Se duerme así, le decía la
abuela y le cruzaba las manos sobre el pecho, una sobre otra; primero a la
mayor, después a la menor. Ahora cierren
los ojos y quédense tranquilas. Entonces las tapó hasta el cuello con un
cubrecamas pesado de plumas, se estiró para apagar la luz del velador y se recostó
en la otra punta de la cama.
Lucía, la mayor, estaba en el medio, entre su hermana y su abuela. No
podía cerrar los ojos. Pensó entonces que dormían como los sapos y en la
oscuridad intensa sintió miedo de encontrarse con otro par de ojos abiertos y
blancos fosforescentes.
Habían llegado esa misma tarde a Buenos Aires, era la primera vez que
viajaban en avión solas. Traían sus cosas en dos valijitas azules llenas de
muñecos que les habían regalado para distraerlas del miedo al avión. Anita, la
menor, había elegido traer a Cocó en brazos, no era igual a los otros osos;
para empezar, era un conejo y, encima, mucho más suave y mullido que los demás.
Subieron al avión de la mano y la azafata las ayudó a encontrar sus asientos. Se
abrocharon los cinturones y Lucía obligó a su hermana menor a dejar a Cocó en
el piso. Le agarró fuerte la mano sobre
el apoyabrazos mientras despegaba el avión. Desde la ventana no veía a sus
padres, le habían mentido una vez más. No estaban ahí saludando hasta el final
y seguro ya estaban de vuelta en la casa, preparando una mudanza para no verlas
nunca más. Apoyó la mano contra la ventana y la sintió de nuevo: una cicatriz atravesaba
su palma de punta a punta y ardía como una zanja prendida fuego.
Algunas las mañanas, Anita y Lucia preparaban tostadas para el desayuno
en camisón y pelo suelto. No llegaban a la altura de las hornallas, entonces
las hacían sobre la estufa del pasillo de la casa. La misma mañana en que
dejaban la casa de Ushuaia, se habían levantado temprano y paseaban de acá para
allá como fantasmas blancos. Era invierno y afuera nevaba. La preparación de
las tostadas conllevó un largo ritual: del lavadero robaron dos pares de guantes
de plástico rosa que lucieron alto hasta los hombros y que eran demasiado
grandes para sus manos, encendieron la radio y empezaron a cocinar, relatando el
paso a paso como si delante de ellas estuvieran las cámaras, los micrófonos y los
millones de televidentes.
-Ahora que tenemos el pan cortado
en rodajas, lo colocamos por acá, Anita si podes ayudarme un poco
La estufa era grande y de tanto ser usada como cocina estaba llena de
migas y gotas de dulce de leche entre sus rejillas. Con sus manitos las nenas
fueron poniendo las rodajas de pan, cuidando de no tocar el calor con el
plástico.
-Bueno, Anita, ahora que hay que
dejar que las tostadas se tosten, mientras tanto vamos a hacer un baile
Y entonces las dos fantasmas, como dos copos de nieve, arrastrando sus
largos vestidos por el suelo, dejando estelas de pelo tras sus fugaces pasos,
revoleando los guantes rosas por el aire comenzaron su baile ritual, siguiendo
las canciones que sonaban en la radio. Se movían de acá para allá y ya no eran fantasmas,
sino cisnes de cuello largo, luego tigres y hasta ballenas, cuando se
arrastraban por el piso. No había terreno que no fuera conquistado por las dos.
Los padres aun dormían cuando terminó el baile, Lucía estiró su brazo
sobre la estufa, excitada, todavía recobrando el aliento. La palma de su mano
dio de lleno contra la rejilla ardiente de calor, el plástico se derritió de
inmediato y el metal surcó la piel de la nena que, paralizada, miraba el humo
negro que empezó a salir de la estufa.
Para ir a la clínica, el papá había tenido que calentar el auto durante
media hora mientras Anita pasaba un trapo caliente por el parabrisas para
descongelar los vidrios. Lucía tenía la mano abierta y podía ver contra el
fondo blanco de la nieve, la cicatriz roja que se mezclaba con el plástico rosa
que había tomado forma de cráteres.
-Justo hoy, Lucía, siempre
haciendo quilombo
Si, justo hoy,
pelotudo, cuando yo quiera. Pensaba que una vez que las subieran
al avión, nunca más vería a sus padres y, tras el incidente de la mano, ya no
le molestaba tanto.
La primera vez que Lucía escuchó la Marcha Turca de
Mozart viajaba en un taxi desde el aeropuerto hasta la casa de su abuela. Al
taxista parecía gustarle y subió el volumen. Ella observaba la ciudad a través
de la ventana derecha y la abuela a través de la izquierda, mantenía la
cicatriz oculta para que no le preguntaran nada o la volvieran a retar. Nadie
hablaba.
No hay comentarios:
Publicar un comentario