I
De pequeña ella
había visto una casa pintada de rosa
y blanco con un jardín
en donde había un pozo cavado
con agua y todo. Era
lindo mirar para adentro.
La hora de la
estrella, C. Lispector
Querida Elena:
Acostumbro
escribir durante mis viajes, tanto que ya se me ha vuelto reclamo. Pero esta
vez me pasa algo raro y es que me es difícil la razón, no la palabra. Digo: me
fui, me vine, y no sé por qué o para qué, pero con mucha necesidad. Libertad me
dijo en una carta que estoy buscando develar un secreto, que alguien me susurre
una respuesta; quizás haya algo de eso, quizás cada viaje sea algo distinto.
Bueno, se me reclama y no me salé qué escribir: por momentos el tono
es alegre, pero por otros es tan triste que se me hace imposible hablar de una travesía
que en realidad es un pozo ciego.
Igual
qué importa ya. El punto es que recordando se me ocurrió una manera de hablar
sobre Portugal y es esta; es que escribir me ayuda a recordar y también me
vacía de la necesidad de contar que va de la mano de la necesidad de creer que
ciertas cosas están realmente sucediendo y que hay que sacar afuera porque
adentro ya es todo como un puchero y todo aquello que ya bien sabemos que nos
regala el placer de la escritura.
Hace
tiempo que cargo con pensamientos confusos, como un pájaro vuelo sobre mi vida
y el paisaje no logra tomar sentido. Vivo en un mundo regido por la imaginación
y la falta de disciplina me ha vuelto incapaz de escribir palabra. Ya no me
parezco a mí misma.
En
fin, ya sabras que me fui. Había llegado a pensar que no me
sucedería nunca más eso de las ideas espontáneas que se vuelven necesarias como
el mismo aire. Qué manera de equivocarme. Se me apareció, una noche de martes,
la idea de Portugal. El miércoles había reservado el pasaje. El sábado, casi
como una autómata, confirmé la reserva y la pagué. El domingo me pasé la mañana
intentando comunicarme con la aerolínea para cancelar la compra; el lunes me
subí al avión. El viaje fue largo y todos los asientos estaban ocupados. Me
entretuve mirando a las personas atadas a sus sillones, inmovilizadas, viviendo
sólo en sus cabezas, ¿por qué inciertos mundos se pasearían sus pensamientos?
¿qué piensan los demás, universos paralelos, cuando piensan?
Al
aeropuerto me llevaron Florencia y Federico. Vinieron contentos, como si todos
nos estuviéramos yendo de viaje. Pronto me siento presa de enormes deudas que
me imagino incapaz de pagar.
Llegué
al aeropuerto con mi pasaporte vencido. Recorrimos el aeropuerto con Santa
Federico buscando a quien nos arreglara el asunto por izquierda, mientras nos
reíamos de la cara de culo de Florencia que, desorientada, no nos lograba
encontrar a su vuelta del baño. José me salvo la vida; no sé cómo corno me saco
del país, pero lo hizo. Antes de irme, nos despedimos los tres almorzando
comida étnica yanqui y brindando con coca-cola. Un abrazo para el camino, unos
ansiolíticos por debajo de la mesa y un cariñoso hasta luego.
Una
vez del otro lado, abro la guía que me acabo de comprar y leo: Portugal
es un país en alegre conflicto consigo mismo. Vuelvo a respetar a mi
respeto por los impulsos.
Será
hasta la próxima, ya me tomé mi cuarto de pastilla y me empieza a temblar el
pulso de solo pensar en tener que subir a la lata voladora del horror.
II
Capitulo 1
Yo siempre supe de la importancia secreta de ciertas cosas, nació
primero en mí como una intuición, pero con el tiempo comencé a darme cuenta de
que poseía un arte infalible.
Yo salía entonces con el corazón lleno de triunfo y caminando a paso
veloz para pasar el menor tiempo posible en el camino al parque y el mayor
tiempo posible en el parque.
Una vez allí, me sentaba en el banco de siempre y me disponía a cerrar los ojos y respirar el aroma frio y cristalino de aquel aire de invierno, a escuchar con atención las conversaciones de la gente que pasaba por delante del banco, o de la que se detenía cerca o de la que se sentaba lejos pero hablaba lo suficientemente fuerte. Aquellas veces que no llegaba a escuchar, inventaba diálogos posibles. Quizás diálogos entre mamá y yo o entre yo y algún muchacho. Con el tiempo comprendí que había algo más importante que el oído para comprender una conversación ajena y fue entonces que me di cuenta: la clave estaba en observar los ojos de los que hablan. La mirada tiene una importancia secreta que nadie quiere terminar de comprender porque a todos nos gusta un poco que nos mientan. La mirada viene a terminar con esa posibilidad, a aniquilarla de un solo golpe.
Y entonces en esos días que eran como milagros, yo comencé a sentarme en aquel banco a observar las miradas de las personas que charlaban, cómo ponían los ojos al decir las cosas y al escucharlas. Me sentaba y observaba aquella danza secreta entre las miradas de un hombre y una mujer que repentinamente miraba a un niño que yacía en los brazos de una mujer que lo miraba de cerca, mientras el niño intentaba seguir, fascinado, con sus ojos vírgenes el caer de las hojas rojas, amarillas y naranjas que volaban, columpiándose lentamente, desde lo alto de un viejo y generoso árbol.
Es curioso que entonces pensara en mamá.
Recordaba, por lo general, escenas de la infancia. Me viene a la memoria, ahora, el día en que hacía un frío especial, un frío que había conservado a todos dentro de sus casas y me había dejado a mí visitando el parque sola, como en una escenografía; aquel día me había sentado a pensar sobre las cosas que uno cree, en las verdades que edifican nuestras vidas. Entendí una distinción básica entre la niñez y la adultez que implica la diferencia entre edificar nuestras vidas a partir de lo que nos dicen que tenemos que creer y luego a partir de aquello que creemos que creemos libremente. Todo esto vino a cuento de aquella mentira de la infancia que había llegado preñada de consecuencias. Un mediodía, durante un almuerzo familiar que había incluido a tíos y primos, mi hermano pidió ayuda con su tarea del colegio. Estaba en tercer grado y en su escuela empezaban a enseñarle la bendita versión oficial del nacimiento de la patria argentina. Fue entonces cuando mi padre mencionó al valiente gaucho Martín Fierro y nos contó acerca de un famoso libro que había escrito sobre él nuestro abuelo con un nombre falso. Nos explicaron que aquello del nombre falso era en realidad un “seudónimo” y que muchos artistas –como mi abuelo- los usaban por miedo a volverse famosos y no poder escapar al estrellato.
Una vez allí, me sentaba en el banco de siempre y me disponía a cerrar los ojos y respirar el aroma frio y cristalino de aquel aire de invierno, a escuchar con atención las conversaciones de la gente que pasaba por delante del banco, o de la que se detenía cerca o de la que se sentaba lejos pero hablaba lo suficientemente fuerte. Aquellas veces que no llegaba a escuchar, inventaba diálogos posibles. Quizás diálogos entre mamá y yo o entre yo y algún muchacho. Con el tiempo comprendí que había algo más importante que el oído para comprender una conversación ajena y fue entonces que me di cuenta: la clave estaba en observar los ojos de los que hablan. La mirada tiene una importancia secreta que nadie quiere terminar de comprender porque a todos nos gusta un poco que nos mientan. La mirada viene a terminar con esa posibilidad, a aniquilarla de un solo golpe.
Y entonces en esos días que eran como milagros, yo comencé a sentarme en aquel banco a observar las miradas de las personas que charlaban, cómo ponían los ojos al decir las cosas y al escucharlas. Me sentaba y observaba aquella danza secreta entre las miradas de un hombre y una mujer que repentinamente miraba a un niño que yacía en los brazos de una mujer que lo miraba de cerca, mientras el niño intentaba seguir, fascinado, con sus ojos vírgenes el caer de las hojas rojas, amarillas y naranjas que volaban, columpiándose lentamente, desde lo alto de un viejo y generoso árbol.
Es curioso que entonces pensara en mamá.
Recordaba, por lo general, escenas de la infancia. Me viene a la memoria, ahora, el día en que hacía un frío especial, un frío que había conservado a todos dentro de sus casas y me había dejado a mí visitando el parque sola, como en una escenografía; aquel día me había sentado a pensar sobre las cosas que uno cree, en las verdades que edifican nuestras vidas. Entendí una distinción básica entre la niñez y la adultez que implica la diferencia entre edificar nuestras vidas a partir de lo que nos dicen que tenemos que creer y luego a partir de aquello que creemos que creemos libremente. Todo esto vino a cuento de aquella mentira de la infancia que había llegado preñada de consecuencias. Un mediodía, durante un almuerzo familiar que había incluido a tíos y primos, mi hermano pidió ayuda con su tarea del colegio. Estaba en tercer grado y en su escuela empezaban a enseñarle la bendita versión oficial del nacimiento de la patria argentina. Fue entonces cuando mi padre mencionó al valiente gaucho Martín Fierro y nos contó acerca de un famoso libro que había escrito sobre él nuestro abuelo con un nombre falso. Nos explicaron que aquello del nombre falso era en realidad un “seudónimo” y que muchos artistas –como mi abuelo- los usaban por miedo a volverse famosos y no poder escapar al estrellato.
1 comentario:
:-) gracias por la historia antes de dormir! Buenas noches!!!!! Hasta mañana!!!!
Ele
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