-Amarreta,
le dijo una tarde Mariana y se dio media vuelta, llevándose detrás de ella a un
grupo de otras cinco compañeras del curso, como el líder de una manada de
pájaros volando por el cielo.
Lucía
se quedó parada en una esquina del patio donde no daba el sol. Miss Mary salió
de su oficina, como todos los mediodías, a tocar el segundo timbre. Era vieja y
llegaba hasta el timbre a paso lento; mientras tanto, los chicos la frenaban por el camino con
alguna excusa; algunos la saludaban con un beso, otros le mostraba dibujos o
cuentas que habían hecho ese día. Todos querían lo mismo: alargar un poco más
el recreo. Esa tarde, se detuvo ella por su voluntad al ver a Lucía llorando en
la esquina. Lucía la vio venir cuando ya estaba a unos metros. El tiempo que
tardó en atravesar esos metros hizo que Lucía se pusiera nerviosa. Venía Miss
Mary encorvada, con sus manos agarradas sobre su panza que era redonda como una
pelota.
-Quedate
acá que vamos a hablar.
En
la oficina de Miss Mary había un escritorio de madera y una biblioteca contra
cada pared. Sobre el escritorio había una colectivo inglés rojo en miniatura. Las
bibliotecas tenían unos pocos libros en inglés, forrados con plástico transparente,
un gran trofeo color bronce sin brillo y, dispersos y casi invisibles por el
color marrón de las paredes, cinco ornitorrincos embalsamados que había donado
la abuela de uno de los alumnos al colegio. Lucía tuvo que contarle toda la
historia de por qué lloraba parada frente a su escritorio. Miss Mary la miraba
con sus grandes ojos azules y la boca rígida. Lucía retorcía entre sus dedos el
envoltorio vacio de sus galletitas. La cara le ardía.
-Decime
los nombres de las chicas
Una
a una entraron Mariana y el resto de las chicas a la oficina. Todas miraban al
piso. Miss Mary hablaba y Lucía miraba a Mariana que se había parado justo al lado
de uno de los ornitorrincos. La luz le daba directo en los ojitos negros y
parecía que la estuviera observando. Mariana se agarraba las colitas del pelo
mientras se miraba la punta de los zapatos negros. No había visto todavía al
animal. Lucía esperaba que el ornitorrinco guiñara los ojos y saltara sobre el
nido de pelo de Mariana. En cambio, fue hundiéndose poco a poco en la oscuridad
del estante hasta casi desaparecer. Entonces, sus ojos negros dejaron de ser
tan simpáticos para Lucia y empezó a sentir los hilos de la oscura influencia
del animal dentro de la oficina.
Cuando
Victoria le pidió los lápices, Lucía no dudó en prestárselos. Se le venían a la
cabeza aquellos ojitos en las sombras como una clara amenaza. En silencio sacó,
uno a uno, los lápices de colores de su
cartuchera y los puso sobre la mesa. Los veía rodar banco abajo y llegar a las
pequeñas manos de Victoria. Primero el verde, el amarillo, el rojo. El azul no,
el azul me lo voy a quedar.
Sonó
el timbre y Lucía se agachó para sacar su paquete de galletitas del bolsillo de
la mochila. Cuando levantó la vista, vio a Victoria parada frente al tacho de
basura.
-¿¡Qué
haces?!, corrió hasta el tacho y la vio sacándole punta a su lápiz amarillo. El
papá afilaba los lápices sobre la mesa con una navaja. Chac, chac, se escuchaba
el ruido del filo contra la madera, los hilitos finos de lápiz volando hacia la
mesa. La navaja filosa iba y venía. A Lucía nunca la dejaban sacarle punta a
sus propios lápices. Victoria, en cambio, los metía en su sacapuntas y ni miraba lo que
hacía; un largo rulo de madera iba cayendo sobre el tacho.
Sentada
en el cantero seco del patio, Lucía cerró los ojos y apoyó la cabeza contra la
pared. Su pequeña silueta se recortaba sobre un fondo blanco. Tenía las manos
abiertas en su falda y, entre los dedos, todos sus lápices de colores. Repitió
en su cabeza la imagen de su amigo agachado sobre el pasto con la cara al
cielo, el pelo rubio, lacio y brillante desparramándose con el viento.
-Yo
voy a hacer que no te vayas
Pero
una hora y media después, Lucía se subió al avión y viajó hasta Buenos Aires.
Esa
tarde, las chicas tuvieron que esperar en la fila del colegio más de lo común.
Cuando la maestra llamó su nombre, Miss Mary detuvo a Lucía por el hombro:
-Esperá
un segundo
Se
perdió entre la gente. Lucía se preguntaba qué es lo que le diría a los papás,
si a ella también la iban a hacer pedir perdón. Al rato volvió y la tomó del
hombro de nuevo, empujándola hacia la salida. Miss Mary se acercó a un hombre
con un pañuelo largo atado a la cabeza, unos pantalones ajustados, botas de
cuero y una camisa ancha de colores.
-Bueno,
espero que hable con los papás de las chicas, dijo, extendiéndole la mano.
Lucía
había conocido al tío Osvaldo cuando era demasiado chica como para recordarlo. Era
alto y caminaba dando pequeños saltos con los pies en punta. Las llevó hasta el
auto de los papás que estaba estacionado en la esquina. Caminando atrás del
hombre, Lucía podía ver que las llaves del auto le colgaban del bolsillo
trasero de su pantalón. El llavero con forma de estrella rebotaba con cada
salto de Osvaldo. Llegaron al auto y no había rastros de los padres. El tío
abrió la puerta y Anita se metió en cuatro patas al asiento trasero, llevando
su mochila pesada. Lucía se quedó afuera, dudando. Quería agarrar a su hermana
del brazo y sacarla del auto, escapar de aquella trampa.
En
el asiento trasero se abrochó el cinturón sobre las caderas y bajó el vidrio
por las dudas. Se acomodó como para poder ver los ojos de Osvaldo a través del
espejo retrovisor. Era verdad que eran parecidos a los de la madre. Manejaba
con la mano firme agarrando la palanca de cambios. En el dedo anular llevaba un
anillo que Lucía admiraba. Era grueso y de color oro intenso, en el medio
llevaba una enorme piedra verde rectangular que le recordaba a las estrellas
del cielo. Cuando Osvaldo encendió el motor, encendió también el temblor de su
pierna derecha. Durante todo el camino fue agitando la pierna como una máquina
de nervios.
Lucía
no quería quitarle la vista de encima. Al doblar en la esquina, se escucharon
tres fuertes golpes desde el baúl del auto. Lucía se enderezó, la cabeza le
daba vueltas, estaba sucediendo.
-¡Shhh!,
lo escuchó ordenar a Osvaldo. Giro rápido la cabeza y por el espejo vio la
sonrisa del hombre, su gran dentadura blanca y despareja y arriba, al costado
derecho, un gran y macizo diente de oro brilló ante sus ojos con el sol.
La
pierna temblaba con más y más fuerza y el mismo auto parecía querer rendirse y destartalarse
mientras pasaban por una calle adoquinada. El ruido de las puertas y los
vidrios, de la mochila de Anita contra la ventana y la pierna de Osvaldo
batiéndose contra el piso se mezclaban con los ruidos del baúl y se hacía
imposible ya saber de dónde venía qué. Osvaldo reía y reía por el espejo y se
le notaba hasta el fondo negro de su diente dorado.
El
tío, con cuidado, abrió la puerta de calle. El corazón de Lucía latía con
fuerza: ¿qué encontrarían tras la puerta? Entrar a aquella casa que ahora era
suya todavía le parecía un hecho extraño que carecía de naturalidad. Estaban
entrando a las habitaciones y la vida de los demás, que no estaban ahí para
defenderse. Qué hechos desconocidos habían sucedido en esa casa, quienes la
habitaban, qué secretos guardaban esas paredes.
Osvaldo
puso las tostadas sobre la mesa, se sentó frente a la tele y cambió de canal.
Lucía
pasó de largo la cocina y fue hasta la habitación. Se sentó en su cama y abrió
el cajón de su mesita de luz. Como un arqueólogo con los restos frágiles de un
fósil, Lucía sacó con delicadeza un sobre con su nombre escrito en tinta negra.
Buscó en el sobre y no había nada. Habían desaparecido todas sus cartas. Giró
la cabeza alrededor de la habitación en busca de alguna pista: nada. La invadió
la sensación de que alguien había estado ahí, sentado en ese mismo lugar,
robándole las cartas. La presencia todavía rondaba por la habitación.
Se
sacó los zapatos y después todo el uniforme del San Mateo, se vistió con su
piyama y se metió en las sábanas. Con los ojos cerrados volvía a existir el
abrazo de su amigo y la nieve amontonándose sobre la ventana. Lucía no podía
imaginar que las cosas sólo dejaran de ser.
¿Y el ruido del baúl? Salió corriendo de su
habitación hasta la de sus padres, se agachó y buscó debajo de la cama: sólo
cajas en la oscuridad.
-Lucía, ¡Está la merienda!, gritó Osvaldo desde el
principio de las escaleras.
¿Cómo iba a gritar así si no era ni la mamá ni el
papá? ¡Ni siquiera vivía con ellos!
-Ya voy
Cuando entró
a la cocina, el tío seguía sentado en la silla frente a la tele y Anita
dibujaba en el piso. Lucía los miró un
segundo desde la puerta: Osvaldo se sacaba un moco de la nariz y lo pegaba
debajo del asiento de su silla, su pierna seguía rebotando nerviosa. Estaba tan
absorto en lo suyo que parecía haberse olvidado de la existencia de Lucía. Ella
retrocedió sobre sus pasos y decidió aprovechar la ausencia de los padres para
continuar con sus investigaciones.
Cerró la puerta de la oficina del papá con llave y
buscó en el cajón la carpeta de recortes. Abierta ocupaba casi todo el
escritorio. El olor a cuero de los asientos le llenaba el corazón de
adrenalina. Como si estuviera preparada, con la imaginación despierta y los
sentidos avivados, Lucía fue abriendo y desplegando los recortes por encima de
la carpeta.
Eligió la primera nota para leer: El crimen que
estremece a los fueguinos. Le costaba entender el significado de muchas
palabras y sentía los ojos muy pesados. Se recostó sobre la carpeta con los
brazos cruzados y cerró los ojos un rato. Lucía se quedó dormida sobre el
escritorio.
Cuando se despertó, estaba en su cama. Anita dormía
en la cama de al lado y afuera era de noche. Todo estaba en silencio salvo el
ruido de los grillos y algún auto que se escuchaba pasar a lo lejos. Sacó el
brazo de la cama y con cuidado abrió el cajón de la mesita de luz. Sacó de
nuevo el sobre con su nombre; lo dio vuelta sobre la almohada. Las cartas no
habían vuelto. Lucía se sentó en su cama, decidida a escribir las cartas de
nuevo. La trenza de su pelo estaba deshaciéndose y los mechones le molestaban
la cara; con ambas manos se tiró toda la cabellera para atrás.
Salió de la cama tranquila y prendió la lámpara de
la mesita. Ana dormía profundamente y era imposible despertarla. Lucía trajo su
mochila hasta la cama y la abrió en busca de su cartuchera. Tenía un cuaderno
de hojas gordas guardado en el cajón. Se sentó sobre sus rodillas, la cama le
hacía de escritorio. Con el lápiz negro entre los dedos fue hasta el centro de
la primera página y escribió con letra desprolija: las cartas de luc.
Cuando iba a recorrer la curva de la “i”, Lucía
apretó demasiado el lápiz contra el papel y la punta negra se partió al medio y
voló hasta la cama. La mano de Lucía cayó sobre el cuaderno. La imagen de
Victoria sacándole punta a sus lápices le vino rápido a la cabeza.
Luego, el chac, chac de la navaja del padre. La guardaba
en el cajón de la cocina. Bajó la escalera raspando los pies contra la vieja
alfombra. Hacia la mitad de los escalones supo que la sombra andaba por la
casa, que la seguía por la espalda. En el living estaba la tele prendida con el
volumen bajo y Osvaldo dormía en un sillón con la boca abierta y la mano dentro
del pantalón. Lucía se acercó con el lápiz en la mano, lo miró fijo para
asegurarse que estuviera durmiendo. Se acercó a su cara más y más, hasta
respirar sobre su nariz. La luz del televisor iluminaba una pequeña parte de la
oscuridad con colores brillantes. Osvaldo no se movió. Lucía sintió la sombra y
se dio vuelta rápido para no darle oportunidad.
Entró a la cocina y, sin perder el tiempo, buscó la
navaja que apretó entre sus dedos y fue hasta su habitación. Sentada sobre su
cama, le sacó punta a sus lápices de colores uno a uno. Cuando terminó, tenía
un pequeño corte en su mano izquierda. Un hilito de sangre se arrimaba, como
una cintita roja. Estaba demasiado cansada como para seguir escribiendo o para limpiar
los restos de lápiz del piso.
Debajo de la almohada puso la navaja abierta con
pequeñas manchas de su sangre. Apagó la luz de la mesita, se metió en la cama y
se quedó un rato ideando cual sería la manera más fácil de salir de la casa en
caso de que fuera necesario.
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