19 de febrero de 2012

the police

Un mantel rojo y pesado cubría la mesa redonda del restaurante del Hotel Imperio, en Concordia. El resto de las mesas se exhibían desnudas en la oscuridad; la única luz prendida era la que pintaba de amarillo este rincón donde ahora brindaban Rupert, Magda, Leo, El Gordo y Constance, la yanqui que acababa de llegar de Afganistán. Allí había empezado a filmar un misterioso documental sobre el que nadie tenía mucha información. No parecía quitarles el sueño.

Rupert narraba en voz alta, masculina y rápida, llena de sonidos inarticulados, el desarrollo de su última carrera. Al ganarla, lo había hecho merecedor del título de campeón mundial en carreras automovilísticas de larga distancia. Los demás callaban y escuchaban con atención, salvo por Constance que, ofendida, había preferido concentrarse en su cigarrillo. Magda había viajado en el auto con Rupert cuando debía ser ella, a todas luces, quien ocupara ese lugar. Magda estaba casada con Leo y tendría que haber viajado con él y con El Gordo en el otro auto. Constance detestaba, de entre todos los seres del planeta, al Gordo: a simple vista no tenían relación y él era una persona tranquila y casi insignificante. Era inentendible que despertara un sentimiento tan pasional en Constance.

La narración de la carrera llegó a su fin acompañada por una carcajada general y un breve clima de satisfacción.

-Rup, si hay algo que nos ha hecho llegar primeros al hotel es tu muñeca, dijo Magda, acariciando ante la mirada de todos el antebrazo de Rupert. Leo no se dio por aludido.

-Magda, si hay algo que nos ha hecho llegar antes es el hecho de que ese auto no fuera mío, contestó él con aire de campeón.

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