5 de febrero de 2016

La clase de piano
Todos los domingos, en la casa de los Gómez se encontraba al viejito bueno que ella y su hermana llamaban Ernesto y sus primos, abuelo. Tenía la cara alargada, orejas grandes y pelos en la nariz; a veces usaba bastón y era difícil saludarlo con un beso porque no se agachaba ni acomodaba la cara para ser besado. Lupe actuaba como si entendiera todo lo que pasaba a su alrededor. Ni sus viejos ni las abuelas hablaban del pasado, por eso ella podía armarlo a su gusto con total libertad.
Celia había sobrevivido a todos y se había convertido en la única voz autorizada sobre el pasado; para poder escribir su propia historia, había quemado en secreto todas las fotos del difunto Oscar. Cuando los primos más grandes le preguntaban por él, ella se limitaba a responder:
-¿Ese? Pintaba cuadros.
Ante la insistencia por recuperar algo más de aquel pasado en común, llevó a un almuerzo de domingo el bastidor alto forrado en papel madera, última prueba de que Oscar había alguna vez vivido. Los primos rompieron el papel con las manos furiosas y encontraron la pintura de un paisaje hecho de trazos gruesos en tonos marrones, tenía la firma desprolija del abuelo en la esquina superior derecha. Nadie quiso quedarse con ella. Damián dijo que no combinaba con su decoración, Chari no tenía lugar en el auto para transportarla, todos encontraron una buena excusa para dejarla colgada en el living de lo de Celia.
A la larga, todos prefirieron olvidarse de Oscar salvo Lupe, que luchaba con insistencia por el cuadro, que a ella le encantaba. El papá dijo que nunca se lo llevarían a su casa, como si ese pedido le molestara más que cualquier otro, Lupe sabía que a Miguel le gustaba decir que no, especialmente a ella.
-Ojalá fuera hija del tío Jorge.
Jorge vivía en Canadá y sus hijos no lo veían nunca; cuando aparecía, para navidad o el cumpleaños de Celia, no molestaba a nadie y solo hablaba de sus nuevos proyectos de navegación, una excursión a censar esquimales en Alaska, zarpar hacia Antártida filmando un documental para la televisión.
Sobre el abuelo Eusebio, de pasado más oscuro, Lupe no había escuchado palabra. No sabía, por ejemplo, que el 5 de Marzo de 1983, mientras ella nacía en el hospital municipal de Ushuaia, él moría entre los árboles del Impenetrable chaqueño. Eusebio Zaratu, nacido en San Juan de Gaztelugatxe, Euskalerria, hijo de una bruja y un molinero, tuvo ocho hermanos varones. Como todas las familias, los Zaratus se dividían a la izquierda y a la derecha. Al momento de la guerra civil, Eusebio, Cesario y Manuel se alistaron con las tropas de los rojos; solo Ramón, el menor de todos, se unió a la Falange. Cuando Franco logró imponer su dictadura, se abrieron hospitales y escuelas bajo el nombre de Ramón Zaratu, héroe de guerra. Avergonzados, los hermanos republicanos dos veces intentaron sin éxito colarse en un barco hacía Argentina. Eusebio intentó una tercera, y lo logró. Viajó ciento setenta días a través del océano, anduvo cientos de kilómetros en tren y atravesó pantanos a caballo. No se detuvo hasta llegar al Chaco, donde un señor llamado Jimmy le dio trabajo en su aserradero.
Mientras todos creían haberse deshecho de ambos abuelos y sin que nadie lo supiera porque nadie los había conocido bien, Lupe tenía la mirada de uno y las manos largas y flacas del otro. Fue por esas manos que decidieron mandarla a clases de piano.
Aunque la municipalidad quedaba a nueve cuadras de su casa, el papá siempre la llevaba en auto, y a las dos horas la iba a buscar. Era una costumbre que conservaba de la vida  en Ushuaia, donde el frío alimentaba la vida puertas adentro. Ahora en Buenos Aires usaba mangas cortas y andaba con la ventanilla baja en invierno. Los ventiladores de la casa se encendían todo el año, y las chicas siempre andaban descalzas por el jardín. Al fondo, debajo de la parrilla, vivían y morían los conejos que les regalaba la abuela Aurelia.
A Lupe no le gustaba el momento de llegar ni el de irse, disfrutaba más de los momentos del medio, cuando ya se había acostumbrado al olor y a la distribución de las cosas. La canción de la semana era lo que más le gustaba de la clase, cuando podía tocar sin las interrupciones para corregir errores. Entonces tenía la libertad de equivocarse de tecla con el dedo chiquito, de repetir dos veces la misma vuelta, de acelerar o bajar la velocidad y sentir el ritmo de sus dedos largos y flacos hechos música.
El resto de la clase se pasaba haciendo ejercicios de ritmos y compases a los que Lupe prestaba mediana atención, se distraía viendo las manos de sus compañeros. A ella le decían que tenía tan hermosas manos, ay, Lupe, qué dedos más largos y flacos, y ella no sabía si agradecer o devolver el cumplido, aunque todavía no había encontrado a ningún otro que las tuviera realmente lindas como ella, y no le gustaba mentir. Los miraba marcando el ritmo, chocando el puño de una mano contra la palma de la otra. Las manos, los dedos, se movían todos distintos; algunos llegaban hasta el final de las teclas blancas, escondiéndose detrás de las negras, otros tocaban con apenas el dígito la punta del teclado. Había dedos de todo tipo y algunas veces no coincidían con sus dueños: dedos gordos y cortos en un chico alto y flaquito. José tenía los dedos siempre sucios y pegajosos, pero peor era Catalina, que traía las uñas negras con mugre.
Al final, la complicidad de la música decaía, y el hecho de estar ahí, en una casa ajena, cuando ya se iba haciendo de noche, empezaba a parecer una molestia al menos, o una intrusión. Mientras guardaban los instrumentos y se preparaban para irse, todos los chicos rogaban por dentro que no los vinieran a buscar últimos.
Pasados diez minutos de la hora establecida, las maestras retomaban su rutina. María prendía las hornallas, se ponía a picar cebollas o morrón, dependiendo de la cena, Josefina encendía la radio y se sentaba en una silla a leer una revista. A todos les daba pánico la idea de quedarse ahí solos.

Esa tarde, a Lupe le habían sobrado unas cuantas galletitas y compartía el paquete con dos de sus compañeras. Se sentaron una al lado de la otra en la ronda.
-El otro fin de semana yo voy a patinar con mi hermana y mis primos.
Una de las pocas pistas de patinaje sobre hielo que quedaban en la ciudad de Buenos Aires quedaba a la vuelta de lo de Celia.
- ¿Podemos ir?- Preguntó una que no se animaba a ir a ningún lado sola. La otra miraba para el costado haciéndose la tonta. Lupe asintió con la cabeza; por dentro deseaba que nunca sucediera, la pasaría terriblemente mal intentando alivianar la tensión entre su familia y las intrusas visitas.
Primero llegó el papá de la que se invitaba sola, Lupe se quedó con la callada que no era para nada divertida. Le compartió un par de galletitas más y la vinieron a buscar también.
Esa tarde le tocaba a Lupe ser de las últimas. Sentía tanta vergüenza que intentó hacerse la dormida contra la columna. Casi todos los chicos se habían ido y quedaban ella y Manuel, sentado en una esquina con la atención puesta en un videojuego. Ella supo que era el Tetris por la canción.
-El otro día hice cincuenta filas-. Él ni levantó la vista.
Lupe sacó su cuaderno pentagramado de la mochila y empezó a dibujar. Le gustaba hacer la nota do, que era como un plato volador, la dibujaba sobre cada línea y flotando por debajo y por encima del pentagrama. Las otras también le gustaban, las negras en menor medida.
Sonó el timbre y Lupe alzó la cabeza para escuchar quién era. Después del ruido todo siguió igual, Manuel haciendo su vida en la esquina de la habitación. La pared del pasillo no le permitía ver hacia la puerta, pero sí podía oír las voces de los que se saludaban.
Un rayo de luz atravesó el pasillo, Lupe esperó el sonido tímido de su papá pero solo hubo silencio.
Cuando la voz gravísima de un hombre mayor retumbo por las paredes del pasillo, Lupe abrió grandes los ojos y metió la cabeza entre las hojas de su cuaderno. Las líneas del pentagrama se veían enormes tan cerca de sus ojos y los dos dibujados con lápiz le bailaban de arriba a abajo. Su propia respiración chocaba en el papel y volvía contra su cara. En su boca se formó una sonrisa nerviosa.
El corazón le latía fuerte. Pensaba en todo a la vez: ahí estaba su abuelo el pintor, ahora le mostraría sus dibujos y también sus dedos largos y flacos, le podría decir que a ella le gustan los colores de su cuadro y que nunca la habían querido llevar al Chaco porque era muy lejos y hacía calor, pero en Buenos Aires también y ahí estaban igual. Quizás el abuelo tocaba el piano también y seguramente entendía por qué a Lupe no le gustaba tanto estar con todas las otras personas, sino sólo con algunas y, en especial, en los momentos del medio, no en los de antes ni en los de después.
La voz del señor se escuchaba baja y monótona, Lupe no lograba descifrar qué palabras decía. Luego vino un murmuro de la maestra y la puerta que se cerró, primero suave, como empujada por la briza, con un golpe fuerte final. Desde afuera, el señor pegó un grito que estremeció las paredes.
-Váyase o llamo a la policía-.
Lupe se encontró con los ojos de Manuel sentado en la esquina de la sala, los gritos habían llamado su atención y tenía cara de asustado. La canción del Tetris seguís sonando, aunque el juego estaba en el piso.
-¿Son los tuyos?
-¡Shh!

Dejó su cuaderno en el piso y corrió hasta la ventana de la sala. Alcanzó a ver al hombre de espaldas; era alto, encorvado y usaba un traje negro, como un cuervo gigante. Se subió a un auto reluciente y cerró de la puerta con fuerza. Entonces bajó el vidrio apenas, no se le veía la cara entera, y pegó un grito que hizo que Lupe se tire de panza al piso. Cuando volvió a la ventana, el abuelo ya se había ido. Con las manos contra el vidrio empezó a llorar.

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