23 de abril de 2012

no hay a quien querer


Lady sing the blues so well 
As if she mean it

R.Spektor


Nada tenía que ver aquello con el amor. En algún momento, quizás, algo de eso había sucedido. Miento: él la había amado con locura. Ya no.
Eran amigos ahora; podían acostarse y sentirse acompañados. Ya no habían chispas o dejes de esperanza entre ellos. Eran lo que eran.
Él se acababa de separar de otra mujer y estaba sufriendo. Ella, como era habitual, vivía momentos de confusión.
-Vámonos de viaje, le ordenó. El terminó por aceptar.
-¿Adónde vamos?
-Adonde lleguemos.
Ella armó su bolso y mintió en su casa. No entendía bien por qué lo hacía: ¿tenía la esperanza de enamorarse? Bien sabía que no iba a suceder. Cursó tres horas en la facultad y salió del edificio. Fumaba un cigarrillo bajo el techo del bar vecino: ya era de noche y lloviznaba. Sintió miedo. Hubiese deseado estar en otro lugar, con otra persona. Siguió adelante con lo que había.
Apagó el cigarrillo contra la pared y se subió al auto. Manejó hasta Quilmes, recorrió las calles que llevaban a su puerta y lo llamó por teléfono.
-Estoy.
Lo vio salir de la casa y se apoderó de ella el deseo de encender el auto y partir antes de que fuera demasiado tarde. No pudo.
Él condujo. Ella hablaba. De la facultad, los amigos, las borracheras, aquel verano.
Él miraba hacia adelante sin expresión.
-La extraño.
Se dio cuenta entonces que ella se había buscado esto. No lo había querido, lo había maltratado y ahora pretendía quererlo. Ahora pretendía que él la quisiera. Jamás sucedería. Pero entonces ¿qué? Quedarse en casa a llorar, a sentir el no en las paredes. No: mejor el auto, la ruta, la noche descolorida y la lluvia.
Bajaron en la primera playa que encontraron, ninguno de los dos quería seguir el viaje. Era tarde y la llegada al hotel vacío y oscuro se tiñó de tristeza. Caminaron por los pasillos y llegaron a la habitación. En silencio dejaron sus cosas por ahí, ella se metió en el baño.
Se miró a espejo buscando una cara amiga, un segundo de confianza, un abrazo con los ojos. Mejoró, pero sabía que no podía quedarse mucho tiempo ahí dentro: él pensaría cualquier cosa.
Se sacó los pantalones y se metió en la cama. Tenía el cuerpo helado y las sábanas estaban frías de meses sin usar.
No se querían y aún debían pasar dos días juntos, lejos de todo lo que conocían. Nunca se habían sentido tan solos.

Se acostó de espaldas a él y tuvo tiempo para pensar. No quería ni tocarlo; a la vez sabía que mañana las cosas iban a ser aun peor si entre ellos no pasaba nada.  

Cinco minutos más tarde se encontraron haciendo un amor desconsiderado y casi cruel. No se miraban a la cara y el silencio del hotel se mezclaba con el silencio de ellos.

El se durmió rápido y ella no durmió en absoluto.

Al día siguiente dejaron el hotel con vergüenza.Volvieron por los pasillos en silencio y saludaron al conserje por lo bajo. Sospechaban, equivocados, que todos los observaban con sorpresa mientras ellos intentaban, como ahogados, salvarse las vidas mutuamente.

Fueron a comer pizza. Ella siempre se sentía responsable por la charla; esta vez se rindió ante la triste danza sincronizada de los cubiertos, el vaso de cerveza y la servilleta a la boca. Brillaba el sol, bajo sus pies una arena fría les masajeaba la piel y los acompañaba el canto de los pájaros.

Pagaron a medias, incómodos y fríos. Caminaron hasta la playa, ella tarareaba una canción horrible que se le había pegado en la pizzería. Se sentía tonta llenando el silencio con semejante pavada.

Se acostaron en la arena como estaban. Ella apoyó la cabeza sobre la panza de él; él le acariciaba el pelo. Durmieron durante un largo rato.

De vuelta en el hotel, se desnudaron. Nada más.
Él había llevado una película y quiso que la vieran. Era algo raro, no le interesaba en absoluto, pero fingió al verlo sonreír. Pusieron la película y se acostaron, abrazados. Ella reía y presionaba su pie con el suyo cuando algo la conmovía.
Lo sintió contento y pensó que quizás fuera porque no le estaba viendo la cara. No sabía que era ella, la que lo había abandonado, la que se había reído de él, la que se había ido con otro. El la abrazaba y quizás pensara en cualquiera: era lo que se merecía, estaba de acuerdo, no se oponía.

Durmieron así: abrazados durante un rato, luego cada uno por su lado.

A la noche siguiente juntaron sus cosas y volvieron. Llovía mucho. La ruta estaba oscura y vacía. Sabían que se querían, entonces ninguno sintió miedo. Quizás ella un poco.

Él conducía nuevamente y ella llegó a ver, en el medio de la ruta, un bulto. Le insistió para que frenara el auto. Miró a través del vidrio trasero: era un perro lastimado, casi muerto, entre los carriles.
-Voy a bajar, dijo. Él la detuvo y bajó. 
Ella vio su sombra correr bajo el agua, agarrar al perro por una pata, arrastrarlo a través de la ruta, detenerse, vacilar por un segundo, recoger al perro en brazos y correr al pastizal del costado a dejar el bulto sobre la tierra. También lo vio correr volviendo al auto.
Estaba empapado. Temblaba y olía a perro sucio. Puso primera, giró el volante y retomó la ruta.
-La pasé como el orto estos dos días.
-Yo también.






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