10 de diciembre de 2011

¡¡no se entiende, abuela!!

Deseaba tener el instinto o valor o lo que sea que fuere que tienen los asesinos. Eso que les permite dejar de lado cualquier tipo de temor y entregarse por completo a  la ejecución del profundo deseo de matar. Lo buscaba por dentro de mí, suponiendo que en algún lado lo encontraría y nada, nunca apareció nada. El deseo me carcomía por dentro, no tenía momento de paz: lo único en lo que pensaba era en matar a mi abuela y era lo único que quería hacer. Desde que la idea se me había cruzado por la cabeza, no había podido retomar mi pensamiento normal.
Mientras cocinaba, en las clases de economía en facultad, cuando miraba la novela en la tele: no podía concentrarme en nada, el deseo aparecía como un relámpago a encender fuego sobre todo lo demás. Era como estar enamorada del mismísimo demonio.
No tardé mucho en entender que aquello nunca sucedería y que debía recuperar el control sobre mis pensamientos. Lo logré eventualmente, pidiéndome a mí misma resignación día a día. Siempre supe, sin embargo, que el deseo jamás desaparecería y que viviría en el pecado de oscilar entre el matar a mi abuela y el salvar su vida.  

Un jueves por la mañana me levanté, me vestí para el trabajo y me senté en la cocina a desayunar. Mi abuela estaba al teléfono. Con su bata rosa cuya estampa floreada era ya imperceptible, los pies descalzos y la dentadura mal ajustada, intentaba explicarle a quien estuviera al otro lado de la línea que ella no había comprado bombachas por interné y que ni sabía usar esa máquina endemoniada. Su aspecto, su modo arbitrario de manejar el español, su olor a vieja, todo esa mañana parecía querer empujarme hacia la tentación.
Ese día encontré, casi de casualidad, el placer que pudo equilibrar mi trastorno. Mientras bajaba  por las escaleras del edificio luego de desayunar, vi una de las puertas del tercer piso mal cerrada. Atiné a seguir de largo cuando escuché una voz y me acerqué para escuchar mejor. Era la voz de un hombre que hablaba por teléfono. Se escuchaban también las risitas de dos o tres personas más.

-Pero señora, aquí mismo tengo el pedido que usted realizó. Su dirección en Estomba 387, piso séptimo departamento b, vive allí con su nieta (…) ¿Que cómo lo sé? Usted lo llenó en el formulario de pedido de las bombachas (risitas. La voz permanecía impasiblemente seria)(…) Señora, usted realizó un pedido de tres bombachas por internet, ahora mismo le mando la moto con el paquete, haga el favor de pagarle al muchacho (…) ¡No se entiende, señora, no se entiende! (risa general)

Nunca antes había sentido un placer semejante, cuanto más se reían aquellas personas de mi abuela, más la imaginaba en la cocina, con sus dientes bailarines:

- Sacco di merda (…) ¡Figlio di puttana! Guscio di tua madre.



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