3 de octubre de 2011

rien de rien

-¿qué esperabas del invierno?, dijo, es tan solo el invierno.

había querido decir primavera; habría querido decir primavera: dijo invierno. era comprensible para todos los que lo veíamos aspirar lentamente la pipa y hablar. de hecho, quedaban pocas cosas que no nos fueran comprensibles de él. había vivido ya demasiados años y la vida se le estiraba como una goma a punto de quebrarse y lastimar a quien fuera que quedara detrás. él sentía, todos sentíamos, que nunca moriría. que los días continuarían así, vaciándose, secándose como un kilo de fideos que se escurre por el colador como los yuyos ásperos y moribundos que sobreviven a su propio y triste aspecto. que no habría fin y sin él, no habría descanso.
el suelo de su vida era árido y ya nada tenían de fecundos sus 116 años; en su haber tan solo una serie de fotos y el tabaco de su pipa, cortesía de quique, el almacenero, que lo conocía hacía demasiado como para cobrarle algo. las fotos eran, quizás, lo único de él que podía llegar a interesarnos. y es que nunca nos había permitido verlas o siquiera hablar de ellas en su presencia. la simple pronunciación de palabras que empezaran con efe le crispaba los nervios. ni hablar de palabras con alguna efe seguida de o. al encuentro con los sonidos se sentía el ruido de las patas de su silla moviéndose y el aire se tensaba con electricidad.
raúl y yo habíamos visto el álbum que contenía el puñado de fotos secretas. lo habíamos revisado, página por página, en busca de alguna pista, algún disparador que nos hiciera comprender. pero nada. nada. 
hasta que sí, fue raúl quien lo descubrió: las fotos eran todas suyas, nunca había nadie acompañándolo, nunca un abrazo, nunca un transeúnte, ni siquiera un incómodo familiar rígido un poco cerca suyo. nadie. solo él.
él. sentado en su silla. él, fumando su tabaco, cierra los ojos y sueña con alguno de sus pasados mientras afuera un perro ladra y algún conductor intrépido atropella a la madre de un niño que aún está por nacer.

Hemos ido a París con Edit. A ella le pareció divertido pintarse el cabello de negro pensando en la otra Edit, la de la voz de gorrión. Era hermosa y todo a su alrededor tomaba el tinte de lo irrepetible. Con todo gesto de su sonrisa yo dejaba algo de mí. Recorrimos París y en cada esquina azul parábamos a tomar dos fotos: en una aparecíamos juntos y en la otra aparecía yo solo. Sabía que se iría y no quería tener que recordarla para siempre. 

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