9 de septiembre de 2019

Yámana

4

 

Lupe abría la heladera cada cinco minutos para cerciorarse de que la media docena de huevos siguiera ahí, en la esquina del estante, esperando a ser llevada a la escuela el lunes. Los amaba porque eran suyos. Miguel la había descubierto sentada en el cajón de verduras con el cuerpo adentro de la heladera y la había amenazado con tirar los huevos a la mierda. Decía que así se iba todo el frío. Todo el frío. Lupe miraba a través del vidrio congelado de la ventana de la cocina, la casa de nieve del otro lado. El auto de nieve, las veredas de nieve. El frío de la heladera le daba risa. Sacó la huevera y se la escondió debajo del camisón. Comió un calafate del tupper que se habían traído del asado. 

Puso los seis huevos sobre la cama y los hizo rodar por el acolchado. Paola le había dicho que de los huevos nacían los pollitos, ella había visto un par en la casa de su abuela. Lupe eligió el más oscuro porque tenía una mancha de caca y algunas plumas blancas adheridas a la cáscara. Necesitaba un nuevo animal, sabía que eran necesarios para protegerse de cualquier cosa que anduviera por la isla.

Juntó ramas, hojas y tierra, la toalla con la que Juana se teñía el pelo y una lámpara de su mesita de luz. Construyó el nido en el estante más alto de la casa, encima de la biblioteca de madera de su cuarto. Palmiro no llegaría nunca. Encendió la lámpara bien cerca para que le diera calor. Al lado del nido sentó a su muñeca sin pelo y le colgó un cartel del cuello: No tocar. 

 

Esa mañana, mientras preparaba el desayuno, Juana les contó que la prima Roxana se casaba y las había elegido para llevar los anillos. Dijo que era una función muy importante y hasta se tendrían que hacer vestidos. Lupe se imaginó vestida como una reina con guantes y sombrero, no pudo evitar sonreír, respiró hondo inflando el pecho. Después de la escuela las buscaba su prima para ir a la modista. 

En la escuela nadie se dio cuenta de que a Lupe le faltaba un huevo de los seis que les habían pedido. Había que hacerles un agujero en cada punta, la maestra mostró cómo hacerlo con un escarbadientes. Después había que soplar con fuerza por uno de los agujeros y todo el líquido saldría por el otro. Lupe lo intentó, pero el contacto de sus labios con la clara viscosa del huevo le dio una arcada. Cuando la maestra lo hizo por ella, como ya lo había hecho por la mitad de la clase, ni se detuvo a fijarse cuántos había en la huevera. Después de rellenar las cáscaras con chocolate, dejó que los chicos lamieran las cucharas y los recipientes, cualquier superficie con restos de azúcar. Lupe se pasó la tarde pensando en su nueva mascota, el pollito. 

 

Dejó los huevos al fondo del primer estante de la heladera y se fue corriendo al cuarto a verlo. Alguien había apagado la lámpara sol. Acomodó un par de hojas sobre el nido. Nada más parecía haber cambiado, ¿podría alimentar a su mascota con calafates? Era lo único que había en la heladera, el chocolate no podía hacerle bien. Tendría que ver cuando naciera. Buscó la parte limpia y besó la cáscara.

—Te quiero.

 

Roxana las pasó a buscar. La tía le había prestado su auto porque la modista quedaba en La Colina y no se podía ir a pie. Venía escuchando la radio y bajó el volumen cuando subieron las chicas.

—Es el programa de mis compañeros del colegio —dijo y sonrió con su cara redonda. 

Cuando intentó arrancar, el auto se sacudió un poco y se apagó. Roxana giró las llaves, la radio también se calló y volvió con más volumen, lo bajó de nuevo y avanzó por el barro congelado. Camila iba en el asiento del acompañante y le pidió que se pusiera el cinturón. 

— ¿Saben que además del casamiento voy a tener un bebé? No, claro que no lo sabían. –Se rio sola.

— ¿Te hiciste un aborto? —preguntó Lupe desde atrás sin pensar, algo que había escuchado decir un día a Juana en la cocina. 

 

La modista trajo tres catálogos que abrió sobre el mostrador en las páginas que tenía marcadas. Las hojas empezaban a ponerse amarillas. Había cuatro opciones de vestidos. Lupe y Camila coincidieron en sentirse secretamente decepcionadas. La modista hablaba y hablaba de las características de cada vestido, a Roxana se le pusieron los ojos rojos, y a Lupe le pareció que solo ella se había dado cuenta. Quizás ni Roxana lo sabía, porque seguía asintiendo y mirando los vestidos de las fotos como si nada. Ninguna de las tres hablaba, parecían coincidir en el poco entusiasmo respecto a las opciones que les mostraba. A la señora eso la ponía nerviosa. 

—Mirá, este es el que más le gustó tu abuela, y este a tu abuelo Bernardo. –Señaló al que tenía un moño enorme en el pecho y al que era largo hasta los tobillos. 

—Bernardo no es mi abuelo —dijo Lupe.

—… Pero tendrían que decidirlo hoy, ya es última hora. Tu mamá me dijo que el casamiento es el 25, ¿no es cierto? Ya estamos tarde. –Le hablaba a la nuca de Roxana, que tenía la cabeza gacha y la mirada fija en las revistas. Seguía sin hablar. La señora fue levantando la voz, la cabeza le bailaba sobre el cuello, las manos tensas sobre la revista arrugaban la página. 

— ¿Se dieron cuenta de que es siempre la misma modelo con distintos vestidos? —dijo Roxana.

Entonces hasta la modista hizo silencio. A Lupe se le puso la cara colorada, sintió un fuerte calor en las mejillas. Camila empezó a llorar, se lo agradeció agarrándola de la mano.

— Mejor volvemos otro día —dijo Roxana caminando hasta la puerta, las chicas la siguieron de cerca. Cuando entraron al auto, a las tres les agarró un ataque de risa. 

— ¡Eran horribles!

—Casarse es horrible.

 

En la heladera no había nada, ni un rastro de chocolate, la huevera vacía. Un atraco y un solo sospechoso: Miguel. Lupe corrió a la habitación, trepó la biblioteca, y respiró hondo al ver que el huevo estaba a salvo. Tragó saliva, tenía la garganta cerrada. Salió para el fondo, no quería cruzarse a su papá. Ahí, en la tierra seca donde no crecía el pasto, escaseaban las lombrices. Lupe las cortaba por la mitad y las mandaba al hospital de bichos, donde los pedazos cobraban vida. Así las reproducía buscando repoblar el jardín. Palmiro dio un par de vueltas alrededor suyo y cayó rendido, sus cuatro patas escondidas debajo del cuerpo. A medida que se fue moviendo el sol, la temperatura empezó a bajar. El viento en la copa de los árboles movía las hojas y hacía tanto ruido que Palmiro se levantó. Lupe seguía con su trabajo de cirujana. El perro empezó a soltar un aullido suave. Lupe tembló de frío. Después de un rato, apareció otro perro y se sentó contra su espalda, dándole abrigo. Palmiro también se acercó, y aparecieron tres perros más que se acostaron alrededor de ella, hasta que la cubrieron como un colchón y como una manta. 

Lupe se quedó dormida, soñó que iba corriendo por la ruta hacia Lapataia, su bahía preferida. Pasaba el cartel del fin del mundo. Buenos Aires 3.063 km, Alaska 17.848 km. Corría por la pasarela de madera. La cara se le empezaba a inflar. Llegaba agitada al extremo sur del planeta, desde donde le parecía que podía lanzarse un astronauta hacia el espacio. De pie sobre un conchal estaba Guido, vestido como un yámana, la piel cubierta de grasa.

—La bahía está hecha de madera. 

Y a Lupe le estallaba la cara.

En la guardia dijeron que tenía paperas y que debía estar en cama durante al menos dos semanas. Paperas, paperas. Pensó que su enfermedad tenía nombre de hámster, que durante un mes en la cama iba a salirle una capa de pelo en todo el cuerpo e iba a crecerle una cola. Lloró pensando en los huevos de pascua. 

Las paperas eran la peor enfermedad posible. Pasaban las semanas y los síntomas no se iban, los pasillos de su mente estaban encendidos. Se aburría durante las tardes largas con la casa vacía, Cristina lavando los platos, pasando el trapo por la cocina, el sonido de la radio que apenas llegaba a la pieza. Había mudado el nido al lado de la cama, al cajón de la mesita de luz, y a veces se guardaba el huevo en el bolsillo del pijama para acariciarlo.

El día del casamiento Lupe todavía estaba enferma. Con la puerta entreabierta vio cómo Camila se ponía el vestido blanco. Le quedaba mejor que a la modelo de la revista. Juana le hacía unos rulos en el pelo con la buclera y Miguel planchaba su camisa. Había soñado toda la semana entre fiebres con ese momento. Lupe comía del tupper de calafate que le había llevado Miguel a la cama. Sabía que tenía los labios morados, le encantaba verse al espejo con los labios pintados de calafate. Ahora no podía mirarse en ningún lado. Para compensar su aburrimiento, la habían dejado comer todos los que quisiera. 

   Tenía el mismo pijama hacía cuatro días, había perdido la cuenta de cuántas veces había transpirado y cuántas veces se había secado entre las sábanas. Tenía el pañuelo celeste de Juana puesto alrededor de la garganta y el pelo largo y enrulado despeinado. Antes de que abrieran la puerta, ya había llegado a la habitación el olor al perfume de su mamá. Después escuchó las voces, el eco de los tacos viajando por el pasillo que Lupe conocía de memoria. ¿Y si había cambiado en ese tiempo de cama? ¿Si al salir de las paperas se encontraba con que el mundo era otro?  La fiebre la mareó. Sabía que quien come calafate, siempre vuelve a la Patagonia. 

Camila estaría atravesando el salón con su vestido, todos sonriéndole por haber sido la elegida. La abuela Celia tendría puestos sus aros azules y ese perfume que se le pegaba a la ropa de Lupe después de abrazarla y le duraba todo el día. Miguel ya estaría en el medio de la pista con los zapatos de taco robados de alguna desprevenida, las luces de colores, los brazos hechos de manteca. Bernardo era alto y su color era el blanco de su pelo. Todos bailaban atravesando el cuerpo de Lupe, felicitando a Camila, qué bien lo hiciste, ¡te contrato para el mío! Risas, risas.

 

— ¿Estás bien? —susurró Camila entrando a la habitación. Con una mano se cubría la boca. Se acercó a la cama y puso su mano libre sobre la frente de Lupe.

— ¿Por qué, por qué? —Abrió los ojos grandes y agarró a su hermana por el cuello con toda la debilidad de sus paperas. Como si alguien la hubiese desenchufado, cayó rendida sobre la almohada. Camila le acarició la frente y el pelo. Cuando levantó la sábana para acomodarla, sintió el líquido espeso de la clara de huevo y la baba amarilla que empezaba a colarse entre las arrugas de las telas. Los pedazos de cáscara aplastada eran como una moneda en el cemento, en las vías del tren, y tuvo que salir corriendo. 


A Lupe le pareció que soñaba con la ventana abierta, y cuando abrió los ojos vio a su mamá sentada en la cama de al lado, la mitad del torso afuera fumando un cigarrillo. Debía ser pasado el mediodía porque se sentía el olor de la comida. Entrecerró los ojos para hacerse la dormida y poder espiarla. Juana se dio cuenta. 
—Perdoname, Lupe, es el único lugar donde puedo estar sola.
El humo que entraba por la ventana la hizo adormecerse. 
—Tuve tu embarazo en la guerra. Todo el tiempo estaba nerviosa, nunca había visto tantos aviones. A las ocho en casa. Las alpinas de madera, ¿y si caía una bomba? Vos eras mi primera hija. Mi único objetivo era que sobrevivieras… Y con todos los muertos del presidio, dando vueltas por ahí, en la iglesia donde se casó tu prima. Esta isla es una maldición.

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