Subió las escaleras, víctima de una fiebre que su propio interés
fabricaba, sosteniéndose de la baranda para darle a su paso firmeza. Si bien no
había nadie en la casa aparte de Lidia, la madre pisaba suave para que el roce
de las pantuflas y el piso no hiciera un ruido fuerte. La acompañaba a su paso
una especie de culpa anticipatoria mezclada con un placer tan profundo y lleno
de ansiedad que le vaciaba la cabeza de cualquier preocupación. Al llegar a la
puerta de la habitación de Estela, se detuvo. Acercó la cara a la madera,
pegando el cachete y la oreja sobre la puerta, respiró hondo, como si la
estuviera oliendo. El corazón le palpitaba veloz y fuerte como un caballo al
galope.
Mañana, se dijo, mañana es mejor,
dilatando así el placer esperado, el encuentro con el bien más codiciado de la
casa entera en aquel momento. El diario de Estela la esperaba para llenar su
vida de salvajismo y pecado.
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