27 de abril de 2011

El Morado

Como esas escenas de las películas norteamericanas en las que un auto azul recorre una ruta recta e infinita por el desierto, bajo el sol y sobre una tierra marrón claro cortada en octágonos, así se veía aquel auto azul que recorría la ruta 3 desde el pueblo de … a la ciudad de… .
Dentro del auto iban los Solano. Habían establecido llamarse entre ellos: a los padres Luisito y Teté, a los hijos Luchín y Edu. Volvían de haber pasado 3 días de vacaciones en el pueblo de …, donde vivía una buena amiga de Teté y había termas de las que el agua salía caliente incluso durante aquella época del año. El viaje había estado bien. Había llegado el momento de todo trayecto en automóvil en que los viajeros comienzan a caer agotados tras largo rato de soportar el esfuerzo de sostener conversaciones entre sí sin poder mirarse a las caras. Entonces nadie hablaba.
Cada uno de los Solano iba sumido en sus propios pensamientos: Luchín, por ejemplo, pensaba en por qué sería que siempre tenía mugre debajo de las uñas, aunque se lavara las manos constantemente; Luisito pensaba en milanesas napolitanas con alas que se entregaran solas a domicilio.
El silencio que parecía acariciarse con los rayos del sol que caían sobre el auto fue abruptamente interrumpido por una ocurrencia de Teté: -¡Me olvidé de dejarle comida al Morado!
A nadie parecía importarle este infortunio. Todos lamentaban la interrupción de aquella paz, no hablaron con la ilusión de restaurar el momento perdido. Pero Teté nunca volvería a sentir aquella paz; ahora fruncía el ceño, apretaba los dientes, sus manos comenzaron a sudar. Podía sentir el pánico subir por su espalda como una serpiente, estirarse sobre su piel como una plaga. Le faltaba el aire. Con desesperación comenzó a buscar dentro de su cartera; la cantidad de cosas que llevaba allí no le permitían encontrar nada. Con un gesto de alivio, comenzó a vaciar el contenido por el auto; ya nada le importaba. No tenía más pastillas, la petaca estaba vacía: la idea de sumergirse en las termas había precisado de todas las virtudes que aquellos aliados tenían para ofrecer y ahora no quedaba nada para aliviar la angustia presente.
Frente a tal espectáculo, Luisito debió intervenir: -Calma, Teté, los gatos pueden pasar días sin comer. Como siempre, hacía afirmaciones vehementes sobre asuntos insensibles a la certeza; nada de esto llegaba a Teté, cuyas manos sostenían la manija de la puerta, intentando abrirla contra el impedimento del viento fuerte que pegaba contra el auto. Ahora sudaba su frente y su mirada desvariaba, temblaba como un epiléptico.
Luisito decidió frenar al costado de la ruta y entre los tres arrastraron a Teté fuera del auto. Intentaba articular ciertas palabras, pero en medio del temblor, los sudores y los ademanes de huida siempre frustrados por la fuerza de Luisito, nadie podía comprender aquello. Ataron sus manos sobre su espalda, ataron sus pies y la subieron al asiento trasero del auto. Edu ocupó su lugar como acompañante.
La paz fue restaurada inmediatamente y solo se veía amenazada por algún que otro sollozo que escapaba de la boca de Teté, quien ahora miraba silenciosa por la ventana; la mirada perdida, los labios rígidos, el temblor en las manos sobre su espalda.
El constante girar de las ruedas y su sonido arrullador pareció calmar las ansias durante el resto del camino. Finalmente entraron a la ciudad de … . Llegaron a su barrio. Observaban la escenografía con esa mezcla de familiaridad y extrañeza que siente quien se ha ido unos días. Llegaron a su calle y unos minutos más tarde, a su casa.
Salieron los tres del auto. Sacaron a la maniatada Teté, quien se desplomó en un desmayo frente a la vista del edificio. Inmediatamente antes de que perdiera el conocimiento, la escucharon decir, con un hilo de voz: -Oh, ¡dios mío!
Edu corrió a la casa a llamar a la ambulancia. Para su sorpresa, la puerta se encontraba abierta, apenas entornada. Sintió un escalofrío mientras empujaba la vieja madera. Adentro estaba oscuro: estiró la mano buscando el interruptor de luz, pero no tuvo resultados. Algo fétido en el aire entro por su nariz, fue directo a su cabeza y le hizo perder la razón. Se desplomó sobre la alfombra.
Pocos segundos después, Luchín se apresuró a través de la puerta. Tropezó con el cuerpo de su hermano, cayendo ella también al piso. Rodeada de oscuridad procuró levantarse, pero sus brazos ya no respondían a sus pedidos de fuerza. Algo fétido en el aire entro por su nariz, fue directo a su cabeza y le hizo perder la razón.
Luisito sostenía a Teté sobre el capot del auto. Intentaba despertarla abofeteándola suavemente, había comenzado por hablarle bajito pero ahora gritaba y parecía que le gritara a un cuerpo sin vida. Habían pasado varios minutos desde que sus hijos entraron a la casa y no habían logrado obtener ayuda. Decidió dejar a Teté maniatada dentro del auto y encargarse del asunto él mismo.
Luisito entró por la puerta entreabierta, tropezó con el cuerpo de su hijo, trastabilló, siguió, tropezó con el cuerpo de su hija, cayó al suelo. Consiguió levantarse inmediatamente, dio tres pasos en la oscuridad. Cayó como una torre derrumbada. Algo fétido en el aire entro por su nariz, fue directo a su cabeza y le hizo perder la razón.
Y así permanecieron los cuatro Solano, descansando contra su voluntad durante largas horas. Teté fue la única que volvió en sí. Impulsada por una cuota inconmensurable de coraje, logró desatarse las manos y los pies y se encaminó hacia la casa. Estaba despeinada, desaliñada, temblorosa y aterrorizada. Le costaba caminar, como si debajo de sus pies hubiera brasas encendidas.
Empujó la puerta. En la oscuridad esquivó el cuerpo de su hijo, luego el de su hija y el de su marido. Llegó a un interruptor y con el corazón en la garganta, encendió la luz. Con la mirada extraviada, llegó a observar lo que alguna vez había sido su casa y hoy era un basural o el mismísimo infierno. Un manto de comida, cajas, papeles e insectos cubría el piso. Las cortinas habían sido arrancadas de los ganchos, los vidrios rotos. El perro yacía muerto en una esquina. La heladera que descansaba en posición horizontal era ahora habitada por ratas que dormían allí y almorzaban los restos de las compras del mes. Sobre la pared del living, Teté llegó a leer, escrito en sangre, un mensaje personal: HIJA DE PUTA.
Su cuerpo se derrumbó repentinamente sobre un montículo de verduras podridas. Algo fétido en el aire entro por su nariz, fue directo a su cabeza y le hizo perder la razón.

3 comentarios:

Leilus dijo...

Entré por el ventanal a cincosandias y algo de arte en el aire entro en mi nariz, fue directo a mi cabeza y demas mundos y me hizo perder la razón!
Saludos desde la inconciencia!

marìa lluvia dijo...

ajá! creo que ya sè quien inspirò el personaje de luchìn

marìa lluvia dijo...

con mi familia tenìamos una casita en una playa que durante el invierno la cuidaba un señor que vivìa solo en la casa de al lado con muchos gatos. un día se murió y los gatos estaban encerrados en la casa, y tenian hambre por supuesto. además de econtrarlo muerto a él había un par de gatos que se habían ahogado con bolas de pelo. de a deveras