Los
días parecían más cortos ahora que cumplía con el oficio de patrona. Además de
los encuentros de catequesis, debía monitorear el trabajo de Zulma hora a hora.
Al rondar el mediodía, las camas debían estar tendidas, la ropa interior de las
niñas y la señora en remojo, los suelos relucientes y la comida al horno,
despidiendo aroma para abrir el apetito.
Lidia, Selva y Beatriz comían en la mesa de la
cocina mientras Zulma las observaba desde atrás de la barra, sentada en un
banquito a la altura de las piletas para lavar los platos. Como una hiena al
acecho, la empleada debía estar lista para el momento en que las niñas o la
patrona terminaran su plato para levantarse y velozmente retirarlo de la mesa. Luego
volvía a su escondite silencioso.
Su
turno de comer era más tarde, cuando sus crías satisfechas abandonaban la
cocina. Comía atormentada con la idea de que alguna volviera a entrar y la
encontrara de cara a su plato, volcándole toda su pena; que la descubrieran
sola y en silencio; que se evidenciara, en un solo golpe, la gran magnitud de
su miseria
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