1 de junio de 2011

el sonido del llanto. cap. ii

Yo siempre supe de la importancia secreta de ciertas cosas, nació primero en mí como una intuición, pero con el tiempo comencé a darme cuenta de que poseía un arte infalible.
Cuando lograba salir de casa, cuando cada pequeño antojo de mamá había sido satisfecho y realizado al máximo nivel de perfección posible –siempre me preguntaba cómo podía considerarse que la perfección fuera sensible a gradaciones-, en esos momentos, la vida se me aparecía como un milagro.
Claro que nunca le decía a mi madre que saldría de paseo. Ella lo sabía, de todas maneras. Era un pacto implícito en el que ambas sabíamos lo que estaba sucediendo, pero preferíamos –por vagancia o por celos- dejarlo dicho entre líneas. “Voy a la lavandería y luego a comprar harina al almacén” decía yo, o “voy a llevar estos zapatos a lustrar y luego pasaré por la iglesia a saludar a Juanita” -Juanita era una amiga que yo había inventado para contarle historias a mamá sobre los chismes del barrio; todo siempre me lo había trasmitido Juanita, que porque era monja siempre se enteraba de los pecados de los devotos y como era joven aun sentía la cosquillita del chisme que luego perdería con los años y la repetición de los mismos pecados una y otra vez- “bueno, no tardes” decía ella, “a las siete empieza la novela y necesito que me ubiques la antena”.
Yo salía entonces con el corazón lleno de triunfo y caminando a paso veloz para pasar el menor tiempo posible en el camino al parque y el mayor tiempo posible en el parque.
Una vez allí, me sentaba en el banco de siempre y me disponía a cerrar los ojos y respirar el aroma frio y cristalino de aquel aire de invierno, a escuchar con atención las conversaciones de la gente que pasaba por delante del banco, o de la que se detenía cerca o de la que se sentaba lejos pero hablaba lo suficientemente fuerte. Las veces que no llegaba a escuchar, inventaba diálogos posibles. Quizás diálogos entre mamá y yo o entre yo y algún muchacho. Con el tiempo comprendí que había algo más importante que el oído para comprender una conversación ajena y fue entonces que me di cuenta: la clave estaba en observar los ojos de los que hablan. La mirada tiene una importancia secreta que nadie quiere terminar de comprender porque a todos nos gusta un poco que nos mientan. La mirada viene a terminar con esa posibilidad, a aniquilarla de un solo golpe.
Y entonces en esos días que eran como milagros, yo comencé a sentarme en aquel banco a observar las miradas de las personas que charlaban, cómo ponían los ojos al decir las cosas y al escucharlas. Me sentaba y observaba aquella danza secreta entre las miradas de un hombre y una mujer que repentinamente miraba a un niño que yacía en los brazos de una mujer que lo miraba de cerca, mientras el niño intentaba seguir, fascinado, con sus ojos vírgenes el caer de las hojas rojas, amarillas y naranjas que volaban, columpiándose lentamente, desde lo alto de un viejo y generoso árbol.
Es curioso que entonces pensara en mamá.

1 comentario:

Unknown dijo...

Qué linda sensibilidad estás agarrando.