22 de noviembre de 2011

Las uñas

Eran las nueve de la mañana y Rita ya había hecho su cama, se había lavado el pelo y estaba por acabar de darse la segunda mano de pintura roja en las uñas. Hoy era su cumpleaños. Yo la miraba desde la puerta de mi habitación; recién me levantaba y frente a mis ojos enlagañados me encontré con aquel cuerpo sentado en el zaguán. La iluminaba una cálida luz naranja que parecía seguirla adonde fuera y el pelo largo y todavía goteando por las puntas caía sobre su espalda.
La voz de mi madre me despertó de aquel letargo: ¡Ni se te ocurra! Las chicas de tu edad no usan color rojo.
Sentí la necesidad de preguntarle por el negro o el coral, algunos de los colores con los que Rita había me había pintado las uñas de los pies en repetidas ocasiones, encerradas en el baño con la ducha caliente abierta para que nadie adivinara el olor a cigarrillo que ella fumaba a escondidas, aprovechando el clima de misterio que el secreto de las uñas generaba en el baño doméstico. Claro que no pregunté nada, por el bien de aquel pacto implícito entre Rita y yo. Sacudí la cabeza y me miré los pies. El invierno era nuestro cómplice: siempre usando medias, mamá nunca descubriría de qué color llevaba yo aquellas uñas. Las de la mano, por supuesto, iban siempre limpias y mostrando su carne. Sólo me quedaba admirar la belleza del arte que llevaba Rita en las suyas y alimentar aquel sentimiento sutil que apenas comenzaba a parecerse a la envidia.
En la casa llegaron a referirse a nosotras como las niñas. Era emocionante que los demás me identificaran con Rita; las niñas éramos ella y también yo. En la dupla yo oficiaba de segundona mientras Rita representaba, ciertamente, la pieza clave del asunto. Había aceptado aquel lugar sin peros. No tenía ganas de dominar aquel juego; si alguien me hubiera preguntado en aquel momento qué era lo que me imantaba a ella, hubiera respondido que el amor. Años más tarde, hubiera respondido que el deseo.
Rita me sintió venir y sonrió, no para mí, sino para sí. Yo sabía entonces con certeza que no tenía efectos sobre ella.
-¡Rita! ¡Teléfono!, aulló mi madre, rompiendo con violencia aquel delicado plato de porcelana en el que se habían convertido los primeros minutos de esa mañana. Ella, requerida, cruzó volando las puertas de la casa. Era su madre, o alguna amiga la que llamaba por teléfono. Rita era muy solicitada telefónicamente, comenzaba las conversaciones con entusiasmo y siempre terminaba aburrida con el aparato al hombro y la mirada distraída en cualquier cosa que sucediera por fuera de la charla.
Aprovechando que ella ahora estaba distraída, me acerqué al lugar donde Rita había estado sentada, enrosqué la tapa del esmalte y me lo guardé en el bolsillo.

No hay comentarios: