-¡NO, POR AHÍ NO!
Carlos frenó a Bobi justo a tiempo. Bobi quedó seco, embalsamado, en medio de la selva amazónica, con los brazos a media asta, los codos flexionados y las manos extendidas como estrellas de mar.
Sin separar los dientes, masculló: ¿Qué pasa?
Pasaba que delante de Bobi, a pocos metros de él, echaba raíces el árbol donde bien se sabía, habitaba la famosa santa tristecita.
Apagó la tele con enojo. Quiso despejarse de tanto pensamiento neurótico y sin saber por qué recordó aquella vez que había prometido cocinar pescado y pasó tres horas en la cocina entre arcadas y revoltijos de estómago por aquel animal al que no podía ni ver. Durante su infancia su tío la llevaba a paseos de pesca donde veía cómo los peces salían del agua mutilados por un arco filoso y luego aleteaban sobre el piso, fuera de su mundo, produciendo un ruido seco que hasta entonces desconocían. Nunca había hecho las paces con aquel plato.
Apagó la tele con enojo. Quiso despejarse de tanto pensamiento neurótico y sin saber por qué recordó aquella vez que había prometido cocinar pescado y pasó tres horas en la cocina entre arcadas y revoltijos de estómago por aquel animal al que no podía ni ver. Durante su infancia su tío la llevaba a paseos de pesca donde veía cómo los peces salían del agua mutilados por un arco filoso y luego aleteaban sobre el piso, fuera de su mundo, produciendo un ruido seco que hasta entonces desconocían. Nunca había hecho las paces con aquel plato.
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