13 de junio de 2011

ix

Héctor llenó la casa de una alegría que nunca habíamos conocido. Comenzó a venir regularmente durante las mañanas; conversábamos durante el desayuno –principalmente sobre asuntos de su trabajo- y hasta a veces jugábamos los tres a la canasta. Digo a veces porque realmente lo hacíamos solo cuando Héctor tenía tiempo, aunque mamá y yo siempre estábamos dispuestas y hasta un poco ansiosas por jugar. Esos días en que Héctor sí tenía tiempo nos quedábamos durante horas los tres sentados. Héctor, que era muy caballero, nos dejaba las dos sillas con respaldo a mamá y a mí, y él se sentaba en la banqueta que traíamos del lavadero y que normalmente utilizábamos para apoyar la ropa planchada. La mayor parte de aquel tiempo la pasábamos callados, intercambiando solo los gestos que el desarrollo del juego nos exigía: alguno repartía las cartas, cada uno tomaba su montoncito de la mesa y lo extendía cuidadosamente frente a sus ojos, con celo de que nadie atestiguara qué cartas le habían tocado. Entonces comenzábamos a funcionar como un engranaje silencioso y preciso: un brazo recoge una carta el montón del centro de la mesa, el otro arroja una carta al montón, el siguiente recoge y arroja. Y así durante horas, interminables horas llenas de esa perfecta sincronía. Yo me daba cuenta porque, si bien me resistía a mirar al reloj de pared porque quería sentir que el tiempo no corría y que aquello duraría para siempre, al comienzo de la primera partida, la raya de luz solar que se colaba por entre la persiana cerrada del comedor se encontraba casi pegada a la ventana y hacia la última partida la raya ya había trepado por casi toda la pared paralela a la ventana. Era Héctor quien ganaba el juego con más frecuencia y la peor jugadora era mamá. Cuando terminábamos, yo ofrecía un cafecito porque lo veía a él bastante cansado y no quería que se fuera. La mayoría de las veces lo rechazaba, pero de vez en cuando me lo aceptaba. Yo creo que esas veces eran justo las veces en que yo usaba mi cara especial para ofrecerle el café. No sé por qué justo esas veces elegía hacer la cara, no era algo que yo ya tuviera meditado. La mayor parte de las veces no salía, aparecía mi cara normal, la que no decía, no rogaba entre sus gestos. Pero cuando aparecía la cara, entonces sí que no se la podía detener: en medio de la frase yo ya sentía a mis facciones acomodarse independientes de mi voluntad, haciendo aquel gesto de mirarlo fijo a los ojos arqueando las cejas sobre mi frente y sonreír elevando demasiado mi labio superior: entonces sí que aquello era un ruego. Y él obedecía y se quedaba, tomábamos café los tres mientras la tarde daba sus últimos respiros.

No hay comentarios: