco a poco su paciencia y bondad en vez de devolvérsela. Me hice cargo del pedido y encendí la música, pensando en que madre hay una sola.
Apagué la luz del living, y desde la entrada me tomé un minuto para observar aquel cuadro. Mi madre, como un muerto, reposando sobre el sillón, como un muerto, con los brazos cruzados sobre su pecho y los pies calientes que yo había manoseado durante largo rato hace unos minutos. Los mantras tibetanos que resonaban por la casa ahora oscura, atardecida. La boca de mi madre que intentaba repetir el canto pero parecía nunca coincidir con la voz de aquel monje o quien fuera que recitaba. El aire se llenó de tristeza, pero no de esa tristeza melancólica que fortalece a los mejores corazones, sino de tristeza rancia, rancia e ineludible.
Delicadamente camine hacia la cocina. Encendí el gas de una hornalla y lo deje llenar el aire durante unos segundos. Luego unos segundos más. Tenía la caja de fósforos en una mano, pero no tenía la voluntad de encender aquel fuego. La otra mano sostenía abierta la perilla de la hornalla. El olor a gas me despertó como una cachetada. Inmediatamente encendí un fósforo, prendí aquel fuego y puse agua a calentar. Elegí una taza color naranja del estante y desenvolví un saquito de té. Mama guardaba sus pastillas para dormir en la heladera. Decidí tomarme una para poder retomar el sueño que tan violentamente había sido interrumpido. Saqué una del pastillero y antes de que me hubiera dado cuenta, la había hundido en el agua hirviendo. Automáticamente, como poseída, saqué otra y otra y hundí en el agua una y otra y así unas quince o dieciséis veces.
Me acerque a la puerta del living: “Mami, ¿querés un te?”, dije y fue como hablarle a un muerto.

1 comentario:

santha dijo...

Maravilloso, Dan!

De todos los llantos, yo prefiero el que es interno, sin llorar, el que te llueve adentro.