Las mujeres de la casa aun se le presentaban como
extrañas y no podía evitar la incomodidad cada vez que se cruzaba con alguna. Todas
las tardes limpiaba el baño cuando Lidia llegaba de la escuela. Lidia, además
de hacerla sentir fuera de lugar, la aterrorizaba. Algo tenía aquella niña, su
manera de andar, la brisa huracanada que soplaba segundos antes de su llegada. Poseía
una cualidad, como el olor de la lluvia cuando está por venir.
Lidia asomaba su cabeza por la puerta entrecerrada del baño
y, con un hilo de voz, balbuceaba unas palabras que Zulma no pudo comprender
durante la primera semana de trabajo. Simplemente agachaba la cabeza y salía
del baño, como obedeciendo a un pedido.
Entonces Lidia empujaba la puerta y la cerraba con
fuerza. No entendía por qué las personas huían de su saludo y por qué Zulma,
que tan buena parecía, la dejaba sola cada tarde en el baño. Sentía que debía
hacer algo para lo que aun no estaba preparada. Entonces se acercaba al espejo,
se miraba la piel lisa de la cara, los ojos desgraciados, con dos o tres
pestañas que colgaban tristes de sus párpados. Pronto se aburría de ver su
imagen de nuevo, la misma de cada vez, y entonces practicaba llorar; se miraba
con fuerza a los ojos, los entrecerraba, los abría grandes, la habitación se
suspendía en la tensión de la propia observación hasta que aparecía la primera
lágrima, pequeño milagro de la creación. A la primera le seguían miles. Luego Lidia
se lavaba la cara, se secaba con una toalla y se sentía lista para salir.
En la entrada del baño, se encontraba con Zulma a la
espera. Todavía agachaba la cabeza y entraba al baño de nuevo sólo cuando la
niña ya había desaparecido por la casa. Entonces pensaba que algún bien le hacía
el encierro a esa criatura, que debía cargar con mucho que reflexionar teniendo
el mundo a cuestas y ese huracán de anticipo.
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