6 de diciembre de 2011

las cosas por su nombre

-¡NO, POR AHÍ NO!
Carlos frenó a Bobi justo a tiempo. Bobi quedó seco, embalsamado, en medio de la selva amazónica, con los brazos a media asta, los codos flexionados y las manos extendidas como estrellas de mar.
Sin separar los dientes, masculló: ¿Qué pasa?
Pasaba que delante de Bobi, a pocos metros de él, echaba raíces el árbol donde bien se sabía, habitaba la famosa santa tristecita.

Apagó la tele con enojo. Quiso despejarse de tanto pensamiento neurótico y sin saber por qué recordó aquella vez que había prometido cocinar pescado y pasó tres horas en la cocina entre arcadas y revoltijos de estómago por aquel animal al que no podía ni ver. Durante su infancia su tío la llevaba a paseos de pesca donde veía cómo los peces salían del agua mutilados por un arco filoso y luego aleteaban sobre el piso, fuera de su mundo, produciendo un ruido seco que hasta entonces desconocían. Nunca había hecho las paces con aquel plato.

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