5 de noviembre de 2011

los hombres


santiago sierra

Aquella mañana Lucía me había contado que le costaba mear en el baño de casa porque se desconcentraba. Se bajaba los pantalones, se sentaba sobre el inodoro, clavaba la mirada en la puerta y en las orejas el sonido de las pantuflas que iban y venían, el leve zumbido que forman las manos cuando se mueven rápido, quizás para abrir alguna puerta y recibir una brisa fresca de aire, como un efecto remolino, sobre la cara. Siempre esperaba que alguien entrara en el baño y la viera así, con las piernas abiertas, el pantalón bajo, sobre sus pantorrillas y el culo al aire. 
El sillón del living donde estaba sentado me brindaba una vista directa hacia el interior del baño; de espaldas a mí y de frente al inodoro veía a mi padre parado con los calzoncillos bajos, meando y silbando una canción irreconocible, con la gracia de una estatua de esas de tipos que escupen agua. Me hizo pensar en Lucía por contraste.
Volví a mí y me encontré con que el cuero del sillón me estaba haciendo transpirar a lo loco. Tenía una lata de cerveza en la mano hace rato, ya estaba caliente. Sacudí un poco la cara, apoyé la lata sobre la mesa ratona y me levanté.
Faltaba media hora para el casamiento y los tres hombres nos paseábamos por la casa en calzones, algunos con medias, transpirados, y todos, sobre todo, absolutamente desorientados.
En un rincón lo vi a mi tío probándose unos pantalones que de tan largos que le quedaban, las botamangas le cubrían los pies hasta la punta del dedo más largo. Un papelón. Lo vi intentar doblar el pantalón, muerto de miedo de que no funcionara. Y no funcionaba. Lo vi intentarlo varias veces y de diferentes formas y caer más y más profundo en la desesperación.
Mientras, mi papá había terminado de mear, se había lavado las manos y ahora se acercaba a mi tío a ver qué estaba pasando.
Los vi intercambiar un par de palabras y después a mi papá pegar media vuelta y ponerse en campaña para encontrar algo, alguna cosa. Mi papa siempre proponía soluciones a todos los problemas con un nivel de seguridad admirable. Sus soluciones por lo general eran moralmente nefastas y físicamente irrealizables, pero ya todos nos habíamos resignado a dejarlo seguir con su propia locura durante un rato y luego ir, poco a poco, desentendiéndonos del asunto.  
Se me vino encima el viejo entusiasmado en calzones:
-¿No sabés donde hay una abrochadora por acá?
-¿Qué pasó, viejo?
-Oscar se olvidó de decirle a Nancy que le tenía que hacer el dobladillo del pantalón
-Uu, lo va a matar
-No, no hay problema, esto lo abrochamos y ya está. Con todo el quilombo del casamiento Nancy ni se entera
-En el tercer cajón del escritorio hay una abrochadora
Me fui para la pieza a encargarme de mi vestuario. Era necesario pararse cada tanto, aunque fuera un minuto, frente a la tele para ver quienes jugaban, quién ganaba, quién metía gol, quién jugaba mañana. Hice mi parada: River perdía 4-0 contra Desamparados y corría el riesgo de descender a la C nacional. 
Abrí el placar y me encontré con mis camisas: las floreadas, las rayadas, las punteadas. Las rojas, las rosas, las naranjas, las brillantes y las cortas. ¿Cómo no me había dado cuenta de que no tenía camisas para casamiento? Las minas nos iban a matar.
Decidí buscar la solución en el placard de mi padre; algo potable iba a encontrar.
Rayada, no. Esta es muy grande, demasiado calurosa la tela de esta otra. Ah, esta me va, es suavecita y no tiene estampado.
Me puse la camisa de mi viejo y cuando me estaba abrochando el último botón, lo ví a mi tío venir por el pasillo, con el pantalón efectivamente más corto y repleto de broches plateados que disparaban flashes cuando chocaban con la luz.
Fue hasta el espejo, se miró y volvió. Mi papá lo esperaba con la abrochadora en mano, sentado en el piso, en calzones; empezó a meterle más y más broches para asegurarse que no se le iba a soltar la tela durante la ceremonia. Lo veía traspirado y el elástico vencido de su calzón hacía que se le pudiera ver también el comienzo de la raya.
Mi tío quedó liberado y se terminó de vestir, mientras mi viejo decidió no bañarse porque nos iba a hacer llegar demasiado tarde y sólo quedaban 10 minutos para la ceremonia. Había sacrificado su baño por mi tío y nos lo hacía saber.
Me puse los zapatos, me ajusté la corbata, me peine un poco frente al espejo, me perfumé y me di por listo. Fui el primero en salir de la casa y sentarme sobre el banco de la puerta a esperar a los demás y . Seguido vino mi tío, con el pantalón todo abrochado, el pulso nervioso intentando abrocharse los botones de los puños de la camisa; finalmente apareció corriendo mi viejo, con el traje punta en blanco, pero con la piel y el pelo ostentosamente mugrientos, como una persona con olor a usada. Estaba tapado en perfume.
Nos miramos entre los tres de arriba abajo, escrutándonos. Nos van a matar.
Arrancamos para el auto, estábamos subiendo cuando mi papá me deja la mirada encima:
-¿Eso te vas a poner? Me dijo.
Subí al auto y me eché una mirada: la camisa me hacía parecer tetón. Creo que era de mi vieja. Emprendimos camino, la ceremonia había empezado hacía 27 minutos ya.

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