12 de junio de 2011

IIX


Durante un largo periodo de tiempo, mamá y yo casi no intercambiamos palabras; ella tan solo se dirigía a mí para darme algunas órdenes respecto a la casa y yo me dirigía a ella para pedirle dinero para las compras del almacén. Todo cambió de manera repentina cuando apareció Héctor en nuestras vidas. Mamá lo había conocido un domingo  volviendo del super en una escena clásica: a ella se le rompe una bolsa de compras, ruedan por la calle un montón de zapallitos, tomates y cebollas, tintinean contra el piso unas cuantas pequeñas monedas, el plástico se quiebra y frunce con ese sonido rasposo, la mirada se sorprende, el cuerpo da un paso atrás. Se agacha a juntar las monedas y se encuentra cara a cara con él, dispuesto a ayudarla. Mirada, mirada, el tiempo se detiene. Sonrisa, mirada. Levantan las monedas, se incorporan, se estiran la ropa. Alguien dice la primera palabra. El tiempo vuelve a correr.
Aquel día fueron a tomar un café y a partir de entonces comenzaron a verse con regularidad fuera de casa. Yo me sentí en las nubes durante un año: toda aquella casa todo aquel tiempo solo para mí.  Mis momentos preferidos sucedían cuando mamá pasaba la noche en casa de Héctor. Entonces podía sentarme en la cocina a tomar un té caliente, sobrando lentamente, sosteniendo la taza con ambas manos, acercando el líquido caliente hacia mi cara, sintiendo cómo el vapor abría lentamente los poros de mi nariz. Entonces había un silencio arrullador como las olas del mar y yo podía simplemente estar en el espacio, meditando y juntando fuerzas para lo que haría a continuación.  Terminado aquel proceso, me levantaba, me calzaba los pies con las pantuflas de mamá y salía por la puerta trasera. Atravesaba el pasillo de la parra seca, abría la puerta que relinchaba y ahora ofrecía todavía más resistencia, y entraba a la casa. En la cocina, me acercaba al mueble esquinero y hurgaba entre las latas de galletitas para encontrar una llave. Un rato después, me acomodaba horizontalmente sobre la cama de mi abuela; a mi lado yacía la vieja escopeta de mi abuelo. Esos eran mis momentos preferidos, y hoy pienso que incluso fueron los mejores momentos de mi vida entera. Luego devolvía todo a su lugar, escondía la llave y volvía a casa. Durante el resto del día miraba la novela y me ponía al día con la costura.
Así fue cada tanto, hasta que una mañana, sin previo aviso, mamá llegó a casa con un invitado. Era tan alto que para poder siquiera mirar a los ojos a sus interlocutores, debía agacharse; por esta cualidad física ya se le había hecho costumbre pasar por jorobado, cuando en realidad no lo era. Tenía una voz grave y profunda, como un eco, y llevaba un bigote como yo solo había visto en las películas.  

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