4 de junio de 2011

el sonido del llanto. cap. III

Recordaba, por lo general, escenas de la infancia. Me viene a la memoria, ahora, el día en que hacía un frío especial, un frío que había conservado a todos dentro de sus casas y me había dejado a mí visitando el parque sola, como en una escenografía; aquel día me había sentado a pensar sobre las cosas que uno cree, en las verdades que edifican nuestras vidas. Entendí una distinción básica entre la niñez y la adultez que implica la diferencia entre edificar nuestras vidas a partir de lo que nos dicen que tenemos que creer y luego a partir de aquello que creemos que creemos libremente. Todo esto vino a cuento de aquella mentira de la infancia que había llegado preñada de consecuencias. Un mediodía, durante un almuerzo familiar que había incluido a tíos y primos, mi hermano comenzó a increpar a los adultos sobre la cultura de los gauchos, el mate y el campo. Estaba en tercer grado y en su escuela comenzaban a enseñarle la bendita versión oficial del nacimiento de la patria argentina. Fue entonces cuando mi padre mencionó al valiente gaucho Martín Fierro y nos contó acerca de un famoso libro que había escrito sobre él nuestro abuelo con un nombre falso. Nos explicaron que aquello del nombre falso era en realidad un “seudónimo” y que muchos artistas –como mi abuelo- los usaban por miedo a volverse famosos y no poder escapar a los periodistas. Mi hermano y yo decidimos entonces ponernos nuestros propios seudónimos: yo sería Ana de papel y él Luciano el Tercero. Ahora, echada luz sobre aquella mentira, pienso que a lo mejor tendríamos que habernos llamado Virginia Lobo y Jaime Yois.
Entrar a la adultez consistió, para nosotros, en un duro proceso de demolición de aquellas verdades impuestas. Mi abuelo no había sido el autor del "Martín Fierro", nunca había caído un meteorito en el jardín de nuestra casa y el vagabundo que paseaba por el barrio mascullando groserías no era el viejo de la bolsa. Lo más difícil ha sido tener que comprender que para llegar a Mar de Ajo desde la capital de Buenos Aires no hace falta tomar un barco. Cuando yo tenía seis años, mis padres nos llevaron de vacaciones a Punta del Este. Como yo me encontraba becada en la escuela privada, era importante que nadie supiera que mi familia podía acceder a vacaciones tan caras, entonces decidieron hacernos creer que nos encontrábamos en Mar de Ajo, en la costa argentina, y no en Uruguay. Aun al día de hoy no comprendo cómo fue que nunca recordaron aclarar esta buscada confusión, ahorrándome la terrible humillación de que fui víctima al entrar en la escuela secundaria y confundir los mares, los ríos y las ciudades.

2 comentarios:

santha dijo...

"humillación de que fui víctima al entrar en la escuela secundaria y confundir los mares, los ríos y las ciudades". Y EL AMOR CON CUALQUIER SENTIMIENTO.

j. dijo...

cualquier parecido familiar es pura coincidencia.