11 de enero de 2014

El pájaro de colores



La tía Mari vino un día con el cuento de un colegio que acababa de abrir Miss Mary, una señora inglesa que era un referente en materia de educación. Miss Mary había fundado otro colegio hace años, el San Lucas, pero había terminado por abandonar el proyecto cuando un escándalo entre un alumno y la mujer de uno de los dueños llegó a oídos de los padres.

La tía Mari, parada en la entrada de la casa, sostenía a Leo de la mano mientras se despedía de la madre de Lucía. Leo tironeaba intentando soltarse, veía a Lucía sentada en la cocina y quería tocarla, extendía el brazo y la mano sucia se abría como una flor.

-Estas cosas pasan siempre en los colegios privados, pero este promete

El rayo del sol le pegaba en la cara y la tía se tapaba los ojos con su mano libre. Lucía nunca había escuchado un nombre como el de Miss Mary. Le sonaba extraño, como los nombres de las bandas que pasaban en la radio. Imaginaba a Miss Mary sentada detrás de su enorme escritorio en una oficina a oscuras. La luz tenue de la ventana iluminando sólo sus manos, cruzadas sobre la mesa y sus rodillas, una encima de la otra. El resto permanece a oscuras, su respiración marcando el negro escondite de su cara.

A los pocos días de la visita de la tía, los papas le avisaron a Lucia y a Anita que iban a ir al San Mateo. El colegio era algo diferente de lo que ellas conocían; ahora tenían que ir a la mañana, salir al mediodía a comer con los papás y volver a clase a la tarde.

-¿Por qué? ¿Por qué hay que ir también a la tarde?

-Porque a la tarde van a hablar en inglés, decía la madre. Lucía se preguntaba por qué tenía que hablar en inglés con personas que hablan castellano como ella, ¿por qué?

Con la noticia del colegio nuevo vinieron también los planes de mudanza. Los papás iban todos los días a ver casas y dejaban a Lucía y a Anita con la abuela durante la tarde. Como Lucía ya no tenía que estudiar para entrar al Huerto, podía disfrutar de los paseos a los que las llevaba Celia. Sus tarde preferidas, sin embargo, eran las que podía pasar con Guido. A veces, sin que Lucía supiera cuando, su primo la buscaba en el comedor y le decía

-Vamos a dar una vuelta

Entonces Lucía se iluminaba y se entregaba a las aventuras callejeras por las que la guiaba su primo. Un mediodía, la invitó a comer. Por primera vez tomaron el colectivo juntos. Les tocó ir parados y Lucía sujetaba los caños con fuerza; miraba a los sentados y se sentía osada y experimentada. Seguía con el cuerpo los movimientos del colectivo y esperaba que Guido estuviera orgulloso de la serenidad con la que ella transitaba aquel primer viaje. Pensaba que iban al Botánico quizás, nunca le preguntaba a Guido porque tenía miedo de que no la quisiera llevar más a sus cosas de grande. Bajaron del colectivo pronto y caminaron hasta la puerta de un edificio. No era el de Fito. Una chica bajó a abrirles y Guido la besó en la boca.

Subieron y se sentaron a tomar mates en la cocina, Guido sentó a Lucía sobre sus piernas. La chica trajo a la mesa un repasador azul sobre el que apoyo la pava caliente. Antes de ponerle el agua al mate, removió un poco la bombilla y le echo, con delicadeza, una cucharada de azúcar. Lo hizo antes de cada mate y Lucía se distrajo mirando cómo caían los granos de azúcar sobre la yerba, como la nieve de Ushuaia. Luego la catarata de agua caliente derretía todo y el azúcar se mezclaba con la yerba, como un gran y calmo lago verde.

Cuando volvieron a la casa de la abuela, los papás la hicieron cambiarse y prepararse para volver a salir. Tenían que ir a ver una casa. Lucía pensó que volvían a la casa de Irene y el gesto se le iluminó con ilusión. A la mamá no le había gustado la casa, como siempre, pero Lucía la prefería por sobre todas las que había visto. Cuando llegaron, una mujer muy vieja les había abierto la puerta. Llevaba un delantal de cocina y era tan flaca que su cuerpo parecía hecho de palos. Empezó a hablar con los papás a un ritmo lento y pausado

-Usted es María, ¿verdad? Y usted debe ser Miguel, digo Gabriel, ¿Sergio?

Lucía miraba a su alrededor sin prestar atención cuando, de entre los delantales de la señora, apareció Irene

-Yo le voy a mostrar arriba, dijo y arrastró a Lucía de la mano hasta las escaleras.

Irene le mostró las tres habitaciones

-Esta es de mi abuela, la habitación tenía una ventana con la persiana cerrada y, en una esquina, un catre de una plaza. Olía a naftalina.

-Esta es mi pieza y esa otra no la abrimos nunca

-¿Por qué?

-Si querés saber, entrá acá y sentate; en esa habitación hay cosas muy valiosas. Mi abuelo descubrió cosas muy importantes.

Inmediatamente tuvo toda la atención de Lucía, que nunca había tenido abuelos y se fascinaba con las historias de los demás.



-Yo no voy más a ver estas casas de viejas, desde ya te lo digo, dijo la madre poniéndose los anteojos de sol mientras se alejaban de lo de Irene.



Pero en el camino Lucía se dio cuenta de que no volvían a lo de Irene, iban a ver una casa nueva. En la puerta se encontraron con una señora de la edad de la abuela. Llevaba tacos altos y tanto maquillaje que se le había formado una máscara que se podía poner y sacar.

-¡Van a ver! ¡Les va a encantar!

La señora era amable, saludó a Lucía y a la mamá y el papá con un beso fuerte en el cachete a cada uno. Por alguna razón que Lucía buscaba comprender, la mamá actuaba como enojada con la señora amable. Lucía reconocía sus silencios y su indiferencia y se preguntaba si era culpa suya, estaba segura de que algo había hecho.

-Miren, la entrada tiene pasto alfombra, acá tienen un jardinero del barrio que viene a hacer los arreglos

Silencio. La madre miraba el pasto de reojo y con cara de asco. Fue hasta el patio, se agachó, tocó el suelo con la mano y se la llevó a la nariz. La cara de asco se concentro en un gesto de reflexión.

-Ma, ¿te gusta esta casa?, preguntó Lucía para probar el tono de la respuesta de su madre

-No sé todavía

La señora abrió la puerta de casa y esperó a que todos pasaran para entrar. La madre sostenía con ambas manos la cartera de cuero sobre su hombro. El padre fumaba y el humo del cigarrillo apestaba el living de la casa. Entraron al mundo de otras personas?. Los muebles del living estaban todos en su lugar, la tele prendida pasando un partido de futbol. En la cocina, los platos sucios y el olor a comida. Sólo un señor grande los esperaba sentado comiendo una naranja

-Buen día, dijo

-Buen día, dijo la madre con una sonrisa que Lucía nunca le había visto.

Lucía vio como su mamá abría cada puerta que encontraba en la cocina. Todos los muebles tenían comida y ollas adentro y la madre los movía de acá para allá

-Hay un poquito de humedad, dijo la señora amable.

-Sí, más bien bastante

Salieron al patio y Lucía vio una jaula enorme y blanca que colgaba del techo. En el medio, sobre un palito, había un pájaro lleno de brillantes plumas verdes y algunas rojas. Lucía se acercó lo más que pudo y extendió el brazo, intentando meter su dedo índice dentro de la jaula. Los padres ahora estaban con la señora amable en el fondo del jardín, la madre sostenía su cartera y el señor, adentro, comía su naranja.

-Hola

-Hola Lucía, le respondió el pájaro de colores

Los padres volvieron hasta la puerta,

-Lucía, no toques nada, vamos para adentro.

Dio un paso para seguirlos y se detuvo. Volvió la mirada. Algo habitaba en las sombras de los estantes y de los sillones del jardín. El pájaro tranquilo abrió la puerta de su propia jaula con el pico y salió, desplegando sus alas y con ellas sus vibrantes colores; el patio entero se estremeció cuando empezó a volar, el pasto se mecía de acá para allá. Las flores del rosal movieron sus pétalos hacía afuera con suavidad y por detrás de las hojas de los arbustos del jardín empezaron a emerger miles de pájaros de colores; ahora violetas, amarillos, naranjas. Todos batían sus alas de manera desesperada, acercándose a Lucía con sus piernas hacia adelante, mostrando las largas garras de sus extremidades.

-¡Vamos!

La visita no duró mucho más. La señora volvió a saludarlos con un beso afectivo a cada uno y la mamá salió con una cara tan terrible que parecía que había mal olor. El papá apagó otro cigarrillo sobre la vereda y subieron al auto.

-“¿A esta casa se pueden mudar con el cepillo de dientes?”, ¿Me está cargando esta vieja?



La próxima parada fue una librería a la vuelta de la casa de la abuela.

-Lucía, bajá con mamá

Lucía bajó y vio un cartel enorme que colgaba del frente del negocio: LIBRERÍA ULTRA. Entraron, la mamá dejó de sostener la cartera con ambas manos y sacó de su agenda un papel doblado.

-¿Qué andan buscando?

La mamá desdobló el papel y desplegó sobre el mostrador una enorme lista. En la esquina del papel, un escudo con palabras que Lucía no entendió.

-¿El manual de Lengua para qué grado?

-Tercero

La empleada del negoció empezó a moverse detrás del mostrador, apilando los libros que iba encontrando al lado de la lista de la madre. Cada tanto, volvía a la lista y la leía con atención.

-Ah, el de matemática lo tenemos agotado

-¿Lo vuelven a traer?

-La semana que viene

-Está bien, ¿hasta acá cuánto es?

-Doscientos Setenta, falta sólo la Biblia

-Dejá, hasta acá nomás

La empleada empezó a hacer cuentas con una calculadora enorme mientras la mamá revisaba su billetera. Lucía vio una pila de carpetas con dibujos y se acercó a mirarlas. La de más arriba tenía el dibujo de un pirata famoso que pasaban por la tele. Tenía una pata de palo y un parche en el ojo. Lucía se acordó de la otra casa de una vieja que habían visto. La señora tenía un ojo redondo y banco que miraba siempre al frente; se había enojado porque el papá había encendido un cigarrillo dentro de su casa:

-¡Váyanse de acá! ¡Maleducados!, el gesto de ira le inflaba los párpados y parecía que el ojo le iba a explotar adentro de su cara.



-Lucía, no toques nada. La madre pagó los libros y salieron llevando una bolsa en brazos cada una. Subieron al auto.

-Es como un hijo bobo

Esa noche Lucía daba vueltas en la cama, se tapaba y se destapaba, dejaba un pie afuera, tiraba la almohada al piso. En su cabeza daban vueltas los picos de mil pájaros, el pasto alfombra, la pila enorme de libros. Lucía nunca había tenido tantos libros: ¿dónde estaban?, ¿no eran suyos?,  ¿por qué no podía tenerlos con ella? Las plumas rojas de los pájaros se clavaban sobre la almohada que se deshacía soltando miles de plumas blancas. La sensación de que algo se acercaba lentamente hacia su espalda la sobresaltaba. Entonces se daba vuelta y la sensación aparecía del otro lado, estaba hecho de oscuridad, como Miss Mary,  y podía estar donde quisiera. No había manera de vencerlo y Lucía, agotada, se entregaba al miedo de que a ella también la matara Bernardo.

Empezaron a embalar sus cosas al día siguiente, se irían a la casa del pájaro de colores. Lucía sintió tristeza por el viejo señor que comía la naranja en su cocina, ¿Adónde iría a vivir? ¿Qué haría con todos esos muebles y toda la comida que tenía en la cocina? Era demasiado pronto, pero la cara fea y el silencio de la madre le impedían a Lucía animarse a decir algo. Cuando los papás les dijeron que Guido se iba a ir un año con ellos, ella pensó que a lo mejor el viejo se quedaba también. Entonces sí empezó a sentir emoción por la mudanza, iba a ver a Guido todos los días en cualquier momento, no había felicidad más grande. Y el señor de la naranja parecía bueno y tenía ya todos los muebles y la comida.

Llegaron a la casa nueva un viernes.

-Esto es pasto alfombra, le dijo Lucía a Guido cuando llegaron a la puerta. Los dos se acostaron entonces sobre el pasto, mientras la mamá y el papá descargaban cajas del auto y las apilaban sobre la vereda. Anita lloraba sola a los gritos en el asiento trasero. El papá se acercó a la ventana y la agarró de los pelos largos. La sacó del auto arrastrándola y le pegó tres patadas. La volvió a dejar en el auto de los pelos y cerró la puerta.

-Ya vas a aprender

 Desde el pasto, Lucía intentaba ignorar la escena. Le daba vergüenza que Guido, que era tan lindo y bueno, viera las cosas que hacían sus papás. Entonces, con la mirada extraviada en el cielo, vieron pasar  miles de nubes grises que se movían rápido empujadas por el viento.  Lucía sentía ansiedad por que abrieran la puerta de la nueva casa, quería mostrarle todo a Guido.

La mamá fue hacía la puerta con un llavero enrome y la abrió. Lucía, inmiscuida entre las cosas y sus piernas, intentaba entrar. La mamá la agarró del hombro

-¿Podés esperar?

Cuando la última caja estuvo adentro, Lucía agarró a Guido de la mano y empezó a correr

-¡Vení! ¡Vení!

Atravesaron el living y la cocina, Lucía abrió la puerta del patio con torpeza. Afuera reinaba el silencio y el vacio. Recién entonces Lucía se dio cuenta de que con los muebles, la comida y el viejo de la naranja se había ido también el pájaro de colores que le había devuelto el saludo.

-Te juro que me habló, Guido, te lo juro

Las lágrimas brotaban de los ojos de Lucía. Guido la abrazó

-Vamos adentro

En la cocina, la madre barría con vehemencia

-Esto es una mugre, son unos mugrosos -decía- Váyanse para arriba, acá tenemos que limpiar, ¡Vamos!

El padre seguía moviendo cajas en el living. De la boca le colgaba un cigarrillo encendido, había acumulado una larga ceniza que amenazaba con caer sobre la alfombra. Lucía agarró las bolsas de la librería.

-¡Arriba dijo su madre!

Guido y Lucía subieron a la habitación vacía. Lucía le contó a Guido de los muebles que ella había visto ahí. El se acostó sobre la alfombra, bajo el rayo de sol que entraba por la ventana y se puso los auriculares. Lucía, sentada contra la pared con las piernas extendidas, abrió uno de sus libros. Así que esto era el inglés: letras y más letras unidas de una manera indescifrable. Fue cayendo la tarde en la habitación. Las sombras se alargaban sobre la alfombra y los pájaros empezaban a posarse en la ventana. Lucía sintió el vértigo en la espalda otra vez; algo oscuro se acercaba. Las letras del libro se mezclaban ante sus ojos.

Levantó la vista y se encontró con el contorno de Guido en la sombra. No llegó a sentir miedo, no si su primo estaba ahí.




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