27 de agosto de 2013

los amigos de lidia


Fue entonces decidió que, como Zulma escribía sus diarios, ella escribiría sus sueños por el resto de su vida. Abrió su mochila, sacó su carpeta de geografía y le arrancó dos hojas en blanco. Las dobló por el medio una sobre la otra, formando un pequeño cuaderno. En el vértice superior izquierdo de la primera página, escribió con letra cursiva: Lidia. Después empezó a describir trazos largos alrededor de la página que parecían no significar nada hasta que terminó. Apretó el cuaderno sobre su pecho y lo guardó en el cajón de su mesita de luz.

El sol anunciaba su caída cuando Selva llegó a la casa. Lidia descansaba sobre la cama, boca arriba y su madre aun habitaba el mundo del libro que descansaba sobre la mesa. Los últimos destellos de luz no alcanzaban para que leyera con comodidad, sin embargo, le era imposible detener el rito de sus ojos sobre las líneas del cuaderno.

Selva atravesó la puerta de calle silenciosa, pasó por la entrada de la cocina sin que su madre percibiera su presencia y subió las escaleras con lentitud. Arriba estaba oscuro y le parecía estar ascendiendo hacia la penumbra, con cada escalón iba perdiendo algo de luz. Entró en la habitación que compartía con su hermana y Lidia la miró. Desde la comisura hasta el cuello la recorría una línea de roja sangre y seca que comenzaba a cuajarse. En la oscuridad, Lidia sintió miedo de aquel vampiro en que se había convertido su hermana.

-¿De nuevo los dientes?, le preguntó
-Acabo de perder otro en la escalera

Lidia volvió a sentir ganas de llorar y se fue a bañar para evitar humillar a su hermana. Sola en la habitación, Selva se puso el pijama y se tiró sobre la cama de su hermana. Abrió el cajón de la mesita de luz y encontró algo nuevo: sobre un rejunte de hojas, el nombre Lidia y un dibujo de la casa que ya nadie se atrevía a nombrar.

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