7 de junio de 2011

el sonido del llanto. cap. IV

Pero, como todo, la etapa de la escuela secundaria habría de pasar sin pena ni gloria. Claro que, también como todo, había dejado sus marcas en mí; aquel ambiente hostil terminó de dar forma a mi afán de pasar desapercibida. Si me había hecho algún amigo o intentando compartir alguna inquietud o interés con algún profesor, fue a los comienzos, cuando aún conservaba algo de aquella intención de aplacar mi naturaleza misántropa. Se multiplicaron los años y el malestar, el desacomodamiento; finalmente la obra se vio terminada: la vida, como un artista, había dado perfecta forma a mi desaliento social. A los quince años realicé mi último intento por entablar una amistad, luego desistí.
La entrada a la adultez tuvo la facilidad del abandono; sin expectativas sociales, me sumí en un mundo regido y habitado solamente por mí y por aquellos seres a los que mi vida se encontraba inevitablemente ligada: mis padres y mi abuela paterna. El resto de mi familia era inexistente o se encontraba ya del otro lado. Claro que con lo que éramos ya tenía suficiente.
Para ser justa, debo decir que mi abuela valía por tres familiares: podríamos decir un enfermo terminal, un desequilibrado mental y un niño berrinchoso. Con los años fue corriendo su límite hasta que fue imposible adivinar hasta donde llegaría. Ella vivía en una casa detrás de la nuestra, sobre el mismo terreno; todo aquello había pertenecido a su familia durante años. Mis abuelos había vivido una juventud aristocrática durante el esplendor de aquella vivienda: allí recibían a las visitas más ilustres con las cuales conectaban gracias al puesto de alto rango en la policía federal que ocupaba entonces mi abuelo. Cuando mis padres se casaron, mi abuelo ya estaba enfermo, entonces decidieron prestarles la casa grande y mudarse ellos a la casa del fondo bajo la condición de que mis padres –y la descendencia que tuvieran- se encargaran de los cuidados médicos de los entonces no tan ancianos. Siempre supuse que mis padres aceptaron aquel trato con la esperanza de tener muchos hijos a quienes relegar aquella tarea y de que los viejos murieran relativamente pronto. Ninguna de aquellas cosas sucedió. Mi abuelo murió pronto, sí, pero mi abuela viviría todos los años que le quedaban más los que había vivido mi abuelo.
Los cuidados de mi abuela habían sido divididos entre mi madre y yo. Cuando sucedió aquel asunto de mi padre, mamá decidió abandonar a la vieja a su suerte en la casa de atrás. Durante varios años yo me encargué de ella, adentrándome todos los días en su mundo del fondo, al que se accedía por un pasillo oscuro, cubierto con una parra seca hace años. Abría entonces la puerta oxidada e inútil y con calculada destreza atravesaba la cocina evitando respirar el olor a tristeza que reinaba aquel ambiente y que sin embargo golpeaba mi piel y se adentraba por mis poros. Subía la escalera cubierta de una alfombra vieja y desgastada de algún color incierto y encontraba a mi abuela en su habitación. Siempre la encontraba igual: acostada, con la espalda apoyada sobre el respaldo de la cama, un cenicero en el regazo y un cigarrillo en la mano. Aunque estuviera adentro, llevaba siempre sus anillos, sus aros de perlas y su maquillaje. El televisor se encontraba indefectiblemente prendido y pasando algún programa de chimentos. Yo conservo la duda acerca de cuanta atención podía presarle mi abuela a aquello. Quizás, mientras sus ojos vacios se dirigían hacia aquel cuadrado luminoso, los ojos de su alma se dirigían hacia tiempos remotos. Su infancia en Banfield, quizás, o su noviazgo con José, anterior al que había tenido con mi abuelo.
La habitación daba la impresión de ser un cofre tamaño gigante. Todo estaba recubierto: la alfombra, las paredes forradas con papeles pesados y telas, el enorme cubrecamas manchado por los años, los manteles sobre las mesas de luz y la mesa del televisor.
Por dentro la casa tenía un aspecto amarillo; todo tomaba ese tinte: los envases, la heladera, la pantalla del televisor, las esquinas. El amarillo era la presencia del paso del tiempo, del desdén. El amarillo era la vejez.