26 de agosto de 2011

lo que vendrá

Hace ya meses que lo sé. He logrado negármelo a mí mismo durante un sorprendentemente largo periodo de tiempo. Había llegado un día en que me había sentido casi liberado, por un segundo había podido vislumbrar una bifurcación, una posibilidad; pero había sido tan solo una ilusión, muy pronto me instalé en el terreno de la certeza para echar raíces allí, hasta que crecieran hojas de mis dedos y mi boca supiera a pasto. Estoy aquí ahora: sé que sucederá y que yo solo soy una pequeña parte de un enorme plan cósmico contra el cual es absurdo intentar discutir. Soy la presa de un ave que vuela indefensa apretada entre las garras del predador; no se me permite ni el vértigo.
Sé que estoy persiguiendo a Roberta Do Carmo, no lo supe siempre. Quizás al comienzo todo tenía una forma más sutil, cubierta de neblina: algún objeto siempre nos distanciaba. Yo la observaba pasear por la calle a través del vidrio de un café, o cocinar desde la ventana de mi departamento.
Luego comencé a salir de casa solo a las horas en que sabía que la cruzaría y más tarde me encontré visitando los mismos lugares que ella, a la misma hora. Me encontraba, de repente, siempre detrás de ella en la cola del almacén o pasando por la puerta de su casa en el instante en que ella salía para el trabajo. Un día regresé a casa del almacén y al vaciar el contenido de mis bolsas sobre la mesada de la cocina, no me reconocí.  Había comprado toallitas femeninas, tomates y aceite de oliva. Probablemente la compra de ella. Inevitablemente caí en la cuenta de que algo estaba sucediendo. Jamás imaginé que hasta aquí llegaría.
Si, estaba siguiendo a Roberta Do Carmo. La seguía a todos lados: por la calle, en sus negocios, tomaba los mismo medios de transporte que ella. En un principio me sentí muy humillado. No podía tolerar la idea de estar desperdiciando mis días así. Comencé a tomarme un día por mes del trabajo para observar, cada tanto, su rutina entera. Pasado un tiempo, ya la comencé a conocer bien: sus detalles, sus gestos secretos, sus incomodidades. La cara que se pone a si misma cuando se mira al espejo.
Ahora me tomo uno o dos días por semana. Entiendo que las cosas han llegado muy lejos. Voy a perder mi trabajo.
Cuando hice las paces con el hecho de que no había manera en que pudiera dejar de seguirla, decidí empezar a hacerlo bien. Compré anotadoras espiralados, muchos, y me dispuse a tomar nota de todo. Algún día encontraría el por qué de aquello, algún día, pero mientras tanto iba a hacer las cosas bien.
Ahora sí que tenía todo: ella no tenía misterios para mí. Conozco a Roberta Do Carmo como nadie la ha conocido jamás. Por momentos siento que yo la he hecho.
Largo tiempo he esperado por una respuesta, una señal. Algo que me indicara el camino a seguir: una curva, una pendiente. No las había. Continué siempre con mi disciplinado trabajo, creyendo en la causa. Llegué a conocer el secreto de sus sueños por las noches.
Hasta hoy. Hoy lo supe. Fue como una chispa: como oír la voz del viento.
Voy a matarla. Voy a matar a Roberta Do Carmo.

No, no estoy loco, no es así. Tampoco estoy hablando por hablar. Acaricio con el dedo lento un collar que yace sobre su cama. Siempre hace lo mismo con este en particular: lo saca del joyero, lo observa, busca alguna luz para que atraviese sus piedras; cuando la encuentra, el reflejo rojo del rubí le adorna la frente. Ella, en su soledad, jamás podrá saberlo. De alguna manera es una bendición que yo haya estado aquí. Luego, por lo general, se lo prueba, sosteniéndolo con los dedos por detrás de su cuello, sin atárselo. Siempre queda descartado, arrojado sobre las sabanas, de donde por la noche lo quita para guardarlo en su joyero correspondiente. Hoy ella se ha vestido y ha dejado el collar aquí. Lo acaricio y pienso en su delicioso cuello.

Estoy aquí para matarla. Sé que en cualquier momento cruzará la puerta de entrada y mientras su pie deje ir un zapato de taco por el camino, sus manos se dirigirán a una y otra oreja para quitar los pesados aros que atravesarán sus lóbulos entrará a la habitación y.
Escucho un manojo de llaves que se agita, el sonido es inconfundible. Debe haber tomado tres copas de vino; hacia el final de la tercera ya comienza a sentirse mareada.  

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