6 de octubre de 2011

ultraviolento

-Mi nombre es Eduardo, dijo el borracho del bar, Eduardo. Se levanto la manga de la remera que llevaba puesta con el dedo índice de la mano del brazo contrario, dejando ver un tatuaje que lo signaba: EDY. Así, con mayúsculas.
Habíamos salido un rato, ninguno con ganas. Andrea y Diego habían accedido a acompañarme con unas copas; no habían querido dejarme sólo justo es noche.
Alguien encontró gracioso contarle al borracho que estábamos allí para ahogar mis penas. Probablemente haya sido yo. Recuerdo el sonido de las palabras mal de amores, alta traición, tequila. Nadie sabía ya de qué se hablaba a esas altas horas de la noche. La salida había sido improvisada y como cura todos nos habíamos propuesto internamente dejarnos llevar por lo que fuera que sucediera.
Ya nadie entendía bien, salvo Eduardo, que parecía saber perfectamente de lo que hablaba.
-¿Amor? ¿Querés hablar de amor, pendejo? Dejame decirte algo acerca del amor: a ese señor hay que tenerle respeto. Hay que hacerle ceremonias, sacrificios, encenderle velas, honrarlo, llevarlo en caravanas de flores. Cagate de risa, pero con el amor no se jode. ¡puta madre! Esta era una lección que antes todos conocían, ahora todo importa tres carajos. Mirá, yo conocí al amor bajando por una escalera, sí, así. Había sonado el timbre y yo bajé hasta la puerta y con cada peldaño, como un hachazo en la nuca, el amor iba colándoseme, entrandome por las heridas, licuándoseme en la sangre. Así es el gran señor, no avisa ni pide permiso ni disculpas, se entromete atrevido donde nadie lo llama. Para cuando llegué a la manija de la puerta, ya sabía lo que me esperaba al otro lado. Me temblaron las pantorrillas y se me electrizaron los pelos de los brazos; me recorrió un escalofrío. No llegué ni a verle la cara, pero no pude hacer otra cosa que abrazarla; lo único lógico era que ella estuviera sintiendo lo mismo, solo que al otro lado, sin peldaños y con un poco más de frío. Pero con hachazos e irrupciones. Tenerla entre mis brazos lo detuvo todo: un tren a toda marcha que frena en seco. En el medio del día. En el medio de la nada. Porque sí.
Podía ver que Andrea y Diego se daban la mano por debajo de la mesa. ¿Por qué lo harían por debajo de la mesa? Seguramente la historia los conmovía, se sentían identificados con ella. Sí; cuando la historia se volvía más intensa, cuando los ojos de Eduardo brillaban o se le quebraba la voz, las manos se apretaban fuerte o se acariciaban con más ahínco. ¿Por qué estarían dándose las manos por debajo de la mesa? Mis manos se encontraban a la vista: una sostenía el vaso de cerveza, la otra hacía girar sobre su eje al cenicero de vidrio tranparente.
El borracho continuaba: nunca lo había conocido así, y nunca lo volví a conocer. Se piensa que el amor es prolongado, que se establece, que crece. El amor es inmenso y no entra en ninguno de nosotros, en inmenso y no debe crecer, no debe crecer. Ella, entre mis brazos: aquello se sentía como lo más enorme posible. Hubiese tomado siglos registrarlo, conocerlo, ordenarlo.
Las manos seguían allí, por lo bajo, escondidas. Yo observaba todo por fuera: ¿estarían escondiéndose por lástima? ¿Era aquello lo que mis amigos de tantos años sentían por mí? ¿Lástima? Yo los había visto a ellos en situaciones peores: Andrea era frígida y Diego no podía pasar tres días sin tomarse un trago, ¿por qué ahora tenía que soportar esto? De repente se sentían tan superiores a mí, su amigo, que no podían ni compartir su cariño conmigo, ¿tenían que esconderlo debajo de la mesa de un bar mugroso?
-aun no había visto su cara, tan solo su hombro, y la amaba por él. Un hombro tan hermoso.
Qué borracho boludo. Las manos deben estar ya sudadas, pronto van a empezar a chorrear agua, qué asco. Que paren ya. Esos dedos asquerosos de serpiente venenosa, se entrelazan, se sueltan, se recorren; esto ya es demasiado.
-Entonces, tras la eternidad y las estrellas y su abrazo, ella habló.
El colmo: la mano de Andrea comienza a acariciar la pierna de Diego. Sube, baja.
-La sentí acomodar la mandíbula sobre mi hombro –todavía la abrazaba- y su voz –la voz de un gorrión-, su voz francotiradora llenó mi vida: “Vengo a verlo a Gastón, ¿está?”.
El borracho hizo un silencio para dar un trago a su cerveza y entonces vi los dedos de Andrea acariciar lentamente la entrepierna de Diego. Fue rápido y luego los dedos, como arañas, bajaron hasta la rodilla.
-entonces lo comprendí todo; se me vino encima el mundo: sus manos, los escalones, la nuca, su perfume, su mentón en mi hombro, la puerta de casa. El hachazo en la nuca; nada de eso había sido para mí.
Los vi volver a entrelazar los dedos, las manos palma con palma. Sólo recuerdo instantáneas como fotografías: la cara de sorpresa del borracho cuando el movimiento de la mesa le hizo volcarse la cerveza en los pantalones, el peso de mi cuerpo ahora sobre mis pies, algún cliente encendiendo las luces, las manos que seguían bien agarradas. La botella de cerveza que yo sostenía por el cuello estallando contra el borde de la mesa, la resistencia, las muñecas de mis amigos escupiendo sangre a chorros. Dos manos abiertas sueltas por el piso.

2 comentarios:

io. dijo...

uf... l'amour, l'amour...

santha dijo...

Ya lo he dicho, pero me encanta!