Se llamaba Ofelia.
¿Cuántas veces había ya ido a verla?
Imposible saberlo; lo mismo daba que fuera día o noche, que estuviera lejos o
que la tuviera frente a sus ojos, no pensaba en otra cosa que no fuera Ofelia.
Y pensaba en todo lo que era Ofelia,
entonces comenzaba un recorrido infinito. Sus caderas, su aroma, su manera de agacharse para cepillarse los dientes en el baño o de enjuagarse en la ducha. El
dueño del bar era amigo de César y se la presentó. Entonces pudo observarla de
cerca y aumentar todavía más las especulaciones: ¿cómo será mirar a sus ojos de
cerca? ¿Sonreirá mientras la beso?
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