Nada en su
rostro decía que estaba pensando lo que estaba pensando. Representaba, en un
solo gesto, la incógnita misma de la humanidad. Movía las manos al ritmo de la
música que llenaba la habitación y ya no podía seguir el hilo de una
conversación que había iniciado minutos atrás. Pensó en desaparecer y no se le
ocurrió mejor manera que el movimiento: si hubiera sido hacia adelante, hubiera
cruzado mares y continentes con la fuerza de su cuerpo. Su cuerpo, en este
momento, era la máquina que reproducía un ritmo que no era otra cosa que la
misma angustia de cada uno de los cuerpos que la rodeaban. Entonces sacudió la
cabeza, quitándose las ideas y aplicándole una misma y universal violencia a
aquello que la ataba al suelo, a los demás, a todo lo que había sucedido desde
tiempos incalculables al día de hoy. El movimiento era la prueba misma de su
existencia y entonces, ni el maullido de los perros hambrientos ni el rostro familiar
del miedo ni los finos hilos del control del mundo sobre cada uno de nosotros
sirvió para detener aquel impulso primitivo de moverse, de irse, de desentenderse
de todo aquello tan ajeno, tan prefabricado que la había hecho quien era. Entonces
las preguntas no encontraban asilo en un estómago inapetente de respuestas y,
sobre todo, de preguntas, abajo y arriba, logró dar vuelta un mundo enorme e
infinito que nunca llegaría siquiera a intuir. Todo había sido destruido y bien
lo sabía: no quedaba más que moverse, seguir el instinto demoníaco y
desentendido de quien ya sabe, ya entiende, que hemos venido para nada y
para nada nos iremos.
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