Fue entonces decidió que, como Zulma escribía sus
diarios, ella escribiría sus sueños por el resto de su vida. Abrió su mochila,
sacó su carpeta de geografía y le arrancó dos hojas en blanco. Las dobló por el
medio una sobre la otra, formando un pequeño cuaderno. En el vértice superior
izquierdo de la primera página, escribió con letra cursiva: Lidia. Después empezó a describir trazos
largos alrededor de la página que parecían no significar nada hasta que
terminó. Apretó el cuaderno sobre su pecho y lo guardó en el cajón de su mesita
de luz.
El sol anunciaba su caída cuando Selva llegó a la
casa. Lidia descansaba sobre la cama, boca arriba y su madre aun habitaba el
mundo del libro que descansaba sobre la mesa. Los últimos destellos de luz no
alcanzaban para que leyera con comodidad, sin embargo, le era imposible detener
el rito de sus ojos sobre las líneas del cuaderno.
Selva atravesó la puerta de calle silenciosa, pasó por
la entrada de la cocina sin que su madre percibiera su presencia y subió las
escaleras con lentitud. Arriba estaba oscuro y le parecía estar ascendiendo
hacia la penumbra, con cada escalón iba perdiendo algo de luz. Entró en la
habitación que compartía con su hermana y Lidia la miró. Desde la comisura
hasta el cuello la recorría una línea de roja sangre y seca que comenzaba a
cuajarse. En la oscuridad, Lidia sintió miedo de aquel vampiro en que se había
convertido su hermana.
-¿De nuevo los dientes?, le preguntó
-Acabo de perder otro en la escalera
Lidia volvió a sentir ganas de llorar y se fue a bañar
para evitar humillar a su hermana. Sola en la habitación, Selva se puso el
pijama y se tiró sobre la cama de su hermana. Abrió el cajón de la mesita de
luz y encontró algo nuevo: sobre un rejunte de hojas, el nombre Lidia y un dibujo de la casa que ya
nadie se atrevía a nombrar.
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