7 de junio de 2011

el sonido del llanto. cap V

Ahogada hasta el cogote en aquella soledad, había decidido un día, a mis veinte años, inventar un lenguaje secreto entre los objetos y yo. Se trató de un proceso difícil, sobre todo en sus comienzos. Tuve que seleccionar y catalogar a los objetos que participarían del lenguaje secreto, para luego estudiar minuciosamente sus posibilidades de comunicación. Por ejemplo: el espejo del botiquín del baño podía estar limpio o sucio, abierto o cerrado, reflejando mi rostro o la misma pared de siempre, y esa era su manera de comunicarme distintas cosas. Quizás historias de los rostros que le había tocado reflejar aquel día, o sobre el polvo que había entrado por la ventanilla del baño dándole tos y opacando su misteriosa transparencia. De la misma manera me hablaban las ventanas que daban a la calle acerca de la gente que paseaba por la vereda, las cosas que decían, los zapatos que llevaban las mujeres en los días de lluvia.
Pronto me aburrí de las limitadas posibilidades lingüísticas que poseían aquellos habitantes de la casa; fue entonces que me di cuenta de que la infancia había terminado y con ella las posibilidades de habitar  un mundo aparte del que me había tocado. Fue triste y me mantuve triste durante un largo tiempo. Luego comencé a utilizar aquellas ventanas para observar qué sucedía allí afuera. Pronto me aburrí porque me di cuenta de que sobre la fisonomía humana descansa una gran verdad del universo. Nadie se acerca a los feos porque creen que la fealdad externa es un castigo por la fealdad interna. Los lindos, por ser lindos, no invierten tiempo en alimentar su vida interna. La única conclusión posible fue que el mundo de los humanos es una porquería y que mejor estaba en casa con mamá y la abuela, aunque frecuentemente fueran un poco más de lo que uno podía tomar.
Con el tiempo me fui cansando de la abuela, que nunca me agradecía los cuidados. En un principio le ganó el orgullo y quiso hacerse autosuficiente. Pero al poco tiempo comenzó a hacer llamadas telefónicas de su casa a la mía, pidiendo asistencia. Las primeras veces lograba darme pena, entonces hacía caso a su pedido y recorría el camino de mi casa a la suya, atravesando aquel pasillo de la parra muerta. Sus pedidos de ayuda consistían principalmente en que le cambiara el canal del televisor porque no encontraba el control remoto entre las sábanas de su cama o que por favor le trajera papel higiénico del baño para sonarse la nariz porque alguna película romántica la había hecho llorar. Otras veces desvariaba y me pedía que le alcanzara a la cama las viejas armas del abuelo; yo algunas veces lo hacía y otras no. Cuando lo hacía, mi abuela se recostaba completamente horizontal sobre el colchón y yacía abrazada a una larga escopeta que era su preferida. Yo me quedaba por horas allí, sentada sobre la alfombra en una esquina. Menos por curiosidad que por miedo a que algo sucediera con aquella escopeta en mi ausencia. Antes de irme, tomaba las armas y las guardaba en su cajón correspondiente cerrado con una llave que me encargaba siempre de esconder en la cocina, entre las latas de galletitas.
Luego me cansé de ella y dejé de ir. Ella, sin embargo, siguió haciendo llamadas a casa durante un largo tiempo, nadie la atendía. Fue entonces que se volvió más ingeniosa. Misteriosamente consiguió los números de los vecinos de la manzana y comenzó a llamarlos a ellos, diciendo que se había lastimado y que sus familiares –que vivían en la misma casa que ella- no le brindaban ayuda. Los vecinos comenzaron a golpear la puerta de casa con cara de poco amigos, con mirada acusadora, instándonos a que cuidáramos de la anciana o nos denunciarían. Mamá y yo ya no sabíamos de qué disfrazarnos en el barrio. Hasta que un día mi abuela vio una película sobre dos viejos que se conocían en un café y se enamoraban;  comenzó a salir de la casa vestida en sus mejores ropas, llevando las más finas joyas que le había regalado mi abuelo y los labios delineados y coloreados. Se sentaba así durante horas en el bar más concurrido del barrio, donde la veían vivita y coleando los vecinos que comenzaban a creer en nuestro argumento de que la abuela no necesitaba ningún tipo de asistencia y sí muchísima atención.
Cuando los vecinos dejaron de recurrir ante sus llamadas, comenzó a discar números al azar. No se preocupaba ni siquiera por que los números tuvieran 7 dígitos; hacía llamadas a larga distancia y hablaba por horas con extranjeros, explicándoles su lastimosa situación y pidiéndoles que tomaran nota de los últimos deseos de una vieja sola y moribunda. Total, la cuenta de teléfono la pagábamos nosotras. Así fue que comenzaron a llegar a casa habanos de Cuba, patas de jamón desde España, perlas del Japón. Fue un verdadero despliegue del mágico poder de mi abuela.