14 de septiembre de 2013

Los días parecían más cortos ahora que cumplía con el oficio de patrona. Además de los encuentros de catequesis, debía monitorear el trabajo de Zulma hora a hora. Al rondar el mediodía, las camas debían estar tendidas, la ropa interior de las niñas y la señora en remojo, los suelos relucientes y la comida al horno, despidiendo aroma para abrir el apetito.
Lidia, Selva y Beatriz comían en la mesa de la cocina mientras Zulma las observaba desde atrás de la barra, sentada en un banquito a la altura de las piletas para lavar los platos. Como una hiena al acecho, la empleada debía estar lista para el momento en que las niñas o la patrona terminaran su plato para levantarse y velozmente retirarlo de la mesa. Luego volvía a su escondite silencioso.
Su turno de comer era más tarde, cuando sus crías satisfechas abandonaban la cocina. Comía atormentada con la idea de que alguna volviera a entrar y la encontrara de cara a su plato, volcándole toda su pena; que la descubrieran sola y en silencio; que se evidenciara, en un solo golpe, la gran magnitud de su miseria

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