El primer día de las vacaciones habían ido a lo de la tía Mari y Lucía entró con inmensa emoción. La casa quedaba frente a un centro comercial rodeado por una alta reja negra que le daba aspecto de cárcel. Olía a humedad y Lucía recordaba los manteles cubiertos de plástico sobre la mesa de la tía, se le adherían siempre a la piel y llegaba a dolerle despegarse.
Encontró a la prima Elizabeth sentada en el patio, tenía el pelo más largo que antes. A Lucía siempre le había impresionado el pelo de la prima Elizabeth porque, si bien era lacio, era erizado y crespo. Estaba de espaldas, pero Lucia intuía su cara cubierta de pecas y los mismos ojos de pez marrones que la tía y Leo. Se acercó, le tocó el hombro y se abrazaron. Sintió sobre el cuello de la prima el mismo olor a humedad que las manos de Leo.
-Tenes el pelo rojo
-Como siempre, y ¿qué tal?
-Bien, te empecé a escribir una carta y no la termine. Me olvide de traerla, pero voy a intentar escribirte una nueva, ¿Que estas anotando?
-Cinco galletitas Tentación y un Nesquik.
Volvió a acercar la cara a la libreta donde anotaba y agrego algo a la lista
-Y dos panes. Es que ahora anoto lo que como
-¿Todo?
-Si
-¿Y las muñecas?
Elizabeth desapareció por el fondo del patio; iba a buscar las muñecas que había guardado todo ese tiempo para su prima. Cuando Lucía las vio, se quedó un rato en silencio con la mirada baja
-¿Estas son todas?, tenía los ojos llenos de agua
- Sí
Lucía desató un llanto terrible. Fue hasta su mamá y le contó que Elizabeth le había robado. La prima, en el patio, aseguraba que no era verdad, que esas eran todas las que Lucía le había dejado. Que quizás Lucía se había emocionado tanto con la idea que le parecía que eran más.
Fue tan grande la pelea que tuvieron que irse y pasar un par de días sin visitar a la tía Mari. Lucia fue apuntada como la culpable de todo y sentía el rencor de su familia hacia ella; la madre le hablaba poco y con frialdad, el padre igual que siempre. Anita seguía con el plan de la atención.
Al día siguiente era el día de paseo por el Tigre la abuela Celia. Tenían que hacer un largo recorrido desde la casa de la abuela hasta el rio. Lucía durmió la siesta y soñó con tigres grandes y rayados nadando lentamente de acá para allá. Cuando se despertó se encontró estirada sobre la abuela
-Abu, ¿qué son los Testigos de Jehová?
Pero la abuela estaba en medio de una conversación con la madre y no le pudo responder. Estuvo atenta un rato, a ver si podía meter bocado, pero la conversación pronto la aburrió y terminó concentrándose en mirar por la ventana. Era una sucesión de edificios infinita.
Cuando llegaron, estacionaron donde les indicó un señor con una gorra y un trapo en la mano. El padre se quejaba de que le dieran instrucciones, si el ya sabía estacionar. Lucia odiaba andar en auto con sus papás porque ambos fumaban y todo se llenaba de humo. Cuando el padre termino de estacionar, Lucia abrió la puerta y salto del asiento mientras todos los demás charlaban y buscaban sus cosas por ahí. Tras deambular un poco perdidos por las veredas levantadas por enormes raíces de aboles, tambaleándose de acá para allá, se pusieron al final de una cola, debajo de un sauce.
Entre las piernas de las personas, Lucia pudo ver a que habían venido hasta este lugar. Una lancha de madera, con forma de banana, flotaba sobre el rio marrón, amarrada al muelle para que subieran los pasajeros. Deseo nunca haber salido de la casa de la abuela Celia. La fila se iba achicando y Lucia fue dándose cuenta de que no podría subir a esa lancha. Cuando fue su turno, se paralizo y empezó a llorar. Anita la miraba fijo desde adentro de la lancha. La madre, avergonzada, la tiraba por el antebrazo para que subiera pero ella estaba rígida y pesada como una momia. El llanto se torno alaridos. Frente a la impaciencia del resto de las personas de la fila, la madre alzo a Lucia en brazos
-Vayan ustedes
Y la llevo hasta el auto, la sentó en el asiento de acompañantes, cerrándole la puerta con un fuerte golpe, se sentó en el lugar del conductor, bajo la ventanilla y encendió un cigarrillo. No miraba a Lucia, no le hablaba, era su manera de torturarla. Lucia, mientras, seguía llorando, horrorizada por los nervios, en su rincón del auto. Cuando la madre termino el cigarrillo, lo tiro lejos, subió la ventana y le pego un cachetazo que le dio vuelta la cara
-Pendeja de mierda!
No hay comentarios:
Publicar un comentario