Jarry
El auto azul atravesaba el desierto de La
Enredada, levantando polvo a su paso. El sol del mediodía brillaba sobre la
tierra y las copas quemadas de los árboles, que no sentían la lluvia desde
octubre. El polvo se acumulaba formando rectángulos sobre el suelo. Parecía que
nadie hubiera pasado por ahí en años, el horizonte aburrido de espejarse a sí
mismo los recibía con un cielo ensangrentado. A lo lejos, una nube negra
presagiaba un cambio de clima.
Vicente había estado manejando por horas.
Había diagramado un plan de ruta y el deseo de cumplirlo lo mantenía motivado.
Solo parar cada cuatro horas, no menos de trecientos kilómetros por tramo. Los
pantalones se le habían ablandado y ahora adoptaban cualquier forma que le
dieran sus piernas. La camisa empezaba a oler mal. Todo adentro del auto
empezaba a oler mal.
— ¡Vamos a llegar en tiempo record!
El Chevette había sido parte de la familia
de Vicente desde que él era chico. Su abuelo lo había comprado en Brasil y lo
había traído hasta su casa en Santos Lugares conduciendo con su mujer. Después
pasó a ser de su padre. Durante la adolescencia, Vicente y sus amigos se
escapaban del colegio para manejar el Chevette por la calle mientras los padres
estaban en el trabajo. Todos habían aprendido a manejar en ese auto, y más de
una vez estuvieron cerca de perder la vida en ese proceso de aprendizaje
extremo.
Cuando cumplió los veintiuno, el Chevette
pasó a manos de Vicente, quien para entonces ya tenía registro de conducir. La
nueva adquisición le permitió encontrar trabajo en la fletería del vecino, él
llevaba a los pasajeros de su casa vieja a su casa nueva mientras el camión
hacía la mudanza. El auto azul era perfecto para eso, el auto más elegante de
la cuadra. En uno de esos viajes conoció a Lucía.
Dentro del Chevette viajaba ahora toda la
familia Solano: Lucía, Vicente y sus dos hijos, Manuel y Cecilia. Volvían de
pasar la semana en Misericordia, donde vivía una amiga de Lucía.
La noche anterior Lucía había soñado que
se olvidaba de dejarle la comida a su gato para el fin de semana. Cuando
llegaban de vuelta a casa, todo estaba dado vuelta, el Morado colgaba muerto,
la pared manchada de huellas y las palabras hija
de puta. Desde esa mañana, la sensación de duda no la dejaba en paz,
cerraba los ojos y oía el maullido de Morado. Le preguntó a Vicente al menos
siete veces si recordaba algo, si le habían dejado la comida o no, y eso lo
puso de muy mal humor. Él le llegó a decir que nunca había querido adoptar a
ese gato de mierda, y que su muerte no sería ninguna tragedia. Lucía apretaba
las manos contra el asiento.
—Decís algo más y me tiro.
No volvió a sonreír. Le rogó a
Vicente en repetidas ocasiones que volvieran en avión, que al menos la dejara
volverse a ella en el tren. Vicente sostuvo su no rotundo, un de ninguna manera me voy a quedar acá solo,
que generó una enorme tensión que los acompañó camino a casa. La nube negra
estaba cada vez más cerca, el cielo tronó como si quisiera partir la tierra en
dos.
Llovía y
apenas se veía la ruta, en una hora ya podrían hacer el descanso. El Chevette
era hermoso cuando estaba mojado, el agua sacaba a relucir el brillo de la
pintura metalizada. Había llegado el momento de
todo viaje en automóvil en que, acabadas las bebidas y los temas de
conversación, cada viajero se dedicaba a mirar por su ventana. Entre los Solano
estaba prohibido leer en el auto, una costumbre que habían adoptado después de
que Cecilia vomitara todo el tapizado del Chevette en su primer viaje de larga
distancia a las sierras. Cada uno iba viajando también en los mares de sus
propios pensamientos.
Cecilia se miraba las manos y se lamentaba
que todos los días, no importaba cuán bien se las hubiera lavado, tenía que
sufrir con la mugre debajo de las uñas, ¿de dónde venía? Nunca se la notaba a los
demás. Le agarró un ataque de tos de repente.
—Bajá el vidrio y tomá lluvia —le dijo
Manuel, y a ella le pareció una buena idea.
Cecilia bajó el vidrio de su ventana y
sacó la cabeza inclinada, intentando que su boca recibiera la lluvia sin
volcarla. Tenía los ojos empañados, los abría y cerraba procurando un
equilibro, la tos se le calmó solo por el estiramiento del cuello. Enderezó la
cabeza en busca del viento fresco y las gotas pequeñas la atacaron como un
grupo de abejas.
— ¡Hay
alguien en la ruta!
Manuel se
colgó del asiento del medio para poder ver también. Lucía buscaba con la mirada
pero la única vista para ella era la del vidrio derritiéndose.
—Es un
muerto —dijo Vicente a la vez que el bulto se arrastró hacía adelante.
— ¡Está
vivo!
—Tenemos
que frenar, no podemos dejarlo así —lloraba Cecilia.
—Papá, por
favor, frená, no seas tan predecible.
Vicente
apretaba los labios y las manos sobre el volante. Si frenaba, no había manera
de que llegaran a cumplir el objetivo por el que venía luchando hacía horas. No
había tenido ni un retraso, ni una falla o un cálculo mal hecho. Por primera
vez, perdería en su juego. El resto de los kilómetros serían un bodrio infinito
de kilómetros sin sentido. Cecilia lloraba diciendo que los autos lo iban a
descuartizar, y que iba a ser todo culpa de Vicente. Lucía se frotaba las
manos, el Morado había vuelto a sus pensamientos, este era el segundo animal al
que le había hecho daño en el fin de semana. Nada bueno podía suceder a partir
de eso.
Vicente
soltó el acelerador, puso el cambio en punto muerto y pisó el freno hasta que
el Chevette se detuvo por completo al costado de la ruta. Lucía atinó a salir
del auto, pero él la agarró del brazo. Ella no ofreció resistencia, le parecía
bien que él se empezara a comprometer con lo que estaba pasando.
—Quédense
todos acá —dijo mientras se cubría la cabeza con la campera.
Nadie
tenía la intención de moverse. Salió bajo la lluvia, en diez segundos ya estaba
empapado. Miró a ambos lados de la ruta antes de acercarse al perro, que
respiraba con un llanto agudo. Era una enorme bola de pelo mojado. Volvió la
mirada hacia el auto; lo único que se veía eran los triángulos de las luces que
se extendían delante de él. El perro intentó dar un paso y volvió a caer,
Vicente distinguió dos ojos amarillos. Ya
te voy a sacar de acá. Se acercó y lo intentó agarrar de la pata para
tironearlo hasta el auto. Apestoso largó un aullido de dolor que se perdió en
la tormenta. Vicente volvió a mirar hacia el auto. No podía reconocer a sus
familiares adentro y eso lo ponía mal. Se agachó y alzó al perro en brazos.
Mientras corría hacia el Chevette, una ráfaga le voló la campera. Abrió la
puerta trasera y entró al perro como pudo, después se acomodó él adelante.
María abrazó al perro de inmediato.
—Les
presento a Apestoso —dijo riéndose todavía agitado.
Apestoso
respiraba pero parecía muerto, Cecilia y Manuel lo habían acomodado en el
suelo, encima de un toallón. Nadie dijo nada por un rato. Se habían retrasado.
Tenía, al menos, dos horas más al volante, quizás más por la lluvia. Vicente
estaba de mal humor y aburrido, se concentraba en sus pensamientos negativos,
revisando cada uno de los hechos que lo habían llevado hasta esa situación.
Para empezar, el maldito sueño de Lucía, cuyas supersticiones lo tenían
podrido. En algún momento de sus veinte años de casados habían empezado a leer
el mundo de distintas e irreconciliables maneras.
—Sos tan predecible —dijo Lucía sin
mirar a nadie, pero todos sabían de quién hablaba.
Pasada la lluvia, la ruta no ofrecía
ninguna distracción. Vicente luchaba por quedarse despierto en la monotonía del
camino. Pestañeó varias veces cuando vio un punto negro en la lejanía. Pensó en
un insecto, pero literalmente no volaba una mosca en aquel desierto, el vidrio
del parabrisas estaba inmaculado. Se frotó los ojos.
— ¡No hay vida en este desierto! —Lucía
rompió el silencio, como si le estuviera leyendo la mente. Muy rápido se dio
cuenta de lo desafortunado de su comentario frente al perro moribundo, que respiraba
pero aún no había recobrado la conciencia.
—No vuela ni una mosca.
Lucía también había visto el punto que fue
creciendo a medida que avanzaban sobre la ruta hasta convertirse en un hombre
de carne y hueso. Un bulto a sus pies, su equipaje. Estiraba su brazo
perpendicular a su cuerpo, con la mano hecha puño y el dedo pulgar señalando
hacia la ruta por venir.
—
¿Podemos levantarlo? —Manuel rompió el silencio.
— ¿Estás loco? Si él sube yo me bajo —dijo
Cecilia.
A Lucía, preocupada por el perro y por el
gato, ni se le ocurrió cuán lejos podría llegar el malestar de su marido.
Vicente ya estaba decidido y nada iba a cambiar su parecer. Desaceleró el motor
hasta frenar unos metros adelante del hombre. Era flaco, con pantalones negros
muy apretados al cuerpo, y tenía el pelo oscuro, largo y lleno de rulos. Corría
como un animal.
—Abrí la puerta —le dijo Vicente a su hija mirándola por el espejo retrovisor.
Ella no hizo nada, estaba paralizada con
el perro en brazos. Parecía que el extraño nunca llegaría, que el tiempo podía
detenerse en esos pasos, perpetuarlos para siempre bajo el rayo del sol y entre
el humo que manaba de la tierra mojada.
— ¡Gracias! —dijo el hombre recuperando el
aliento.
—Soy Vicente Solano —le extendió la mano.
Cecilia sentía vergüenza de su papá cuando
quería hacerse el gracioso.
—Soy Jarry.
Los ojos de Lucía se encontraron con los
de su marido. Era el nombre más ridículo que había escuchado en su vida, sin
dudas inventado. Si no hubiesen estado enemistados, esa hubiera sido la ocasión
perfecta para sonreírle, buscar su mano y aguantar la risa juntos.
— ¿Qué hora es? —preguntó Jarry sacando un
pequeño anotador de cuero marrón del bolsillo de su camisa.
Estiró el elástico que lo mantenía
cerrado. Al moverse, su olor a cigarrillo y desodorante se repartió por el
auto.
—Son las doce y media —Manuel aprovechó su
oportunidad para entrar en la conversación.
— Mhm, las doce y media. Muy bien.
Jarry hizo cuentas en su cabeza y anotó
algo en su cuaderno, lo cerró, lo envolvió con el elástico y lo volvió a
guardar en su bolsillo. La atención de todos los Solano estaba sobre él. Miró a
Cecilia a los ojos.
—Necesito llegar a la próxima estación de
servicio. Sin cigarrillos me vuelvo loco. —Esta vez miraba a Vicente a través
del espejo.
— Yo también —dijo Cecilia.
Todos se rieron menos Jarry. No era fácil
entablar una conversación con él, había algo intimidante en su mirada y en su
dominio de su cuerpo, el reposo de sus manos blancas enormes sobre sus
rodillas, la nariz invasiva y el tamaño descomunal de su cabeza con pelo.
El
Chevette se movía sobre la ruta como un tiburón en aguas profundas. El cuenta
kilómetros marcó los trescientos mil. Lucía sacó el mapa de la guantera y lo
empezó a desplegar sobre su regazo. Cincuenta kilómetros más adelante, por la
misma ruta, encontrarían una estación de servicio con baños y un restaurante.
Intentó volver a doblar el mapa pero era imposible reproducir los pliegues
originales, terminó por hacerlo de cualquier manera y meterlo en la guantera
hecho un bollo. Habían vuelto al silencio, Jarry dormía con la cabeza hacia
atrás y la boca abierta. Parecía que soñaba porque tenía pequeños exabruptos,
en uno de sus saltos le pegó una patada al Apestoso, que todavía dormía sobre
la toalla. Cada tanto balbuceaba. Se rascaba el brazo sin parar.
El sol del mediodía ya había empezado a
aflojar y adentro del Chevette la temperatura mejoraba. Avanzaban sobre los
kilómetros sin cruzarse con ningún otro automóvil ni ser humano. Cecilia estaba
ansiosa por llegar, Jarry ocupaba gran parte del asiento y era un torso dormido
apoyado sobre ella. Abrió los ojos de repente y habló.
—Me están matando los mosquitos —dijo.
Lucía y Vicente volvieron a cruzar
miradas. Él era el encargado de mantener a la familia en calma.
— ¡Cómo me comería una milanesa con
fritas! ¿Y vos, Cecilia?
—Yo unos ñoquis con pesto.
—Yo un asado. —Manuel esperaba hacía horas
que se cruzaran con una parrilla.
—Patitas de pollo —agregó Lucía.
El único que no respondió fue Jarry.
Miraba por la ventana.
— ¿Sabían que el cielo, en verdad, no es
de color azul? Si lo pensamos bien, los colores son una percepción del ojo
humano —insistió Vicente.
— Yo lo veo azul.
— No importa lo que veas, lo que importa
es la verdad.
— ¿Para qué? Si toda la vida lo voy a ver
azul.
Jarry guardó silencio, el Apestoso había
apoyado la cabeza sobre su pie. Vicente subió el volumen de la radio. Lucía
revisaba con su mano izquierda el fondo de la cartera, sabía que en algún lado
había guardado el Rivotril. Cecilia cantaba una canción que iba escuchando con
los auriculares puestos. Lucía
revisaba la cartera ahora con ambas manos, sabía que había cometido un error
grave, que el Morado no se la iba a perdonar. Su familia tampoco.
Vicente seguía hablando solo sobre cosas
acerca de las cuales no tenía idea. Temas que tocaba de oído, sobre los que
había mirado algún que otro documental. El cosmos, el origen de la vida, la
construcción de aeronaves. Los demás se volvieron inmunes al sonido de su voz.
Lucía sostenía el saco con una mano y la manija de la puerta con la otra.
Necesitaba escapar, pensó en arrojarse pero sabía que el golpe del viento le
cerraría la puerta en la cara. Esa no era la manera. Sintió una gota que le
cayó por el cuero cabelludo hasta la nuca. Encontró el Rivotril en el bolsillo
del saco.
Jarry y Vicente eran los únicos que
viajaban despiertos. Jarry podía verlo por el espejo, pero no al revés.
Vicente, pensando que todos dormían, se sacaba los mocos de la nariz con el
dedo y los dejaba volar por la ventana.
La luz del agua se encendió en el tablero
y luego la de la temperatura. El velocímetro empezó a descender hasta llegar a
cero kilómetros por hora mientras se seguían deslizando por la ruta. Giró el
volante y encaró hacia la banquina antes de que frenaran del todo. Intentó
apagar y encender el motor varias veces, solo se escuchó el ruido de un
Chevette ahogado.
Jarry tosió y Vicente acomodó el espejo
para poder verlo. Se sorprendió de que estuviera despierto y se preguntó hacía
cuanto que lo estaba. No dijo nada, no era él con quien debía hablar. Sacudió a
Lucía por el hombro, estaba más dormida de lo que parecía, giró la cabeza hacia
el otro lado pero él insistió. Ella abrió los ojos y pensó, primero, que habían
llegado a casa. Se alarmó cuando empezó a darse cuenta de que no. El polvo, la
ruta vacía, el sol que empezaba a caer, el pastizal rodeado de árboles secos,
la actitud del Chevette, todo le daba mal augurio.
Vicente salió del auto mientras su esposa
despertaba a los hijos. La presencia de Jarry lo ponía de mal humor, y que se
le quedara el auto en frente de otro hombre lo incomodaba. Abrió el capot y el
humo negro le envolvió la cara, tosía y sacudía los brazos. No había manera que
tocara nada de ese motor.
— ¿Te ayudo?
Jarry había bajado del auto y ahora estaba
de pie junto a él, sus rulos volando al viento, siendo testigo de la debacle
del Chevette. Era el momento más vergonzoso de su larga vida juntos. Sin
responderle, Vicente bajó el capot, lo trabó y desde la ventana le habló a
Lucía.
—Tenemos que caminar.
Tenía los ojos desorbitados, gotas de
sudor cayéndole por la frente, manchas negras por toda la cara.
—Parecés un oso panda. —Cecilia se rio con
crueldad sabiendo que su comentario no sería bienvenido.
Lucía salió del auto, con la mano le indicó
a sus hijos que salieran también. Estaba nerviosa y todos lo sabían, nunca
nadie quería cruzarla cuando estaba nerviosa. Cecilia y Manuel obedecieron.
Cecilia llevaba al perro desmayado en brazos, tenía toda la remera blanca
cubierta de sangre.
— ¡Dejá ese perro acá!
Vicente dio la vuelta al auto, esquivando
a Jarry en el camino, y abrazó a su mujer. El corazón le latía fuerte, odiaba
los inconvenientes, tenía ganas de llorar como un bebé. Cecilia metió al perro
adentro del auto antes de que alguien la viera, de ninguna manera lo dejaría de
vuelta en la ruta.
—La próxima estación queda a cinco
kilómetros —Jarry insistía en ser escuchado.
Lucía abrió la guantera y empezó a estirar
el mapa sobre el costado del auto. Encontró la ubicación donde estaban. Siguió
el trazo de la ruta a través de la hoja, ni una estación en kilómetros y
kilómetros a la redonda. Vicente la miró increpándola, esperando que dijera
algo para desautorizar a Jarry.
—Es cierto — dijo ella—, hay una estación
acá cerca.
Cuando finalmente se animaron a cruzar por
el pastizal, la mitad del sol estaba escondida entre las montañas. Los rayos se
marcaban en el cielo sobre las nubes. Cecilia pensaba en el perro, le había
dejado la ventana un poco abierta para evitar que se le acabara el aire. Manuel
seguía a su padre y a Jarry con la mirada: iban en silencio más adelante, al
mismo paso, ninguno dejaba que el otro se le adelantara.
Caminaron durante media hora, nadie sabía
qué decir. Cuando se escondió el último rayo del sol, Vicente frenó de golpe.
Los pastos a su alrededor lo cubrieron pronto y era difícil ver su expresión de
desasosiego. Se daba por vencido, todo en su lenguaje corporal lo decía a
gritos. Jarry tomó el mando al empezar a caminar delante, los demás lo
siguieron. Vicente iba con la cabeza gacha y le tomó un tiempo empezar a pensar
de nuevo. La noche cerraba sus puertas con ellos dentro. El pasto empezaba a
engrosarse, y debajo de los pies, el barro se sentía arenoso. Jarry seguía su
camino decidido. Vicente agarró a Lucía de la mano y la tiró hacia atrás.
Recién entonces levantó la mirada. Era demasiado tarde para seguir por ahí con
los chicos.
Vicente le suplicaba con los ojos, ella
sabía que tendrían que volver. Fingió que se tropezaba con una rama y se tiró
al piso.
— ¡No puedo seguir caminando!
Todos acordaron que Lucía volvería al auto
con Cecilia y Manuel, Vicente y Jarry seguirían camino en busca de ayuda.
Emprendieron el camino de inmediato, Lucía
iba adelante despejando el pasto en la oscuridad, avanzando sobre el matorral
con la fuerza de su instinto de supervivencia. No quería detenerse porque
perdería el rumbo, daría lugar al miedo para que los envenenara. Cecilia y
Manuel la seguían sin hablar.
Tardaron
media hora en llegar al auto. Lo encontraron como lo habían dejado: Cecilia
abrazo al perro que había recobrado un poco la conciencia y agradecía las
caricias, lo envolvió en la toalla. Lucía se sentó en el asiento del conductor
y encendió las luces delanteras. Estaba harta de la oscuridad. Manuel apoyó la
cabeza sobre el respaldo y se quedó dormido. Así estuvieron un buen rato, hasta
que la luz de los faroles empezó a titilar. Lucía las apagó por miedo a perder
la batería. Cecilia apoyó la cabeza sobre el lomo del Apestoso. Lucía reclinó
un poco su asiento y se puso a mirar las estrellas, cosa que solía hacer con el
Morado en su regazo. Vio la cima de los matorrales mecerse sobre el horizonte.
Se enderezó y encendió las luces nuevamente. El Apestoso levantó las orejas y
Cecilia retiró la mano que lo acariciaba, empezó a gruñir, las luces del
Chevette vacilaron. Todo seguía igual. Lucía apagó los faroles. El perro empezó
a ladrar, ella saltó del asiento y las volvió a encender. Se abrió un claro.
Lucía vio a Jarry salir del barral, las manos cubiertas de tierra. Caminaba
hacia el auto. Esperó ver a Vicente pero el claro se cerró y no apareció nadie
más. Los ladridos estaban descontrolados. Los faroles titilaron hasta apagarse
del todo.
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